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Pelletier no sonrió.

– Ojalá hubiese venido en circunstancias más propicias, Simeón.

Su amigo hizo un gesto de asentimiento.

– Claro, claro. Ven, Bertran, ven aquí. Siéntate.

– He venido con nuestro señor Trencavel, Simeón, para prevenir a Besièrs de que un ejército se acerca desde el norte. ¿Oyes las campanas, convocando al Consejo a las autoridades de la ciudad?

– Es difícil no oír vuestras campanas cristianas -replicó Simeón, alzando las cejas-, aunque habitualmente no tañen en beneficio nuestro.

– Esto afectará a los judíos tanto o más que a aquellos que llaman herejes, y tú lo sabes.

– Como siempre -dijo el otro serenamente-. ¿Es tan grande la Hueste como cuentan?

– Unos veinte mil hombres, tal vez más. No podemos enfrentarnos a ellos en combate abierto, Simeón, su ventaja numérica es demasiado aplastante. Si Besièrs pudiera retener aquí un tiempo al invasor, entonces al menos tendríamos la oportunidad de reunir un ejército en el oeste y preparar la defensa de Carcassona. Todos los que así lo deseen podrán refugiarse allí.

– Aquí he sido feliz. Esta ciudad me ha tratado… nos ha tratado bien.

– Besièrs ya no es segura. Ni para ti, ni para los libros.

– Lo sé. Aun así-suspiró-, lamentaré tener que irme.

– Si Dios quiere, no será por mucho tiempo. -Pelletier hizo una pausa, desconcertado por el imperturbable aplomo con que su amigo aceptaba la situación-. Es una guerra injusta, Simeón, predicada con mentiras y engaños. ¿Cómo puedes aceptarla tan fácilmente?

Simeón hizo un amplio gesto con las manos abiertas.

– ¿Aceptarla, Bertran? ¿Qué quieres que haga? ¿Qué quieres que diga? Uno de vuestros santos cristianos, Francisco, le rogó a Dios que le concediera la fuerza de aceptar lo que no podía cambiar. Lo que tenga que ser, será, lo quiera yo o no. De modo que sí, la acepto. Pero eso no significa que me guste, ni que no hubiese preferido que las cosas fueran diferentes.

Pelletier sacudió la cabeza.

– La ira no sirve de nada. Debes tener fe. La creencia en un significado superior, por encima de nuestras vidas y nuestro conocimiento, requiere un esfuerzo de fe. Todas las grandes religiones tienen sus propias historias, la Biblia, el Qur’an y la Torá, para encontrar sentido a estas insignificantes vidas nuestras. -Simeón hizo una pausa, con los ojos brillantes de malicia-. Pero los bons homes no intentan explicarse las acciones de los malvados. Su fe les enseña que ésta no es la tierra de Dios, una creación perfecta, sino un mundo imperfecto y corrupto. No esperan que la bondad y el amor triunfen sobre la adversidad. Saben que en nuestra vida terrena nunca lo harán. -Sonrió-. Y aun así, Bertran, todavía te asombras cuando el Mal se te enfrenta cara a cara. Es raro, ¿no?

Pelletier levantó bruscamente la cabeza, como si hubiese sido descubierto. ¿Lo sabría Simeón? ¿Cómo era posible?

Simeón sorprendió su gesto, pero no volvió a hacer ninguna alusión al respecto.

– Mi fe, en cambio, me enseña que el mundo fue creado por Dios y es perfecto en todos sus detalles. Pero cuando los hombres se apartan de la palabra de los profetas, el equilibrio entre Dios y los hombres se altera, y entonces viene el castigo, tan cierto como que al día le sigue la noche.

Pelletier abrió la boca para hablar, pero cambió de idea.

– Esta guerra no es asunto nuestro, Bertran, a pesar de tus obligaciones con el vizconde Trencavel. Tú y yo tenemos un cometido más grande. Estamos unidos por nuestros votos. Eso es lo que debe guiar ahora nuestros pasos e informar nuestras decisiones -dijo, tendiendo una mano para apretarle un hombro a Pelletier-. Por eso, amigo mío, reserva tu ira y ten lista tu espada para las batallas que puedas ganar.

– ¿Cómo lo has sabido? -preguntó-. ¿Alguien te ha dicho algo?

Simeón se echó a reír.

– ¿Saber qué? ¿Que eres un seguidor de la nueva iglesia? No, no, nadie me ha dicho nada al respecto. Es una conversación que tendremos en algún momento en el futuro, si Dios quiere, pero ahora no. Aunque me gustaría mucho hablar contigo de teología, Bertran, ahora hay otros asuntos más acuciantes que debemos atender.

La llegada de la criada con una infusión caliente de menta y bizcochitos dulces interrumpió la conversación. Colocó la bandeja en la mesa, delante de ellos, antes de ir a sentarse en un banco bajo, en un rincón apartado de la sala.

– No te inquietes -dijo Simeón, notando la expresión preocupada de Pelletier al ver que su conversación iba a tener testigos-. Ester vino conmigo de Chartres. Solamente habla hebreo y un poco de francés. No entiende ni una palabra de tu lengua.

– Muy bien.

Pelletier sacó la carta de Harif y se la entregó a Simeón.

– Recibí una como ésta en Shauvot, hace un mes -dijo cuando hubo terminado de leerla-. Me anunciaba tu llegada, aunque he de confesar que has tardado más de lo que esperaba.

Pelletier dobló la carta y la devolvió a su bolsa.

– Entonces, ¿los libros siguen en tu poder, Simeón? ¿Aquí, en esta casa? Debemos llevarlos a…

El estruendo de alguien aporreando con fuerza la puerta desgarró la tranquilidad de la habitación. De inmediato, Ester se puso de pie, con la alarma pintada en los ojos almendrados. A un signo de Simeón, salió en seguida al pasillo.

– ¿Todavía tienes los libros? -repitió Pelletier, ahora con urgencia, repentinamente angustiado al ver la expresión en el rostro de Simeón-. ¿No se habrán perdido?

– No es que se hayan perdido, amigo mío… -empezó a decir, pero fueron interrumpidos por Ester.

– Maestro, hay una señora que pide que la dejen pasar.

Las palabras en hebreo salieron atropelladas de su boca, con demasiada rapidez para que el deshabituado oído de Pelletier pudiera comprenderlas.

– ¿Qué señora?

Ester sacudió la cabeza.

– No lo sé, maestro. Dice que es menester que vea a su invitado, el senescal Pelletier.

Todos se volvieron al oír ruido de pasos en el pasillo, a sus espaldas.

– ¿La has dejado sola? -preguntó Simeón, inquieto, poniéndose en pie con dificultad.

Pelletier también se levantó, mientras la mujer irrumpía en la habitación. El senescal parpadeó, sin acabar de dar crédito a sus ojos. Hasta el pensamiento de su misión desapareció de su mente cuando vio a Alaïs que se detenía bajo el dintel de la puerta. Tenía las mejillas encendidas y en sus vivaces ojos castaños se leía la disculpa y la determinación.

– Perdonadme esta intrusión -dijo, desplazando la mirada de Simeón a su padre y de su padre a Simeón-, pero pensé que vuestra criada no iba a dejarme pasar.

En dos zancadas, Pelletier atravesó la habitación y la estrechó entre sus brazos.

– No os enfadéis conmigo por haberos desobedecido -dijo ella, más tímidamente-, pero tenía que venir.

– Y esta encantadora dama es… -dijo Simeón.

Pelletier cogió a Alaïs de la mano y la condujo al centro de la habitación.

– ¡Claro! Estoy olvidando las formas. Simeón, permíteme que te presente a mi hija Alaïs, aunque cómo y con qué medios ha llegado a Besièrs no podría decírtelo. -Alaïs hizo una leve inclinación con la cabeza-. Y éste, Alaïs, es el más antiguo y querido de mis amigos, Simeón de Chartres, antes de la Ciudad Santa de Jerusalén.

La cara de Simeón se llenó de sonrisas.

– La hija de Bertran. Alaïs -le cogió las manos-, sed bienvenida.

CAPÍTULO 28

Me hablaréis ahora de vuestra amistad? -dijo Alaïs en cuanto se sentó en el sofá junto a su padre-. Ya se lo pedí antes una vez -añadió volviéndose hacia Simeón-, pero entonces no estaba dispuesto a confiar en mí.