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– ¿Cómo?

La pregunta había escapado de labios de Alaïs antes de que pudiera reprimirla.

– ¡Alaïs! -la reconvino su padre.

– Déjala, Bertran. Fingí no entender. Me retorcí las manos con gesto humilde, le pedí disculpas, le aseguré que debía de estar confundiéndome con otra persona. Entonces desenvainó su espada.

– Lo cual confirmó tus sospechas de que no era quien pretendía ser…

– Me maldijo y me amenazó, pero vinieron mis sirvientes y tuvo que ceder por ser ellos más numerosos. No le quedó más remedio que retirarse -Simeón se inclinó hacia adelante, bajando la voz hasta convertirla en un suspiro-. En cuanto estuve seguro de que se había marchado, envolví los dos libros en un fardo de ropa vieja y busqué refugio en casa de una familia cristiana vecina, que confiaba que no me traicionaría. No sabía qué hacer. No estaba seguro de nada. ¿Sería aquel hombre un impostor? ¿O quizá un guardián auténtico, cuyo corazón se había oscurecido por la codicia o por la promesa de poder y riquezas? ¿Nos habría traicionado? Si lo primero era cierto, entonces aún era posible que el verdadero guardián llegara a Chartres y descubriera que yo ya no estaba. Si era cierto lo segundo, sentí que era mi deber averiguar todo lo que me fuera posible. Ni siquiera ahora sé si elegí con tino.

– Hicisteis lo que os pareció correcto -dijo Alaïs, sin prestar atención a la callada advertencia de su padre de permanecer en silencio-. No se puede actuar mejor.

– Correcto o equivocado, lo cierto es que permanecí en la ciudad dos días más. Entonces hallaron el cuerpo mutilado de un hombre flotando en el río Eure. Le habían arrancado los ojos y la lengua. Corrió el rumor de que era un caballero al servicio del hijo mayor de Charles d’Evreux, cuyas tierras no se encuentran lejos de Chartres.

– Philippe de Saint-Mauré.

Simeón hizo un gesto afirmativo.

– Acusaron del asesinato a los judíos y en seguida empezaron las represalias. Yo era un chivo expiatorio muy conveniente. Se rumoreaba que me estaban buscando. Se decía que varios testigos lo habían visto llamando a mi puerta, testigos dispuestos a jurar que habíamos discutido e intercambiado golpes. Entonces me decidí. Quizá ese Saint-Mauré era quien decía ser. Quizá era un hombre honesto, o quizá no. Pero ya no importaba. Había muerto, según deduje, por lo que había averiguado acerca de la Trilogía del Laberinto. Su muerte y la manera en que le había sobrevenido me convencieron de que había otros implicados, de que el secreto del Grial había sido traicionado.

– ¿Cómo escapasteis? -preguntó Alaïs.

– Mis criados ya se habían marchado y yo esperaba que estuvieran a salvo. Me escondí hasta la mañana siguiente. En cuanto abrieron las puertas de la ciudad, con las barbas bien afeitadas, me escabullí disfrazado de anciana. Ester me acompañó.

– Entonces, ¿no estabas allí cuando construyeron el laberinto de piedra en la nueva catedral? -dijo Pelletier. A su hija le sorprendió ver que sonreía, como si se tratara de una antigua broma entre ambos-. ¡No lo has visto!

– ¿De qué habláis? -quiso saber ella.

Simeón se echó a reír, dirigiéndose únicamente a Pelletier.

– No, pero creo que está cumpliendo bien su cometido. Son muchos los que llegan atraídos por ese anillo de piedra muerta. Miran y buscan, sin comprender que bajo sus pies yace sólo un falso secreto.

– ¿Qué es ese laberinto? -insistió Alaïs.

Pero tampoco esa vez le prestaron atención.

– Yo te habría acogido en Carcassona. Te habría dado un techo, protección. ¿Por qué no viniste en mi busca?

– Créeme, Bertran, que nada me hubiera gustado más. Pero olvidas cuan diferente es el norte de estas tolerantes tierras del Pays d’Òc. No podía viajar libremente, amigo mío. La vida era dura para los judíos en esa época. Regía el toque de queda y cada poco tiempo nos atacaban y saqueaban nuestros comercios. -Hizo una pausa para respirar-. Además, nunca me habría perdonado conducirlos hasta ti, fueran quienes fuesen. Cuando huí de Chartres aquella mañana, no pensé en dirigirme a ningún lugar concreto. Me pareció que lo más seguro y razonable era desaparecer hasta que se calmara el alboroto. Al final, el incendio me quitó todo lo demás de la cabeza.

– ¿Cómo llegasteis a Besièrs? -preguntó Alaïs, resuelta a participar otra vez en la conversación-. ¿Os envió Harif?

Simeón sacudió la cabeza.

– No fue fruto de una decisión, Alaïs, sino del azar y la buena suerte. Primero viajé a la Champaña, donde pasé el invierno. En primavera, cuando se fundió la nieve, emprendí el camino al sur. Tuve la suerte de coincidir con un grupo de judíos ingleses, que huían de la persecución en su país. Se dirigían a Besièrs. Me pareció un destino tan bueno como cualquier otro. La ciudad tenía fama de tolerante; había judíos en cargos de confianza y autoridad, y se nos respetaba por nuestros conocimientos y habilidades. Por la proximidad a Carcassona, pensé que estaría fácilmente disponible si Harif me necesitaba. -Se volvió hacia Bertran-. Sólo Dios sabe lo mucho que me costó saberte a pocos días de distancia y no ir nunca en tu busca, pero la cautela y la sensatez dictaron que así debía ser. Se echó hacia adelante en su asiento, con sus vivaces ojos negros chispeando-. Ya entonces -añadió-, había versos y trovas circulando por las cortes del norte. En Champaña, juglares y trovadores hablaban en sus cantos de una copa mágica, de un elixir de la vida, todo demasiado próximo a la verdad como para ignorarlo. -Pelletier asintió. Él también había oído esas canciones-. Por eso, sopesándolo todo, era más seguro que yo me mantuviera al margen. Nunca me habría perdonado acabar llevándolos a tu puerta, amigo mío.

Pelletier dejó escapar un largo suspiro.

– Me temo, Simeón, que a pesar de nuestros esfuerzos hemos sido traicionados, aunque carezco de pruebas firmes e irrevocables al respecto. Hay gente que sabe de la conexión entre nosotros, estoy convencido de ello, aunque no sabría decir si además conocen la naturaleza de nuestro vínculo.

– ¿Ha sucedido algo que te haga pensar así?

– Hace poco más de una semana, Alaïs halló el cadáver de un hombre flotando en el río Aude, un judío. Lo habían degollado y le habían cortado el pulgar izquierdo. No le robaron nada. Sin que hubiera ninguna razón para ello, pensé en ti. Pensé que lo habrían confundido contigo. -Hizo una pausa-. Antes de eso, hubo otros indicios. Le confié parte de mi responsabilidad a Alaïs, por si me pasaba algo y no podía regresar a Carcassona.

«Ahora es el momento de decirle por qué has venido.»

– Padre, desde que os…

Pelletier levantó una mano, para impedirle que interrumpiera la conversación.

– Simeón, ¿ha habido alguna cosa que te haya hecho pensar que tu paradero ha sido descubierto, ya sea por los que te fueron a buscar en Chartres o por otros?

Simeón negó con la cabeza.

– Últimamente, no. Han pasado más de veinte años desde que vine al sur y, en todo este tiempo, puedo asegurarte que no ha pasado un día sin que temiera sentir el tacto de un cuchillo en el cuello. Pero si te refieres a algo fuera de lo común, no.

Alaïs ya no pudo quedarse callada.

– Padre, lo que tengo que decir guarda relación con este asunto. Es preciso que os cuente lo que sucedió desde que os marchasteis de Carcassona. ¡Por favor!

Cuando Alaïs finalizó su relación de los hechos, la cara de su padre se había vuelto escarlata. La joven temió que fuera a perder los estribos. El senescal no se dejó tranquilizar por Alaïs ni por Simeón.

– ¡ La Trilogía ha sido descubierta! -exclamó-. ¡No cabe duda alguna al respecto!

– Cálmate, Bertran -le dijo Simeón con firmeza-. Tu cólera sólo sirve para ensombrecer tu juicio.

Alaïs se volvió hacia la ventana, al notar que el bullicio de la calle iba en aumento. También Pelletier, al cabo de un instante de vacilación, levantó la cabeza.