Authié le dio la copa antes de sentarse en la otra butaca, frente a la suya.
– Gracias -sonrió ella-. Entonces, Paul, si no le importa, me gustaría que repasara una vez más la secuencia exacta de los acontecimientos.
Si él se irritó, al menos no lo aparentó. Ella siguió con atención su discurso, pero su relación de los hechos fue clara y precisa, idéntica en todos los aspectos a cuanto le había dicho antes.
– ¿Y los esqueletos? ¿Se los han llevado a Toulouse?
– Al departamento de anatomía forense de la universidad, sí.
– ¿Cuándo cree que tendremos noticias?
En lugar de responderle, él le entregó el sobre de formato A4 que aguardaba encima de la mesa. «Un pequeño golpe de efecto», pensó ella.
– ¿Ya? Ha sido un trabajo muy rápido.
– Llamé para pedir el favor.
Marie-Cécile apoyó el informe sobre sus rodillas.
– Gracias, lo leeré después -dijo en tono monocorde-. De momento, ¿qué le parece si me lo resume? Imagino que lo habrá leído…
– Es sólo un informe preliminar, pendiente del resultado de otros análisis más detallados -le advirtió.
– Entiendo -le aseguró ella, reclinándose en la butaca.
– Los huesos corresponden a un hombre y a una mujer. La antigüedad estimada es de setecientos a novecientos años. El esqueleto masculino presenta indicios de lesiones sin cicatrizar en la pelvis y la parte superior del fémur, que pudieron ser causadas poco antes de la muerte. Hay señales de fracturas más antiguas, ya cicatrizadas, en el brazo derecho y la clavícula.
– ¿Edad?
– Adulto, ni muy joven ni muy viejo: entre veinte y sesenta años. Probablemente podrán concretarnos un poco más estos datos cuando hayan efectuado más análisis. La mujer está en el mismo tramo de edad. Su bóveda craneal presenta una depresión en un costado, que pudo haber sido causada por un golpe o una caída. Tuvo por lo menos un hijo. Hay indicios de una fractura cicatrizada en el pie derecho y de otra sin cicatrizar en el cubito izquierdo, entre el codo y la muñeca.
– ¿Causa de la muerte?
– El forense no se arriesga a señalar ninguna en concreto en esta fase tan temprana de la investigación, y piensa que no será fácil aislar una sola claramente identificable. Teniendo en cuenta la época a la que nos referimos, es probable que ambos murieran por el efecto combinado de las heridas, la pérdida de sangre y, posiblemente, el hambre.
– ¿Cree que aún estaban vivos cuando fueron sepultados en la cueva?
Authié hizo un gesto de indiferencia, pero Marie-Cécile distinguió un chispazo de interés en sus ojos grises. Sacó un cigarrillo de la cajetilla y lo hizo rodar por un instante entre los dedos, mientras reflexionaba.
– ¿Qué hay de los objetos hallados entre los cuerpos? -preguntó, inclinándose hacia adelante para que él le diera fuego.
– Con las mismas salvedades de antes, el informe los sitúa entre finales del siglo xii y comienzos del xiii. La lámpara del altar podría ser un poco más antigua; es de diseño árabe, posiblemente española, aunque con más probabilidad de algún lugar más lejano. El cuchillo es corriente, de los que se usaban para cortar la carne y la fruta. Hay indicios de sangre en la hoja; los análisis revelarán si es de animal o humana. La bolsa es de cuero, fabricada en la zona, típica del Languedoc de aquella época. No hay pistas sobre lo que pudo contener, aunque hay partículas de metal en el forro y vestigios de piel de oveja en las costuras.
Marie-Cécile mantuvo la voz tan firme como pudo.
– ¿Qué más?
– La mujer que descubrió la cueva, la doctora Tanner, encontró una hebilla grande de cobre y plata debajo del peñasco que cerraba la entrada de la gruta. También corresponde al mismo período y al parecer es de fabricación local o posiblemente aragonesa. Hay una fotografía en el sobre.
Marie-Cécile hizo un ademán desdeñoso.
– No me interesan las hebillas, Paul -dijo, mientras exhalaba una espiral de humo-. Pero me interesa saber por qué no ha encontrado el libro.
Vio cómo sus largos dedos se crispaban sobre los apoyabrazos de la butaca.
– No hay indicios de que el libro estuviera allí -dijo él con calma-, aunque no cabe duda de que la bolsa de cuero es lo bastante grande como para contener un libro del tamaño del que busca.
– ¿Y el anillo? ¿También duda de que estuviera allí?
Tampoco esa vez dejó el abogado que la provocación lo afectara.
– Al contrario. Tengo la certeza de que lo estaba.
– ¿Entonces?
– Estaba allí, pero alguien lo sustrajo en algún momento entre el descubrimiento de la cueva y mi llegada con la policía.
– Sin embargo, no tiene indicios que demuestren su afirmación -dijo ella, en tono más seco-. Y si no me equivoco, tampoco tiene el anillo.
Marie-Cécile se quedó mirándolo, mientras Authié sacaba una hoja del bolsillo.
– La doctora Tanner insistió mucho en ese punto, tanto que hizo este dibujo -dijo él, tendiéndoselo-. Es un poco tosco, lo admito, pero coincide bastante bien con la descripción que me hizo usted, ¿no cree?
Ella aceptó el boceto. El tamaño, la forma y las proporciones no eran idénticos, pero guardaban suficiente parecido con el diagrama del anillo del laberinto que Marie-Cécile conservaba en su caja fuerte en Chartres. Nadie, excepto la familia De l’Oradore, lo había visto en ochocientos años. Tenía que ser auténtico.
– Una buena dibujante -murmuró-. ¿Es el único bosquejo que ha hecho?
Los ojos grises de Authié le sostuvieron la mirada, sin la menor vacilación.
– Hay otros, pero éste es el único que merecía atención.
– ¿Por qué no me permite que sea yo quien lo juzgue? -preguntó ella con calma.
– Lo siento, madame De l’Oradore, pero sólo me quedé con éste. Los otros no me parecieron relevantes. -Authié se encogió de hombros, como pidiendo disculpas-. Además, al inspector Noubel, el oficial a cargo de la investigación, ya le pareció suficientemente sospechoso mi interés.
– La próxima vez… -empezó a decir ella, pero se interrumpió. Apagó el cigarrillo, apretando con tanta fuerza la colilla que el tabaco se desparramó como un abanico-. Supongo que habrá registrado las pertenencias de la doctora Tanner.
Él asintió.
– El anillo no estaba.
– Es pequeño. Podría haberlo ocultado con facilidad en cualquier parte.
– Técnicamente, sí -convino él-, pero no creo que lo haya hecho. Si lo hubiese robado, ¿para qué iba a mencionarlo por propia iniciativa? Además -se inclinó hacia adelante y golpeó el papel con un dedo-, si tenía el original, ¿para qué iba a molestarse en hacer un dibujo?
Marie-Cécile lo observó.
– Es de una precisión asombrosa para estar hecho de memoria.
– Cierto.
– ¿Dónde está ella ahora?
– Aquí. En Carcasona. Parece ser que mañana tiene una cita con un notario.
– ¿Para qué?
Él se encogió de hombros.
– Algo referente a una herencia. Tiene previsto coger el vuelo de regreso el domingo.
Las dudas que Marie-Cécile albergaba desde la víspera, cuando recibió la noticia del hallazgo, no hacían más que aumentar cuanto más hablaba con Authié. Había algo que no encajaba.
– ¿Cómo entró la doctora Tanner en el equipo de excavación? -preguntó-. ¿Iba recomendada?
Authié pareció sorprendido.
– En realidad, la doctora Tanner no formaba parte del equipo -replicó con levedad-. Estoy seguro de haberlo mencionado.
Ella apretó los labios.
– No lo ha hecho.
– Lo siento -dijo él con suavidad-. Hubiera jurado que sí. La doctora Tanner colaboraba como voluntaria. La mayoría de las excavaciones dependen del trabajo de voluntarios; por eso, cuando se presentó una solicitud para que ella se uniera al equipo esta semana, no pareció que hubiera ningún motivo para rechazarla.