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– ¿Quién la presentó?

– Shelagh O’Donnell, según creo -dijo él sin darle importancia-. La número dos en el yacimiento.

– ¿La doctora Tanner es amiga de Shelagh O’Donnell? -repuso ella, haciendo un esfuerzo para disimular su asombro.

– Obviamente, me pasó por la mente la idea de que la doctora Tanner le hubiera dado el anillo a ella. Por desgracia, no tuve oportunidad de interrogarla el lunes y ahora parece ser que se ha esfumado.

– ¿Esfumado? -preguntó Marie-Cécile secamente-. ¿Cuándo? ¿Cómo lo sabe?

– Anoche O’Donnell estaba en la casa del yacimiento. Recibió una llamada y poco después salió. Desde entonces, no la han vuelto a ver.

Marie-Cécile encendió otro cigarrillo para serenarse.

– ¿Por qué nadie me había dicho nada de esto antes?

– No pensé que pudiera interesarle algo tan marginal y tan poco relacionado con sus principales preocupaciones. Le ruego me disculpe.

– ¿Han informado a la policía?

– Todavía no. El doctor Brayling, el director del yacimiento, ha concedido unos días libres a todo el equipo. Le parece posible, e incluso probable, que O’Donnell sencillamente se haya marchado sin molestarse en despedirse de nadie.

– No quiero que la policía se inmiscuya -dijo ella con firmeza-. Sería muy lamentable.

– Totalmente de acuerdo, madame De l’Oradore. Brayling no es ningún tonto. Si cree que O’Donnell ha sustraído algo del yacimiento, no querrá involucrar a las autoridades, por su propio interés.

– ¿Cree que O’Donnell ha robado el anillo?

Authié eludió responder a la pregunta.

– Creo que deberíamos encontrarla.

– No es eso lo que le he preguntado. ¿Y el libro? ¿Cree que también pudo habérselo llevado ella?

Authié la miró directamente a los ojos.

– Como le he dicho, estoy abierto a todas las posibilidades respecto a la presencia del libro en ese lugar. -Hizo una pausa-. Pero si efectivamente estaba allí, no creo que haya podido sacarlo del yacimiento sin que nadie lo viera. El anillo es otra historia.

– Alguien tiene que habérselo llevado -repuso ella en tono exasperado.

– Si es que estaba allí, como ya le he dicho.

Marie-Cécile se puso en pie de un salto sorprendiéndolo con su rápido movimiento, y rodeó la mesa hasta situarse delante de él. Por primera vez, ella vio un chispazo de alarma en los ojos grises del abogado. Marie-Cécile se inclinó y apoyó la palma de la mano contra el pecho del hombre.

– Siento palpitar su corazón -dijo suavemente-. Palpita con mucha fuerza. ¿Por qué será, Paul?

Sosteniendo su mirada, lo empujó hasta hacerlo recostar contra el respaldo del sillón.

– No tolero errores -añadió-. Y no me gusta que no me mantengan informada. -Ambos se sostuvieron la mirada-. ¿Entendido?

Authié no respondió. Marie-Cécile no esperaba que lo hiciera.

– Lo único que tenía que hacer era entregarme los objetos prometidos. Para eso le pago. Ahora encuentre a esa chica inglesa y negocie con Noubel, si hace falta; el resto es cosa suya. No quiero saber nada al respecto.

– Si he hecho algo que pudiera darle la impresión de que…

Ella le puso los dedos sobre los labios y sintió que el contacto físico lo hacía retraerse.

– No quiero saber nada.

Aflojó la presión y se apartó de él para volver a salir al balcón. El anochecer había despojado de color a todas las cosas, convirtiendo los edificios y los puentes en meras siluetas recortadas contra un cielo cada vez más oscuro.

Al cabo de un momento, Authié salió y se situó junto a ella.

– No dudo de que hace cuanto está a su alcance, Paul -dijo ella con calma. Él colocó sus manos junto a las de ella sobre la baranda y, por un segundo, los dedos de ambos se rozaron-. Como podrá suponer, hay otros miembros de la Noublesso Véritable en Carcasona que lo harían igual de bien. Sin embargo, dado el alcance de su participación hasta el momento…

Dejó la frase en suspenso. Por la forma en que se le tensaron los hombros y la espalda, ella notó que la advertencia había calado. Levantó una mano para llamar la atención de su chofer, que la esperaba abajo.

– Me gustaría ir personalmente al pico de Soularac.

– ¿Piensa quedarse en Carcasona? -se apresuró a preguntar él.

Ella disimuló una sonrisa.

– Sí, unos días.

– Tenía la impresión de que no quería entrar en la cámara hasta la noche de la ceremonia…

– He cambiado de idea -dijo ella, volviéndose para quedar frente a frente-. Ahora estoy aquí. -Sonrió-. Tengo cosas que hacer, así que si me recoge a la una, tendré tiempo de leer su informe. Me alojo en el hotel de la Cité.

Marie-Cécile volvió a entrar, cogió el sobre y lo guardó en el bolso.

– Bien. À demain, Paul. Que duerma bien.

Consciente de tener su mirada en la espalda mientras bajaba la escalera, Marie-Cécile no pudo menos que admirar el autocontrol de Authié. Pero mientras se acomodaba en el coche, tuvo la satisfacción de oír que una copa de cristal se estrellaba contra la pared y se partía en mil pedazos en el apartamento del abogado, dos pisos más arriba.

El vestíbulo del hotel estaba lleno de humo de puro. Tomando la copa de la sobremesa, numerosos huéspedes enfundados en trajes de verano o vestidos de noche conversaban en los mullidos sillones de piel o a la discreta sombra de los reservados de caoba.

Marie-Cécile subió lentamente por la escalinata. Fotografías en blanco y negro la contemplaban desde lo alto, recuerdo del esplendoroso pasado finisecular del hotel.

Cuando llegó a su habitación, se quitó la ropa y se puso el albornoz. Como siempre hacía antes de irse a la cama, se miró fríamente al espejo, como examinando una obra de arte. Piel traslúcida, pómulos altos, el típico perfil de los De l’Oradore.

Marie-Cécile se pasó los dedos por la piel de la cara y el cuello. No permitiría que su belleza se desvaneciera con el paso de los años. Si todo iba bien, conseguiría lo que su abuelo había soñado. Eludiría la vejez. Derrotaría a la muerte.

Frunció el entrecejo. Eso sólo si lograban encontrar el libro y el anillo. Cogió su teléfono móvil y marcó un número. Con renovada determinación, Marie-Cécile encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana, contemplando los jardines mientras esperaba que respondieran a su llamada. Susurradas conversaciones nocturnas subían flotando desde la terraza. Más allá de las almenas de los muros de la Cité, del otro lado del río, las luces de la Basse Ville resplandecían como adornos baratos de Navidad, anaranjados y blancos.

– ¿François-Baptiste? C’est moi. ¿Ha llamado alguien a mi número privado en las últimas veinticuatro horas? -Escuchó un momento-. ¿No? ¿Te ha llamado ella a ti? -Esperó-. Acaban de decirme que ha habido un problema por aquí -Mientras él hablaba, ella se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa-. ¿Alguna novedad sobre el otro asunto?

La respuesta no fue la que ella esperaba.

– ¿Nacional o solamente local? -Una pausa-. Mantenme al corriente. Llámame si surge alguna otra cosa; de lo contrario, estaré de vuelta el jueves por la noche.

Después de colgar, Marie-Cécile dejó que sus pensamientos derivaran hacia el otro hombre que había en su casa. Will era un encanto y hacía cuanto podía por agradar, pero la relación entre ambos había cumplido su ciclo. Era demasiado exigente y sus celos adolescentes empezaban a irritarla. Siempre estaba haciendo preguntas. En ese momento, no quería complicaciones.

Además, necesitaban la casa para ellos.

Encendió la lámpara de lectura y sacó de su portafolios el informe sobre los esqueletos que le había dado Authié, así como un dossier sobre el propio Authié, redactado dos años antes, cuando lo habían propuesto para ingresar en la Noublesso Véritable.