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– Y cuando esté aquí -insistió ella-, ¿decidiréis lo que hay que hacer? Tengo una idea acerca de…

Alaïs se interrumpió, al darse cuenta de que prefería poner a prueba su teoría antes de quedar como una tonta delante de su padre. Y de él.

– ¿Una idea? -dijo el senescal.

– Oh, nada -replicó ella-. Sólo quería preguntaros si puedo estar presente cuando Simeón y vos os reunáis para hablar.

La consternación palpitó en el rostro envejecido de su padre. Era evidente que no le resultaba fácil decidir.

– Teniendo en cuenta el servicio que has prestado hasta ahora -dijo finalmente-, puedes oír lo que tengamos que decir. Sin embargo -añadió levantando un dedo a modo de advertencia-, debe quedar claro que estarás allí solamente como observadora. Toda participación activa en este asunto ha terminado. No permitiré que vuelvas a correr ningún riesgo.

Alaïs sintió que una burbuja de exaltación crecía en su interior. «Ya lo convenceré de lo contrario cuando llegue el momento.»

Bajó la vista y cruzó las manos sobre el regazo, en actitud sumisa.

– Desde luego, paire. Será como vos digáis.

Pelletier la miró con suspicacia, pero no dijo nada.

– Hay otro favor que debo pedirte, Alaïs. El vizconde Trencavel quiere celebrar públicamente su regreso a salvo a Carcassona, antes de que se difunda la noticia del fracaso de nuestra embajada ante el conde de Tolosa. Dòmna Agnès irá a misa de vísperas en Sant Nazari esta tarde, en lugar de quedarse aquí en su capilla. -Hizo una pausa-. Quiero que también vayáis tú y tu hermana.

Alaïs se sorprendió. De vez en cuando asistía a los servicios de la capilla del Château Comtal, pero nunca iba a misa a la catedral, y su padre jamás había cuestionado su decisión.

– Comprendo que estés cansada, pero el vizconde Trencavel considera importante que no pueda haber críticas justificadas de su proceder, ni de la conducta de sus allegados más directos, en un momento como éste. Si hay espías dentro de la Ciutat (y con seguridad los hay), no queremos que nuestras flaquezas espirituales (pues así serán interpretadas) lleguen a oídos de nuestros enemigos.

– No es cuestión de cansancio -replicó ella con furia-. El obispo de Rochefort y sus sacerdotes son unos hipócritas. Predican una cosa y hacen otra.

A Pelletier se le encendieron las mejillas, pero Alaïs no pudo distinguir si era por ira o por turbación.

– Entonces, ¿vos también asistiréis? -preguntó ella.

El senescal rehuyó su mirada.

– Como comprenderás, estaré ocupado con el vizconde Trencavel.

Alaïs lo miró fijamente.

– Muy bien -dijo por fin-. Os obedeceré, paire. Pero no esperéis que me arrodille y rece ante la imagen de un hombre destrozado, clavado a una cruz de madera.

Por un instante, creyó que había hablado de más. Después, para su asombro, su padre se echó a reír a carcajadas.

– Bien dicho -replicó-. No esperaba otra cosa de ti; pero ten cuidado, Alaïs. No expreses esas opiniones a la ligera. Pueden estar vigilándonos.

Alaïs pasó las horas siguientes en sus aposentos. Se preparó una cataplasma de mejorana fresca para el dolor del cuello y el hombro, mientras escuchaba el amable parloteo de su doncella.

Según Rixenda, las opiniones acerca de la fuga de Alaïs del castillo al rayar el alba estaban divididas. Algunos expresaban admiración por su fortaleza y su valor. Otros, entre ellos Oriane, la criticaban. Al actuar de forma tan intempestuosa, había dejado mal parado a su marido y, peor aún, había comprometido el resultado de la misión. Alaïs esperaba que Guilhelm no opinara lo mismo, pero se temía lo contrario. Sus pensamientos solían discurrir por sendas muy transitadas. Además, era muy susceptible, y Alaïs sabía por experiencia propia que su deseo de ser admirado y reconocido dentro de la casa lo empujaba a veces a hacer o decir cosas contrarias a su verdadera naturaleza. Si se sentía humillado, era imposible saber cómo reaccionaría.

– Pero ahora ya no pueden decir nada de eso, dòmna Alaïs -prosiguió Rixenda, mientras retiraba los restos de la cataplasma-, porque todos habéis regresado sanos y salvos. Si eso no es prueba suficiente de que Dios está de nuestra parte, no sé lo que es.

Alaïs sonrió débilmente. Sospechaba que Rixenda vería las cosas de otro modo cuando se difundiera por la Cité la noticia del verdadero estado de los acontecimientos.

Las campanas repicaban bajo un cielo veteado de rosa y blanco, mientras ellos recorrían andando el camino entre el Château Comtal y Sant Nazari. Encabezaba la procesión un sacerdote con sus mejores galas blancas, que enarbolaba un crucifijo de oro. Le seguían más sacerdotes, monjas y frailes.

Detrás iban dòmna Agnès y las esposas de los cónsules, con sus doncellas cerrando la marcha. Alaïs se había visto obligada a situarse al lado de su hermana.

Oriane no le dirigió ni una sola palabra, buena o mala. Como siempre, era el objeto de todas las miradas y la admiración de la multitud. Vestía un traje rojo oscuro, con un delicado cinturón negro y oro, estrechamente ceñido para acentuar la curva de su talle y la opulencia de sus caderas. Llevaba el pelo negro recién lavado y ungido con aceite aromático, y las manos unidas en piadosa actitud, dejando bien a la vista la limosnera, que colgaba de su cintura.

Alaïs dedujo que la limosnera sería regalo de algún admirador, y de alguno bastante acaudalado, a juzgar por las perlas que orlaban la boca y por el lema bordado en hilo de oro.

Por debajo del ceremonial y el boato, Alaïs intuía una corriente de aprensión y suspicacia.

No reparó en François hasta que éste llamó su atención con un par de golpecitos en su brazo.

– Esclarmonda ha regresado -le susurró al oído-. Vengo directamente de allí.

Alaïs se volvió para mirarlo de frente.

– ¿Has hablado con ella?

El criado titubeó.

– Todavía no, dòmna.

De inmediato, la joven se salió de la fila.

– Iré yo.

– Os sugeriría, dòmna, que esperaseis al final de la misa -dijo él, con la vista fija en el portal de la iglesia. Alaïs siguió su mirada. Tres monjes con capuchas negras montaban guardia, prestando ostentosa atención a los que estaban presentes y a los que no-. Sería una pena que vuestra ausencia tuviera repercusiones negativas para dòmna Agnès o para vuestro padre. Podría interpretarse como señal de vuestra simpatía por la nueva iglesia.

– Claro, tienes razón -replicó ella, quedándose pensativa por un momento-. Pero, por favor, ve y dile a Esclarmonda que iré a verla en cuanto pueda.

Alaïs hundió los dedos en la pila del agua bendita y se persignó, por si alguien la estaba mirando.

Encontró un sitio en el atestado crucero norte, para sentarse tan lejos de Oriane como fuera posible sin llamar la atención. En lo alto de la nave temblaban las llamas de las lámparas suspendidas del techo que, desde abajo, parecían colosales ruedas de hierro, listas para desplomarse y aplastar a los pecadores allí concentrados.

Pese a la sorpresa de ver llena su iglesia, que llevaba tanto tiempo vacía, la voz del obispo sonaba débil e insustancial, apenas audible sobre la masa de gente que respiraba y resoplaba en el calor de la tarde. ¡Qué diferente de la sencilla iglesia de Esclarmonda!

Que era también la de su padre.

Los bons homes valoraban más la fe interior que las manifestaciones externas. No necesitaban edificios consagrados, ni humillantes reverencias, ni rituales supersticiosos destinados a mantener al hombre corriente apartado de Dios. Ellos no adoraban imágenes, ni se postraban delante de ídolos ni de instrumentos de tortura. Para los bons chrétiens, el poder de Dios residía en la palabra. Sólo necesitaban libros y plegarias, palabras dichas y leídas en voz alta. La salvación no tenía nada que ver con las limosnas, ni con las reliquias, ni con las oraciones del domingo enunciadas en una lengua que sólo los sacerdotes entendían.