CAPÍTULO 36
En la torre del homenaje, Pelletier se frotó los ojos y estiró los brazos, para aliviar la rigidez de las articulaciones.
Durante muchas horas había estado enviando mensajeros desde el Château Comtal, con misivas para los sesenta vasallos de Trencavel que aún no habían partido hacia Carcasona. Los más poderosos de sus vasallos eran por completo independientes, excepto nominalmente, por lo que Pelletier debía tener en cuenta la necesidad de persuadir y atraer, más que de ordenar. Cada carta exponía la amenaza con una claridad meridiana. Los franceses estaban concentrados en las fronteras preparándose para una invasión como el Mediodía no había visto jamás. Era preciso fortalecer la guarnición de Carcasona. Los vasallos debían cumplir con su obligación y acudir con tantos hombres como pudieran reunir.
– Perfin -dijo Trencavel, ablandando la cera sobre la llama de una vela, antes de imponer su sello en la última de las cartas. Por fin.
Pelletier volvió al lado de su señor, no sin antes dedicar un gesto de aprobación a Jehan Congost. Habitualmente prestaba poca atención al marido de Oriane, pero en esa ocasión tenía que admitir que Congost y su equipo de escribanos habían trabajado incansablemente y con eficacia. Mientras un criado entregaba la última misiva al último mensajero que aún estaba aguardando, Pelletier indicó a los escrivans que ya podían retirarse. El primero en levantarse fue Congost, y los otros lo siguieron uno a uno, haciéndose chasquear las articulaciones de los dedos, frotándose los ojos cansados y recogiendo rollos de pergamino, plumas y frascos de tinta. Pelletier esperó hasta quedarse a solas con el vizconde Trencavel.
– Deberíais descansar, messer -dijo-. Tenéis que reservar vuestras fuerzas.
Trencavel se echó a reír.
– Fòrça e vertut! -exclamó, haciéndose eco del discurso pronunciado en Béziers. Fuerza y virtud-. No te inquietes, Bertran. Estoy bien. Nunca he estado mejor. -El vizconde apoyó una mano sobre el hombro de Pelletier-. En cambio tú sí que pareces necesitar un descanso, mi viejo amigo.
– Confieso que la idea me resulta tentadora, messer -reconoció el senescal. Después de varias semanas de sueño fragmentario, le pesaba cada uno de sus cincuenta y dos años.
– Esta noche dormiremos en nuestras camas, Bertran, aunque me temo que aún no ha llegado la hora de retirarnos, al menos para nosotros. -Su agraciado rostro se volvió solemne-. Es esencial que me reúna con los cónsules cuanto antes, con tantos como sea posible reunir en tan breve plazo.
Pelletier asintió.
– ¿Tenéis alguna solicitud en particular?
– Aunque todos mis vasallos presten oídos a mi llamada y acudan con un contingente razonable de hombres, necesitaremos más.
Extendió las manos.
– ¿Queréis que los cónsules reúnan un fondo de guerra?
– Necesitamos suficiente oro como para pagar los servicios de mercenarios disciplinados y aguerridos en el campo de batalla. Aragoneses o catalanes. Cuanto más cerca estén, mejor será.
– ¿Habéis considerado aumentar los impuestos? ¿Sobre la sal, quizá? ¿Sobre el trigo?
– Todavía no. De momento prefiero recaudar los fondos necesarios voluntariamente y no por obligación. -Hizo una pausa-. Si fracasamos, recurriré a medidas más estrictas. ¿Cómo progresa el trabajo en las fortificaciones?
– Han sido convocados todos los albañiles de la Ciutat , de Sant-Vicens y de Sant Miquel, y también de los pueblos del norte. Ya están desmontando la sillería del coro de la catedral y el refectorio de los sacerdotes.
Trencavel sonrió con amargura.
– A Berengier de Rochefort no le gustará.
– El obispo tendrá que aceptarlo -gruñó Pelletier-. Necesitamos lo antes posible toda la madera que podamos conseguir; para empezar a construir parapetos y matacanes. En su palacio y en sus claustros hay gran cantidad de madera, y la tenemos a nuestro alcance.
Raymond-Roger levantó las manos en jocosa actitud de rendición.
– No estoy cuestionando tu decisión -rió-. Los preparativos para la lucha son más importantes que la comodidad del obispo. Dime, Bertran, ¿ha llegado ya Pierre-Roger de Cabaret?
– Aún no, messer, pero se espera que esté aquí en cualquier momento.
– Dile que venga a verme en cuanto llegue, Bertran. Si es posible, me gustaría aplazar la reunión con los cónsules hasta que él esté aquí. Lo tienen en muy alta estima. ¿Alguna noticia de Termenès o de Foix?
– Aún no, messer.
Momentos más tarde, Pelletier, con las manos apoyadas en las caderas, contemplaba la plaza de armas, complacido ante la rapidez con que avanzaban las obras. El ruido de sierras y martillos, el retumbo de las carretillas cargadas de madera, clavos y brea y el rugido de las llamas en la fragua ya llenaba el ambiente. Por el rabillo del ojo, vio a Alaïs, que corría a su encuentro a través de la plaza. Frunció el ceño.
– ¿Por qué enviasteis a Oriane a buscarme? -exigió saber su hija en cuanto llegó a su lado.
El senescal pareció asombrado.
– ¿Oriane? ¿A buscarte? ¿Dónde?
– Estaba al sur de la Ciutat , de visita en casa de una amiga, Esclarmonda de Servían, cuando Oriane se presentó acompañada de dos soldados, afirmando que vos la habíais enviado para que me trajera de vuelta al castillo.
La joven se quedó estudiando con detenimiento la cara de su padre, intentando discernir los signos de alguna reacción, pero no vio más que estupor.
– ¿Es verdad? -añadió.
– Ni siquiera he visto a Oriane.
– ¿Habéis hablado con ella, tal como prometisteis, acerca de su conducta en vuestra ausencia?
– No he tenido ocasión.
– No la subestiméis, os lo suplico. Estoy segura de que sabe algo, alguna cosa que puede perjudicaros.
La cara de Pelletier enrojeció.
– ¡No permitiré que acuses a tu hermana! ¡Esto ha llegado demasiado…!
– ¡La tabla con el laberinto pertenece a Esclarmonda! -exclamó ella de pronto.
El senescal se interrumpió, como si su hija le hubiese dado una bofetada.
– ¿Qué? ¿Qué quieres decir?
– Simeón se la dio a la mujer que fue a buscar el segundo libro, ¿recordáis?
– ¡Imposible! -replicó él, con tanta fuerza que Alaïs tuvo que retroceder un paso.
– Esclarmonda es el otro guardián -insistió Alaïs, hablando precipitadamente antes de que su padre la interrumpiera-, la hermana de Carcassona a quien se refería Harif. Además, sabía lo del merel.
– ¿Te ha dicho Esclarmonda que es una guardiana? -preguntó el senescal-. Porque si lo ha hecho…
– No se lo he preguntado directamente -replicó Alaïs con firmeza. -Todo encaja, paire -añadió-. Es exactamente el tipo de persona que Harif elegiría.
Hizo una pausa.
– ¿Qué sabéis de Esclarmonda? -preguntó a su padre.
– Conozco su reputación de sabia y tengo razones para agradecerle el afecto y las atenciones que ha tenido contigo. ¿Me has dicho que tiene un nieto?
– Sí, messer. Sajhë, de once años. Esclarmonda vino de Servian a Carcassona cuando Sajhë era un bebé. Todas las fechas coinciden con lo dicho por Simeón.
– ¡Senescal Pelletier!
Los dos se volvieron al oír que un criado se acercaba corriendo hacia ellos.
– Messer, mi señor el vizconde requiere vuestra presencia inmediatamente en sus aposentos. Pierre-Roger, señor de Cabaret, acaba de llegar.
– ¿Dónde está François?