– No lo sé, messer.
Pelletier lo miró contrariado y luego volvió la vista hacia Alaïs.
– Dile al vizconde que acudiré con presteza -dijo bruscamente-. Después, encuentra a François y envíalo aquí conmigo. Ese hombre nunca está donde debe estar.
– Hablad con Esclarmonda, al menos. Escuchad lo que tenga que decir. Yo le llevaré vuestro mensaje.
El senescal dudó por un momento y finalmente cedió.
– Cuando llegue Simeón, escucharé lo que esa sabia mujer tenga que decirme.
Pelletier subió la escalera a grandes zancadas y se detuvo en lo alto.
– Sólo una cosa, Alaïs. ¿Cómo supo Oriane dónde encontrarte?
– Debió de seguirme desde Sant Nazari, aunque… -Se interrumpió, al percatarse de que Oriane no había tenido tiempo de ir a buscar la ayuda de los dos soldados y regresar tan rápidamente-. No lo sé -admitió-, pero estoy segura de que…
Para entonces, Pelletier ya se había marchado. Mientras atravesaba la plaza de armas, Alaïs sintió alivio al ver que Oriane ya no se veía por ninguna parte. Entonces se paró en seco.
«¿Y si ha vuelto a casa de Esclarmonda?»
Alaïs se recogió las faldas y echó a correr.
En cuanto dobló la esquina de la calle, Alaïs vio justificados sus temores. Los postigos colgaban de un alambre y la puerta había sido arrancada del marco.
– ¡Esclarmonda! -gritó-. ¿Estás ahí?
Alaïs entró. Los muebles estaban volcados, con las patas de las sillas quebradas como huesos rotos. El contenido del cofre yacía desperdigado, y los rescoldos del fuego habían sido esparcidos a puntapiés, levantando nubecillas de suave ceniza gris que habían manchado el suelo.
La joven subió unos cuantos peldaños de la escalerilla. Paja, mantas y plumas cubrían las tablas de madera de la plataforma que hacía las veces de alcoba, donde todo estaba roto y desgarrado. Las marcas de picas y espadas destacaban claramente allí donde se habían hundido.
El caos en la consulta de Esclarmonda era aún peor. La cortina había sido arrancada del techo. Botes de barro rotos y cuencos destrozados yacían por todas partes, entre charcos de líquidos derramados y cataplasmas pardas, blancas y bermejas. Sobre el suelo de tierra había hierbas, flores y hojas pisoteadas.
¿Estaría Esclarmonda presente cuando los soldados regresaron?
Alaïs salió corriendo a la calle, con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera darle razón de lo sucedido. A su alrededor, todas las puertas estaban cerradas y los postigos trabados.
– Dòmna Alaïs.
Al principio, creyó haberlo imaginado.
– Dòmna Alaïs.
– ¿Sajhë? -susurró-. ¿Sajhë? ¿Dónde estás?
– Aquí arriba.
Alaïs salió de la sombra de la casa y levantó la vista. En la creciente oscuridad apenas pudo divisar una masa de rizos castaños y unos ojos color ámbar que la espiaban entre los aleros inclinados.
– ¡Sajhë! -exclamó aliviada-. ¡Vas a matarte!
– Nada de eso -sonrió él-. Lo he hecho miles de veces. También puedo entrar y salir del Château Comtal saltando por los tejados.
– Pues a mí me estás dando vértigo. Baja.
Alaïs contuvo la respiración mientras Sajhë se balanceaba colgado del borde y caía al suelo frente a ella.
– ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Esclarmonda?
– La menina está a salvo. Me dijo que me quedara a esperaros hasta que vinierais. Sabía que vendríais.
Mirando por encima del hombro, Alaïs lo empujó hasta el reparo de un portal.
– ¿Qué ha pasado? -repitió con apremio.
Sajhë se miró los pies con gesto abrumado.
– Volvieron los soldados. La primera vez lo escuché casi todo a través de la ventana. Desde que vuestra hermana se os llevó al castillo, la menina temía que regresaran, de modo que en cuanto os fuisteis, reunimos todas las cosas importantes y las escondimos en el sótano. -El chico hizo una profunda inspiración-. Fueron muy rápidos. Los oímos mientras iban de puerta en puerta, haciendo preguntas sobre nosotros, interrogando a los vecinos. Podía oír sus pasos retumbando y sacudiendo el suelo sobre nuestras cabezas, pero no encontraron la trampilla. Pasé mucho miedo -confesó, con una voz que había perdido su habitual tono travieso-. Rompieron los frascos de la menina. Todas sus medicinas.
– Ya lo sé -dijo ella suavemente-. Lo he visto.
– No paraban de gritar. Decían que estaban buscando herejes, pero creo que mentían, porque no hacían las preguntas que suelen hacer.
Alaïs puso los dedos bajo la barbilla del chico y le hizo levantar la vista.
– Esto es muy importante, Sajhë. ¿Eran los mismos soldados que vinieron antes? ¿Los viste?
– No los vi.
– No importa -repuso ella rápidamente, viendo que el muchacho estaba a punto de echarse a llorar-. Veo que has sido muy valiente. Esclarmonda se habrá alegrado mucho de que estuvieras con ella. -Dudó un momento-. ¿Había alguien más con ellos?
– No lo creo -dijo el chico tristemente-. No pude detenerlos.
Alaïs lo rodeó con sus brazos, cuando la primera lágrima rodó por su mejilla.
– Tranquilo, todo saldrá bien. No temas. Has hecho todo cuanto podías, Sajhë. Nadie podría haber hecho más.
Él asintió con la cabeza.
– ¿Dónde está ahora Esclarmonda?
– Hay una casa en Sant Miquel -dijo él, tragando saliva-. Me ha dicho que esperaremos allí, hasta que nos anunciéis la visita del senescal Pelletier.
Alaïs sintió que se ponía en guardia.
– ¿Eso ha dicho Esclarmonda, Sajhë? -preguntó rápidamente-. ¿Que está esperando un mensaje de mi padre?
Sajhë pareció desconcertado.
– ¿Se equivoca, entonces?
– No, no, es sólo que no veo cómo… -Alaïs se interrumpió-. Déjalo, no importa -añadió, enjugándose la cara con un pañuelo-. Ya está, ya me siento mejor. Es cierto que mi padre desea hablar con Esclarmonda, pero está esperando la llegada de otro… de un amigo que viene desde Besièrs.
Sajhë hizo un gesto afirmativo.
– Simeón.
Alaïs lo miró asombrada.
– Sí -dijo la joven, que para entonces estaba sonriendo-. Simeón. Dime, Sajhë, ¿hay algo que tú no sepas?
El chico consiguió esbozar una sonrisa.
– No mucho.
– Ve y dile a Esclarmonda que le contaré a mi padre lo sucedido, pero que de momento debe permanecer en Sant Miquel, y tú también.
Sajhë la sorprendió cogiéndola de una mano.
– Decídselo vos misma -sugirió-. Se alegrará de veros y podréis hablar un poco más con ella. La menina dijo que tuvisteis que marcharos antes de terminar de hablar.
Alaïs miró sus ojos color ámbar, brillantes de entusiasmo.
– ¿Vendréis?
Se echó a reír.
– ¿Por ti, Sajhë? ¡Claro que sí! Pero ahora no. Es demasiado peligroso. La casa podría estar vigilada. Os enviaré un recado.
Sajhë asintió con la cabeza y desapareció tan rápidamente como había aparecido.
– Deman ser -gritó.
CAPÍTULO 37
Jehan Congost había visto muy poco a su esposa desde su regreso de Montpellier. Oriane no lo había recibido como hubiese sido menester, ni había mostrado el menor respeto por las penurias y humillaciones padecidas por él. Tampoco olvidaba Congost su impúdica conducta en la alcoba, poco antes de su partida.
Recorrió rápidamente la plaza, mascullando para sus adentros, hasta llegar a la zona de las viviendas. Se cruzó con François, el criado de Pelletier. Congost no le tenía confianza. Le parecía que se preocupaba demasiado de sí mismo, y estaba siempre merodeando y corriendo a informar de todo a su amo. A esa hora del día, no tenía nada que hacer en esa parte del castillo.
– Escribano -lo saludó François, con una inclinación de la cabeza.