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Alice baja la vista.

Le empiezan a temblar las piernas. La pálida llama parpadea en sus manos. El horror le quita el aliento. Está de pie al borde de una tumba poco profunda, una simple depresión en el suelo. En su interior hay dos esqueletos que una vez fueron humanos, con los huesos lavados por el tiempo. Las ciegas órbitas de una de las calaveras la miran fijamente desde abajo. El otro cráneo, que ella misma ha desplazado con el pie, yace sobre uno de sus lados, como apartando la vista para no verla.

Los cadáveres han sido colocados uno junto al otro, mirando al altar, como bajorrelieves en un sarcófago. La disposición es simétrica y están perfectamente alineados, pero no hay serenidad en ese sepulcro. No hay sensación de paz. Los pómulos de una de las calaveras están aplastados, hundidos como los de una máscara de cartón piedra. El otro esqueleto tiene varias costillas partidas y curvadas hacia fuera, sobresaliendo de una forma extraña, como las ramas quebradizas de un árbol muerto.

«No pueden hacerte daño.» Resuelta a no dejarse dominar por el miedo, Alice se obliga a agacharse, con cuidado para no tocar nada más. Recorre con la vista la tumba. Hay un puñal junto a uno de los esqueletos, con el filo embotado por el tiempo, y unos cuantos fragmentos de paño. A su lado, una bolsa cerrada con una cuerda corrediza, que por su tamaño podría contener una caja pequeña o un libro. Alice arruga el ceño. Está segura de que ha visto antes algo parecido, pero el recuerdo se niega a materializarse.

El objeto blanco y redondo alojado entre los dedos como garras del esqueleto más menudo es tan pequeño que Alice ha estado a punto de no verlo. Sin pararse a pensar si debe hacerlo o no, saca rápidamente unas pinzas del bolsillo, se tumba en el suelo y, con infinito cuidado, lo recoge. Después, lo levanta a la luz de la llama mientras sopla suavemente para apartar el polvo y verlo mejor.

Es un pequeño anillo de piedra, sin ningún rasgo particular, de superficie lisa y redondeada. También le resulta extrañamente familiar. Alice lo observa más de cerca. Tiene un motivo grabado por dentro. Al principio piensa que puede ser algún tipo de sello. Después, con un sobresalto, cae en la cuenta. Levanta la vista hacia el dibujo de la pared al fondo de la cámara y vuelve a mirar el anillo.

Los motivos son idénticos.

Alice no es religiosa. No cree en el cielo ni en el infierno, ni tampoco en Dios, ni en el diablo, ni en las criaturas que supuestamente merodean por esas montañas. Pero por primera vez en su vida, la abruma la sensación de estar en presencia de algo sobrenatural, algo inexplicable y fuera del alcance de su experiencia y su capacidad de comprensión. Siente que la maldad le repta por la piel, el cuero cabelludo y las plantas de los pies.

Su valor flaquea. De pronto la cueva se ha vuelto gélida. El miedo se adueña de su garganta y le congela el aire en los pulmones. Consigue ponerse en pie. No debería estar allí, en ese lugar antiquísimo. Ansia con desesperación salir de la cámara, lejos de los indicios de violencia y el olor a muerte, y volver a la luminosa y segura luz del día.

Pero es tarde.

Por encima o por detrás de donde está -no sabría decirlo-, se oyen pasos.

El sonido reverbera en el espacio cerrado, bota y rebota en las paredes rocosas. Alguien viene.

Alice se vuelve, alarmada, y deja caer el mechero. La cueva queda sumida en la oscuridad. Intenta correr, pero en la negrura está desorientada y no encuentra la salida. Tropieza. Le fallan las piernas.

Se cae. El anillo sale despedido hacia la pila de huesos, el lugar donde pertenece.

CAPÍTULO 2

Los Seres

Sudoeste de Francia

Unos cuantos kilómetros al este en línea recta, en un pueblo perdido de los montes Sabarthès, un hombre alto y delgado, de traje claro, está sentado solo ante una mesa de lustrosa madera oscura.

El techo de la habitación es bajo y el suelo, de grandes baldosas cuadradas del color de la tierra roja de las montañas, que mantienen fresco el ambiente pese al calor que hace fuera. El postigo de la única ventana está cerrado, de modo que reina la oscuridad, a excepción de la charca de luz amarilla que proyecta una pequeña lámpara de aceite colocada sobre la mesa. Junto a la lámpara hay un vaso alto, lleno casi hasta el borde de un líquido rojo.

Hay varias hojas de grueso papel color crema dispersas por la mesa, todas ellas cubiertas con líneas y líneas de pulcra escritura en tinta negra. La habitación está en silencio, a excepción del rasgueo de la pluma sobre el papel y el tintineo del hielo al chocar con los lados del vaso, cuando el hombre bebe. Se nota un tenue aroma a alcohol y cerezas. El tictac del reloj marca el paso del tiempo, mientras el hombre hace una pausa, reflexiona y vuelve a escribir.

Lo que dejamos en esta vida es el recuerdo de quienes hemos sido y de lo que hemos hecho. Una huella, nada más. He aprendido mucho. Me he vuelto sabio. Pero ¿he hecho algo digno de mención? No sabría decirlo. Pas a pas, se va luènh.

He visto el verde de la primavera transmutarse en el oro del verano, y el cobre del otoño tornarse en el blanco del invierno, mientras esperaba a que se desvaneciera la luz. Una y otra vez me he preguntado por qué. Si hubiese sabido cómo iba a ser vivir con tanta soledad, ser el único testigo del ciclo interminable del nacimiento, la vida y la muerte, ¿qué habría hecho? Alaïs, me pesa mi soledad, demasiado extrema para soportarla. He sobrevivido a esta larga vida con el corazón vacío, un vacío que con los años se ha ido extendiendo hasta volverse más grande que mi propio corazón.

Me he esforzado por mantener las promesas que te hice. Una de ellas está cumplida, la otra sigue pendiente. Hasta ahora, sigue pendiente. Desde hace algún tiempo, siento que estás cerca. Nuestra hora vuelve a estar próxima. Todo lo indica. Pronto se abrirá la cueva. Siento esta certidumbre a mi alrededor. Y el libro, a salvo durante tanto tiempo, también será hallado.

El hombre hace una pausa y coge el vaso. Los recuerdos le nublan los ojos, pero el guignolet es fuerte y dulce, y lo reanima.

La he encontrado. Por fin. Y me pregunto, si pongo el libro en sus manos, ¿le resultará familiar? ¿Lleva su memoria escrita en la sangre y los huesos? ¿Recordará cómo resplandece la tapa y cambia de color? Si suelta los lazos y lo abre con cuidado para no dañar el pergamino seco y quebradizo, ¿recordará las palabras que reverberan a través de los siglos?

Rezo para que por fin, cuando mis largos días se acercan a su término, se me conceda la oportunidad de rectificar lo que una vez hice mal y de conocer por fin la verdad. La verdad me hará libre.

El hombre se reclina en su asiento y apoya delante de él, planas sobre la mesa, las manos manchadas por la edad. La oportunidad de saber, después de tantísimo tiempo, lo que sucedió al final.

Es todo lo que quiere.

CAPÍTULO 3

Chartres

Norte de Francia

Más tarde ese mismo día, casi mil kilómetros más al norte, otro hombre de pie en un pasadizo tenuemente iluminado, bajo las calles de Chartres, está aguardando a que dé comienzo una ceremonia.

Tiene las palmas sudorosas y la boca seca, y percibe cada nervio y cada músculo de su cuerpo, e incluso la pulsación de sus venas en las sienes. Se siente aturdido e incapaz de actuar con naturalidad, pero no sabe si atribuírselo al nerviosismo y la expectación o a los efectos del vino. La poco familiar túnica de algodón blanco le cuelga pesadamente de los hombros y los cordones de cáñamo retorcido sobre las huesudas caderas lo incomodan. Echa una mirada furtiva a los dos personajes que guardan silencio junto a él, uno a cada lado, pero tienen la cara cubierta por sendas capuchas. No puede saber si están tan nerviosos como él o si ya han pasado muchas veces por el ritual. Van vestidos como él, sólo que sus túnicas son doradas en lugar de blancas y van calzados. Él está descalzo y las losas del suelo están frías.

Muy por encima de la escondida red de galerías, empiezan a sonar las campanas de la grandiosa catedral gótica. Siente que los hombres a su lado enderezan la espalda. Es la señal que estaban esperando. De inmediato, baja la cabeza e intenta concentrarse en el presente.

– Je suis prêt -murmura, más para tranquilizarse que como aseveración. Ninguno de sus acompañantes reacciona en modo alguno.

Cuando el último eco de las campanas se desvanece en el silencio, el acólito a su izquierda da un paso al frente y, con una piedra parcialmente oculta en la palma de la mano, golpea cinco veces la pesada puerta. Del interior llega la respuesta.

– Dintratz. -Entren.

El hombre cree reconocer la voz de la mujer, pero no tiene tiempo de averiguar de dónde ni de cuándo, porque ya se está abriendo la puerta para revelar la estancia que durante tanto tiempo ha ansiado ver.

Con pasos sincronizados, los tres hombres avanzan lentamente. Lo ha ensayado y sabe lo que vendrá y lo que se espera de él, pero siente las piernas un poco inseguras. Después del frío del pasadizo, en la sala hace calor y está oscuro. La única luz viene de las velas, dispuestas en los nichos y sobre el altar, que proyectan sobre el suelo sombras danzantes.

La adrenalina le recorre el cuerpo, aunque se siente extrañamente ajeno a lo que está ocurriendo. Cuando la puerta se cierra tras él, se sobresalta.

Los cuatro asistentes principales están situados al norte, al sur, al este y al oeste de la estancia. Su mayor deseo sería levantar la vista y mirar mejor, pero se obliga a mantener bajos los ojos y oculto el rostro, tal como ha sido instruido. Puede ver las dos filas de iniciados, alineados a ambos lados de la cámara rectangular, seis en cada uno. Puede sentir el calor de sus cuerpos y oír el ritmo de sus respiraciones, aunque nadie se mueve ni habla.

Ha memorizado la disposición gracias a los papeles que le han dado, y cuando avanza hacia el sepulcro que está en mitad de la estancia, siente las miradas en su espalda. Se pregunta si conocerá a alguno de ellos. Colegas del trabajo, la esposa de algún conocido, cualquiera puede ser miembro. No puede evitar que una leve sonrisa se le insinúe en los labios cuando por un momento se permite fantasear acerca de cómo cambiarán las cosas a raíz de su admisión en la sociedad.