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– Dòmna Alaïs -dijo con delectación, secándose las manos en el delantal-. Benvenguda. ¡Qué gran honor! ¡Cuánto hace que no veníais a visitarnos! Os hemos echado de menos.

– Jacques -respondió ella amablemente-, no quisiera importunarte.

– ¡Importunarme vos, señora! -rió él-. ¿Cómo podríais importunarme?

De pequeña, Alaïs solía pasar mucho tiempo en la cocina, mirando y aprendiendo; a ninguna otra chica le habría permitido Jacques traspasar el umbral de sus dominios masculinos.

– Y ahora decidme, dòmna Alaïs, ¿qué se os ofrece?

– Sólo un poco de pan, Jacques, y también algo de vino, si puedes darme.

El hombre frunció el ceño.

– Disculpadme, pero no iréis al río, ¿no? ¿A esta hora y sin compañía? Una señora de vuestra posición… cuando ni siquiera es de día. Se cuentan cosas, rumores de…

Alaïs le apoyó una mano en el brazo.

– Gracias por preocuparte, Jacques. Sé que lo dices por mi bien, pero no me pasará nada. Te doy mi palabra. Ya casi ha amanecido. Sé exactamente adonde voy. Estaré de vuelta antes de que nadie note mi ausencia.

– ¿Lo sabe vuestro padre?

Ella se llevó a los labios un dedo conspiratorio.

– Sabes que no; pero, por favor, guárdame el secreto. Tendré mucho cuidado.

Jacques no parecía en absoluto convencido, pero sintiendo que ya había dicho todo cuanto se atrevía a decir, no la contradijo. Se fue andando lentamente hasta la mesa, le envolvió una hogaza de pan en un lienzo blanco y ordenó a un criado que fuera a buscar una jarra de vino. Alaïs lo miraba con el corazón encogido. Últimamente, su andar era más lento, con una pronunciada cojera en el lado izquierdo.

– ¿Todavía te molesta la pierna?

– No mucho -mintió él.

– Te la puedo vendar más tarde, si quieres. No parece que ese corte esté sanando como debiera.

– No está tan mal.

– ¿Te has puesto el ungüento que te preparé? -le preguntó, viendo por su expresión que no lo había hecho.

Jacques abrió las manos regordetas como rindiéndose a la evidencia.

– ¡Hay tanto que hacer, dòmna, con tantos invitados! Son cientos, si contáis sirvientes, escuderos, lacayos y doncellas, por no mencionar los cónsules y sus familias. ¡Y cuesta tanto encontrar algunas cosas! ¡Qué os voy a decir! Ayer mismo envié a…

– Todo eso está muy bien, Jacques -dijo Alaïs-, pero tu pierna no va a curarse sola. El corte es demasiado profundo.

De pronto se dio cuenta de que el nivel de ruido había disminuido Levantó la vista y vio que toda la cocina estaba pendiente de su conversación. Acodados en la mesa, los chicos más pequeños contemplaban boquiabiertos el espectáculo de alguien – ¡y para colmo una mujer!- interrumpiendo a su temperamental jefe cuando hablaba.

Fingiendo que no lo había notado, Alaïs bajó la voz.

– ¿Qué te parece si vuelvo más tarde y te la curo? Como agradecimiento por esto -dijo, señalando la hogaza-. Será nuestro segundo secreto, òc ben? ¿Es un trato?

Por un momento, Alaïs pensó que se había excedido en familiaridad y había actuado presuntuosamente. Pero al cabo de un instante de vacilación, Jacques sonrió.

– Ben -dijo ella-. Volveré cuando el sol esté alto y me ocuparé de ello. A totora. Hasta entonces.

Mientras salía de la cocina y subía la escalera, Alaïs oyó a Jacques aullando a todos que dejaran de estarse allí como unos pasmarotes y volvieran a trabajar, como si nunca hubiese habido ninguna interrupción. Sonrió.

Todo era tal como debía ser.

Alaïs empujó la pesada puerta que conducía a la plaza de armas y salió al día recién nacido.

Las hojas del olmo que se alzaba en el centro del recinto, a cuya sombra el vizconde Trencavel administraba justicia, parecían negras sobre la noche agonizante. Alondras y currucas animaban las ramas con sus gorjeos, agudos y penetrantes en el aire del alba

El abuelo de Raymond-Roger Trencavel había construido el Château Comtal más de cien años antes, como sede desde la cual gobernar sus territorios en expansión. Sus tierras se extendían desde Albí, al norte, hasta Narbona, al sur, y desde Béziers, al este, hasta Carcasona, al oeste.

El castillo se levantaba en torno a una amplia plaza de armas rectangular e incorporaba, en el flanco de poniente, los vestigios de un castillo más antiguo. Formaba parte del refuerzo de la sección occidental de las murallas que protegían la Cité, un anillo de sólida piedra que dominaba desde su altura el río Aude y las ciénagas del norte a lo lejos.

El donjon, o torre del homenaje, donde se reunían los cónsules y se firmaban los documentos importantes, se alzaba bien protegido en la esquina suroccidental de la plaza de armas. A la luz tenue, Alaïs distinguió algo apoyado contra el muro. Forzando la vista, vio que era un perro, enroscado y dormido en el suelo. Un par de niños, apostados como cuervos en la cerca del corral de las ocas, intentaban despertar al animal arrojándole piedras. En el silencio, Alaïs podía oír el monótono y seco golpeteo de sus talones contra las estacas.

Había dos vías de entrada y salida del Château Comtal. La ancha y arqueada puerta del oeste se abría a las laderas cubiertas de hierba que conducían a las murallas y por lo general estaba cerrada. La puerta del este, pequeña y estrecha, parecía comprimida entre dos altas torres y llevaba directamente a las calles de la Cité, la población que rodeaba el castillo.

La comunicación entre los niveles superior e inferior de las torres que flanqueaban la puerta sólo era posible mediante escalas de madera y una serie de trampillas. En su infancia, uno de los juegos favoritos de Alaïs había sido subir y bajar por las torres con los niños de las cocinas, tratando de eludir a los guardias. Alaïs era rápida. Siempre ganaba.

Ajustándose la capa al cuerpo, atravesó la plaza a buen paso. Tras el toque de queda, y una vez cerradas las puertas para la noche y establecida la guardia, se suponía que nadie podía pasar sin la autorización del padre de Alaïs. Aunque no era cónsul, Bertran Pelletier ocupaba una posición elevada y singular en la casa, y pocos se atrevían a desobedecerle.

Siempre le había disgustado la costumbre de su hija de escabullirse a la Cité antes del amanecer, pero en aquellos días insistía aún más en que permaneciera entre los muros del castillo por la noche. Suponía que su marido sería de la misma opinión, aunque Guilhelm nunca había dicho nada al respecto. Pero sólo en el silencio y el anonimato del alba, libre de las restricciones y los límites de su casa, Alaïs se sentía realmente ella misma. No la hija, ni la hermana, ni la esposa de nadie. En el fondo, siempre había creído que su padre la comprendía. Por mucho que le disgustara desobedecerlo, no quería renunciar a esos momentos de libertad.

La mayoría de los guardias hacían como que no se enteraban de sus idas y venidas. O al menos así había sido antes. Desde que habían empezado a circular rumores de guerra, la plaza se había vuelto más precavida. Superficialmente, la vida continuaba como siempre, y aunque de vez en cuando llegaban nuevos refugiados a la Cité, sus historias de ataques o de persecución religiosa no le parecían a Alaïs nada fuera de lo corriente. Las incursiones militares salidas de la nada, que caían como una tormenta de verano antes de alejarse y desaparecer, eran una realidad de la vida para cualquiera que viviera fuera de la seguridad de una ciudadela fortificada. Las historias que se contaban eran las mismas de siempre, ni más ni menos que lo habitual.

Guilhelm no parecía particularmente inquieto por los rumores de conflicto, o al menos ella no lo percibía. Él nunca le hablaba de esas cosas. Sin embargo, Oriane decía que una hueste francesa de cruzados y clérigos se estaba preparando para atacar las tierras del Pays d’Òc. Decía también que la campaña contaba con el apoyo del papa y del rey de Francia. Alaïs sabía por experiencia que mucho de lo que decía Oriane no tenía otro propósito que fastidiarla a ella. Aun así, muchas veces su hermana parecía enterarse de las cosas antes que el resto de los miembros de la casa, y era indudable que el número de mensajeros que entraban y salían a diario del castillo iba en aumento. También era innegable que las arrugas en la cara de su padre se estaban volviendo más profundas y oscuras, y los huecos de sus mejillas, más pronunciados.

Los gardians d’armas que montaban guardia en la puerta del este estaban alerta, aunque sus ojos tenían rojos los contornos después de la larga noche. Llevaban los plateados y angulosos yelmos echados hacia atrás, en lo alto de la cabeza, y las lorigas de cota de malla parecían grises a la pálida luz del alba. Con los escudos cansinamente suspendidos de los hombros y las espadas envainadas, parecían más dispuestos a irse a dormir que a entrar en batalla.

Al acercarse, fue un alivio para Alaïs reconocer a Berengier. Cuando él la vio, le sonrió y la saludó con una inclinación de cabeza.

– Bonjorn, dòmna Alaïs. Habéis salido pronto.

Ella sonrió.

– No podía dormir.

– ¿Y a ese marido vuestro no se le ocurre nada para llenaros las noches? -dijo el otro, con un guiño salaz. Tenía la cara picada de viruela y las uñas de los dedos mordisqueadas y sangrantes. El aliento le olía a comida rancia y cerveza.

Alaïs lo ignoró.

– ¿Cómo está tu mujer, Berengier?

– Bien, dòmna. Ya vuelve a ser la misma de siempre.

– ¿Y tu hijo?

– Cada día más grande. Come tanto que uno de estos días nos echará de casa, porque no cabremos todos.

– ¡Desde luego, tiene a quién salir! -replicó ella, palmoteándole la enorme barriga.

– Es lo mismo que dice mi mujer.

– Dale recuerdos míos, Berengier, ¿lo harás?

– Os agradecerá que la recordéis, dòmna. -Hizo una pausa. Supongo que querréis que os deje pasar.

– Solamente voy a la Cité, quizá al río. Será un momento.