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– ;Tienes una teoría?

– Es posible que quieran dinero. Hace un par de meses hicimos movimientos, dinero a cambio de información. Ellos se negaron, pero los sobornos hay que dejados madurar. Si quieren dinero, supongo que tú eres un buen intermediario, alguien que no les compromete demasiado.

También podrían estar siendo víctimas de sus propias carencias y que se trate de una chapuza, de alguien a quien no tienen tiempo de controlar.

– Si tu primera teoría es buena, les daré lo que quieren. Seré su intermediario, te trasladaré sus peticiones.

Wilson negó con la cabeza.

– No deberías hacerlo tú -le interrumpió-. No vas a ganar nada. Y puede ocurrir que te empantanes y dejes de fijarte en otros asuntos.

– Tú te fijarás -dijo Hull-. Es precisamente lo que quería que hicieras. Permanecer atenta por mí, mirar allí donde puedan querer que yo no mire.

– Lo haré. Sabes que me gusta. Pero aun así. Este es un caso para alguien -un aura de piel ruborizada rodeó las manos que sujetaban la cara de Wilson-, bueno, a quien no le queden seis meses.

– Debería aprovechar estos meses para hacer méritos, es lo que quieres decir-dijo Hull suavemente.

Wilson cambió de postura, bajó las manos y a Hull le pareció que iban a acariciar las suyas aunque se detuvieron en el centro de la mesa.

– Algo así -dijo Wilson-. No deberías renunciar a un puesto de consejero.

– Las cosas en mi carrera no han salido del todo bien. -El tono de Hull era en extremo gentil-. También podían haber salido peor, así que no me quejo. Pero no me hago ilusiones. Me ocuparé de este caso, al menos unos días, porque me divierte, si quieres, quizás incluso por cobardía. Ya no estoy para agotar el tiempo con la lengua fuera a ver si me dan una medalla. Y no es que no quiera la medalla. Lo que no quiero es matarme a correr cuando sé que, como mucho, puedo llegar el quinto.

Philip Hull miró a Wilson. No había falsa modestia en sus palabras, le dijo con los ojos, ella sabía mejor que nadie cómo funcionaba la promoción en el servicio exterior.

– ¿Me harás este favor? -dijo Hull-. ¿Permanecerás atenta y, a la vez, dejarás dormir este asunto en tus informes?

– Será mi último favor -sonrió Wilson-. Pero sé prudente. La guerra de Irak va a empezar cualquier día. No es momento para experimentos. Si encuentras algo raro, no dejes de avisarme.

Después los dos miraron sus relojes con naturalidad. Era el 26 de febrero.

Laura Bahía pidió permiso para salir un poco antes de la asesoría fiscal donde Trabajaba. Se lo dieron, no sin insinuarle que esa tarde tendría que quedarse más tiempo.

Durante el día, Laura se recogía el pelo y nunca llevaba ropa de segunda mano. Entró así vestida en la boca del metro, pero al salir, cerca ya del hotel donde tenía la cita, dobló con cuidado una americana de tweed y la metió en la mochila después de sacar un jersey negro de cremallera que le llegaba hasta los muslos. Por simpatía hacia el jersey, sus pantalones de pana negros parecieron avejentarse, así como sus zapatos de piel vuelta. Llegó a la cita con cinco minutos de antelación.

La sorprendió encontrar a una mujer, aunque enseguida se reprochó la sorpresa. La mujer tendría algo más de treinta años. Según Laura había llegado a saber, en Portugal estaba gestándose un grupo clandestino ligado a la extrema izquierda. Al parecer, el grupo se proclamaba contrario a la propiedad privada y contrario también al terrorismo en cuanto estrategia política. Su propósito era actuar sólo como medio no legal de financiar acciones colectivas. Utilizar las armas para robar y defenderse, pero no para matar, decía un comunicado anónimo. La mujer hizo subir a Laura a su habitación. Ella se sentó en un taburete, dejando a Laura la única silla. En ningún momento reconoció la mujer la existencia del grupo. Habló como si se tratara de una leyenda, un rumor sin confirmar y al cual ella no parecía dar crédito. Hizo alguna pregunta a Laura, repentina, imprimiendo giros ilógicos a la conversación.

Laura sabía que la estaban probando y estaba dispuesta a aguantar el tiempo y las preguntas necesarias. Agradecía la prudencia del grupo portugués. No quería ningún dato que un día a ella pudiera serle difícil ocultar; su juego era otro juego.

Por fin habló:

– Yo no sé si lo haría -dijo-. Correr el riesgo de tener que disparar.

– Siempre puedes disparar a una pierna -dijo la portuguesa.

– ¿Y si fallas?

– Todos podemos matar a alguien conduciendo, por un error, y sin embargo cogemos el coche.

Laura sacó un sobre de su mochila y se lo entregó a la portuguesa.

– Es una lista de lugares donde obtener documentación falsa en Madrid. Podéis verificarla o descartarla, como queráis. Os la entrego… a cambio de esta cita.

La portuguesa se puso en pie:

– No te entiendo.

– No ha sido una trampa -dijo Laura-. Aunque sí he mentido. No quiero entrar en vuestro grupo pero necesito que alguien sepa que podría hacerlo.

– ¿Insinúas que te han seguido? -preguntó la portuguesa impasible.

– Hay otra cosa que quiero daros -dijo Laura sin contestar. Extrajo ahora una carpeta flexible de la mochila-. Es alguna información que tiene sobre vosotros la embajada americana. Puede que haya más, no lo sé, ésta la conseguimos por un golpe de suerte.

Laura tendió la carpetilla a la portuguesa. Ella, sin hacer ademán de cogerla, preguntó:

– ¿Quiénes la conseguisteis?

– Sí -dijo entonces Laura-. Me han seguido. Por el momento no van detrás de vosotros, sino detrás de mí. De todas formas, éste era el único camino para darte una copia de lo que tienen. No creo que os hayan pinchado el teléfono, pero tampoco lo descarto. Cuando leas el informe verás que este viaje vuestro no les preocupa. Incluso les interesa. En cuanto a mí, el tipo que me sigue parece bastante novato, de momento no veo que se lo estén tomando muy en serio.

Laura extendió otra vez la mano con la carpeta de plástico.

– Siento no haber avisado -dijo-. Tú sabes cómo es esto.

– Ya lo veo -dijo la portuguesa-. Esta vez no te ha importado apuntar a las piernas. Nos has engañado para conseguir tus fines. ¿Cuáles son?

– Nunca iríamos contra vosotros -dijo Laura.

– Supón que lo acepto. Pero además querrás que acepte que el engaño era el único modo que tenías de lograr lo que querías.

– Es que era el único.

– A veces renunciar a los medios es renunciar a los fines -dijo la portuguesa.

– Creo que lo entiendo.

– No vas a decirme quiénes sois.

– Ahora no. -La portuguesa cogió la carpeta de las manos de Laura, que dijo-: Pero si llegas a saberlo, no te sentirás traicionada.

Laura estrechó la mano a la portuguesa antes de salir.

Esperó en los alrededores del hotel; el hombre que la seguía no estaba. Metió las manos en los bolsillos de sus pantalones, lo que hizo que el jersey largo formase una especie de bolsa de canguro que se movía al ritmo de sus pasos. Se detuvo en una cabina para llamar a Agustín Sedal a uno de sus teléfonos móviles.

– Ya no me siguen -dijo Laura-Sedal sólo contestó:

– Ten paciencia,

El autobús no iba muy lleno, Laura encontró sitio al rondo. Poco después un hombre se sentó a su lado. Era el agregado que buscaban. Los agregados no van en autobús, sólo podía ser una provocación. El hombre fingía no haber reparado en ella. Laura esperó tres paradas; en la cuarta, sacó de uno de los bolsillos de su mochila una lata pequeña de caramelos de naranja. La abrió, se disponía a coger uno y entonces, como si se le acabara de ocurrir, se dirigió al agregado:

– ¿Quiere?

Philip Hull detuvo el gesto mecánico de negación, miró la lata, miró los ojos verdimarrones de Laura Bahía y le dio las gracias en el perfecto español que había aprendido de su madre. Laura cogió uno también. No volvieron a mirarse. En la siguiente parada ella se levantó para ir ganando la salida. Hull la dejó pasar y volvió a sentarse.