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– Te veré en Cuba -le dijo.

– Lo siento, siento lo de esa chica más de lo que puedes imaginar.

– Gracias. -Y en la voz de Sedal hubo un quiebro-. Gracias por mucho, Miguel, gracias por todo.

Sedal acompañaba al hotel a Armando Cienfuegos iban andando. Armando debía pasar a recoger sus maletas y algunos papeles. Sedal se había negado a viajar en el coche que transportaba el ataúd. Armando insistía en que Sedal no se culpara. Sedal le escuchaba con las manos en la espalda.

– La entrené yo -decía Armando-. Ella era muy buena. De las mejores. No es que sea improbable, es que es imposible que Laura hubiera caído en una trampa así. Bajó porque ella quiso.

Sedal callaba y Armando seguía buscando nuevos argumentos.

– Si tú quieres puedes pensar que nos demoramos más de la cuenta. Yo lo he pensado. Quizás debimos sacar a Laura y a Miguel de aquí el mismo lunes. Pero si nosotros lo hubiéramos planeado así, Laura se habría negado. Me apuesto todo a que ella quiso que le pasara lo que le pasó.

Agustín no respondía. Armando guardó también silencio. Llegaron al hotel, Armando subió a su habitación, recogió las cosas, devolvió la llave en recepción. Ya sólo quedaba aguardar al coche fúnebre. Agustín le estrechó la mano para despedirse y entonces dijo:

– Dejó unas cartas, Armando. Me envió el reloj que le había regalado su padre y unas cartas. Sé que fue un suicido pero también fue un asesinare Y es el asesinato lo que tendría que haber podido evitar.

– Sólo si ella hubiera querido ayudarte a que lo evitaras. Tú sabes que Laura era la persona más obstinada del mundo.

– Sí, lo sé.

Aquella misma noche Agustín volvió a casa de Mateo Orellán. Se quedaron todo el tiempo en la cocina. Orellán le dijo que no cometiera el error de echarse la culpa.

– La culpa, la culpa. Armando y tú deberíais fiaros un poco más de mí.

Orellán le preguntó si quería cenar algo, eran casi las once de la noche. Sedal dijo que no. Orellán sacó un yogur de la nevera, le echó azúcar.

– La culpa es muy cómoda -dijo Sedal-, le autocompadeces, lloras, y te das permiso para ser un cerdo.

Mateo Orellán le hizo la pregunta que no se había atrevido a hacer nunca por pudor, porque Cuba no era su país y era difícil encontrar un sitio desde donde hacerla. Quizás intuía que ésa iba a ser la última vez que le viera y no sabía cómo calmarle, cómo hacer que durara la noche y Sedal sintiera un poco de calor.

– ¿Qué va a pasar -le dijo-, qué piensas que va a pasar cuando se muera Fidel?

– ¿Tú también crees -contestó Sedal- que Fidel es tan importante?

– Las historias necesitan un final. Y desde que cayó el muro, Cuba es también una historia. Necesita un final, cerrar el libro aunque sea para abrir otro a continuación. Fidel se ha convertido en ese final.

– Bueno. Hay mucha gente en Cuba queriendo que pase algo. Lo que sea, dicen, y seguramente no creen del todo lo que dicen. Que nieve, quieren despertar un día y que esté nevando.

Mateo Orellán terminó su yogur. Le ofreció una infusión con unas gotas de coñac. Esta vez Sedal aceptó. Mientras Orellán la preparaba, Agustín Sedal dijo:

– Lo que va a pasar, y ojalá me equivoque, escritor, es que, casi sin darnos cuenta, nos venderemos. Lentamente, con mucho cuidado, con la ilusión de que podemos controlarlo, pero llegará un momento en que no podamos.

– Eres muy duro.

– Una vez vino a La Habana un financista de compañías farmacéuticas y me tocó acompañarle. Me dijo que ellos distinguían entre problemas serios y problemas significativos. Un problema serio era, por ejemplo, un problema que afectara a muchas personas. Pero ellos no se dedicaban a los problemas serios sino a los significativos, que eran los que les reportaban ganancias.

– No conocía la terminología -dijo Orellán-, aunque cualquiera puede verlo.

– A nosotros nos acabará pasando eso, escritor, y ojalá, ojalá me equivoque. Está muy bien lo del autofinanciamiento mientras haya cierto control. Si un laboratorio tiene que elegir entre investigar una vacuna para una enfermedad tropical o una crema antiarrugas, y presenta un proyecto diciendo que va a autofinanciarse con la crema, le dirán que no lo haga. Hasta que se necesite que lo haga. Y hasta que el propio laboratorio sólo escoja proyectos significativos, quizás no tan sangrantes como el de la crema pero tampoco muy diferentes. Para entonces ya habrá interiorizado el valor de la eficacia.

– La eficacia no es mala -dijo Orellán.

– ¿Estás seguro? La eficacia, aquí, suele querer decir máxima rentabilidad a costa de lo que sea y de quien sea. Ya tú lo sabes. No era un mal hombre el financista con el que hablé. Era un tipo eficaz.

Mateo Orellán volvió a la mesa con dos tazas blancas en forma de vaso con asa. Sedal cerró las manos en torno a la suya.

– ¿Qué tú piensas? -dijo.

– Yo necesito vuestra revolución. Pero no puedo pedirle a nadie que resista por mí.

– ¿Para qué la necesitas? -dijo Sedal.

– Estoy cansado de oír que sería mejor que Cuba no existiera, que de ese modo nadie la arrojaría como argumento de las dificultades del socialismo. Ya sabemos que es difícil. Ya sabemos que la Unión Soviética no hizo bien las cosas, pero algo importante se perdió cuando la Unión Soviética dejó de existir.

– Eso es discutible.

– Discutámoslo -dijo Orellán.

Sedal rió:

– Ahora no. De todos modos, es posible que yo me equivoque. Que dure y avance la revolución. O que haya relevos. A veces se apaga la luz en unos sirios y se enciende en otros. Está Lula, Argentina…

– Ellos no tocan la producción de los bienes. Ellos sólo tocan la distribución y tú lo sabes, Sedal.

Sedal bebió de un trago toda la infusión. Tenía los ojos relucientes.

– El martes -dijo- Laura me contó que había discutido con el agregado. Le había preguntado si le parecía lógico que se gastara más dinero en investigar la textura de las galletas saladas que en evitar el sufrimiento. Y él dijo que sí, que le parecía lógico.

– Las tiendas, vacías o llenas, están a la vista. Pero los que sufren se esconden.

Sedal miró al escritor. Se puso en pie, inquieto. No sabía qué hacer, buscó un vaso y lo llenó de agua, pero apenas bebió. Luego fue hacia Mateo Orellán y le puso una mano en el hombro. Después volvió a sentarse.

– No hablemos de eso -dijo-. Debes escribir la novela.

– No vas a decirme para qué.

– Cuando la termines. ¿Cuánto puedes tardar?

– Hace mucho que no escribo novelas. Tal vez un año.

– ¿Puedo pedirte que no me llames, que no me hagas preguntas?

– No te llamaré -dijo Orellán.

– Ahora me voy -dijo, y era extraña esa forma de hablar como dándose instrucciones.

Diez meses más tarde Mateo Orellán se dirigió a la Embajada de Cuba. Había cumplido su promesa. No había llamado a Sedal y Sedal tampoco le habla llamado a él. Fue primero a la embajada en vez de ir a su casa porque pensó que.Sedal habría regresado a Cuba. Pero no estaba en Cuba ni en España. Se había ido a Perú, le explicaron, sin ningún puesto, por su cuenta. Hacía tiempo que no sabían nada de él.

– Así que no me iba a contestar nunca -murmuró en voz alta.

La funcionaría que le atendía sólo dijo:

– ¿Sí? Bueno, repítame.

Orellán se despidió de ella. Tenía la novela casi acabada. La última carta de Laura Bahía no era distinta de las otras a no ser porque era la última y porque le colocaba en una tesitura difícil. Pensó en el mensaje de un náufrago que hubiera escrito: «Por favor, no vengan a buscarme.» Aunque tal vez no fuera eso exactamente lo que había escrito Laura. Quizás sólo hubiera escrito nueve cartas al director y él las tenía entre sus manos, y Agustín Sedal, como él, como seguramente Laura Bahía, sabía que el único modo de que esas cartas llegaran adondequiera que tuviesen que llegar era metiéndolas dentro de una novela.