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Hoy Hull no buscaba pasar un rato acaso con desconocidos. Era jueves, a mediodía había ocupado un asiento junto a Laura Bahía en el autobús y deseó que no hubiera nadie más en la tienda.

Unos minutos antes, o después, de que Hull llamara al timbre de Efectos Navales Arrieta, Laura Bahía pulsó el botón del quinto en el ascensor del edificio donde vivía quien había sido su novio durante tres años. Eduardo Figuera la había invitado a una cena de despedida. Se iba a vivir a Oporto, con otra persona. Laura lo sabía. No había habido en su relación un día de clausura, una ruptura oficial. Entre los dos decidieron que deberían empezar a salir con otras personas y siguieron viéndose, manteniendo una complicidad que duró hasta la aparición del primer tercero. Ahora Laura subía para decir adiós a Eduardo y pensaba que iba a echar de menos poder llamarle de vez en cuando o verse, aunque ya nunca se llamaban de vez en cuando y aunque hacía más de seis meses que no se visitaban ni tampoco iban juntos a tomar un café o al cine.

Durante la cena rompieron el hielo muy despacio, como si sólo tuvieran para romperlo cosas romas, caramelos, bufandas, gomas de borrar. Después Eduardo la llevó al pequeño salón lleno de libros y señaló una estantería.

– Todos ésos -dijo- son los que no voy a llevarme. Separa los que quieras. Los que dejes, se los daré a Pedro.

Laura empezó a mirar los títulos. Cuando terminó, se acercó a Eduardo, quien se había acodado en la ventana. El viento de marzo se estrelló contra una puerta abierta.

– Laura, yo he tenido que explicar varias veces por qué lo dejamos. Y lo he hecho. Siempre se encuentran razones. Pero sé que hay una que me falta, que nunca digo.

– La política -dijo Laura.

Un camión de la basura inició su ascenso por la calle. Cerraron la ventana y Eduardo preguntó:

– ¿Lo dices en serio?

Laura se había apoyado en el brazo de un viejo sillón, como si no quisiera sentarse. Eduardo permaneció de pie.

– Estoy segura de que tú también lo piensas.

– No, Laura. Tú has vivido en Cuba y yo no. Eres un poco radical y a veces hemos discutido. Pero no pensaba que fueras tan poco razonable. -Eduardo se sentó en una silla baja que había junto al sofá. Con cierta amargura, prosiguió-: Aunque sí de verdad lo eres, si piensas que hay que volver a los tiempos en que un protestante no podía enamorarse de una católica o, todavía peor, a los tiempos en que un trotskista y un leninista debían ser enemigos mortales, entonces… No, ni siquiera así. Si piensas eso, entonces no lo habríamos dejado por la política, sino porque después de tres años no conozco tu carácter.

– ¿Por qué tienes que llamar a la política un problema de carácter?

– Siempre estabas en otro sitio -dijo Eduardo-. Yo llegué a pensar que era por mi culpa. Había algo de ti que siempre estaba un poco triste ¿y ahora me dices que es porque teníamos ideas políticas diferentes?

– Casi todas las parejas que conozco que se han separado lo han hecho porque piensan de forma diferente de sus carreras profesionales, de los hijos, del dinero, de la alegría, de la guerra de los sexos.

– Bueno, pero esas cosas forman parte de la vida directamente. Dejar a alguien por política es como hacerlo porque prefiere los libros de aventuras o las películas del Oeste.

– Eso también es la vida, directamente. Lo que quieres decir es que algunas cosas de la vida no son tan importantes.

– Y quiero decir que con las cosas no muy importantes hay que mostrar aún más tolerancia.

– Yo prefiero que no sean tolerantes conmigo. La tolerancia se usa con los débiles, es una palmadita en el hombro.

– SÍ quieres hablo de respeto -dijo Eduardo, y añadió, dolido-: ¿Ves como das demasiada importancia a los detalles, a los matices? Da igual el tiempo que hemos pasado juntos, el afecto, el habernos apoyado en las dificultades, la piel. Todo eso no importa porque yo acepto la iniciativa privada. ¿No te parece de locos?

Laura calló. Entendía lo que Eduardo estaba diciéndole, claro que lo entendía, pero cómo sobrevivir a los días claros. Porque había días claros. Había mañanas completamente azules en las que todo parecía destellar, en las que todo estaba a la vista y no había forma de esconderlo. No es que ella quisiera esconder, como tal vez imaginaba Eduardo, el cansancio de la vida corriente, las cosas sin terminar, lo aburrido. Era lo esplendoroso lo que Laura rehuía, lo que cada día claro le mostraba. Era saber que si algo, algo político, no ocurría, lo esplendoroso, lo magnífico, lo oportuno, lo meritorio, lo con suerte o con esfuerzo finalmente conseguido comportaría mezquindad. Porque si algo, algo político, no ocurría, entonces lo anhelado nunca estaría libre de corrupciones, nimias o medias, de rencoroso resarcimiento, de mentiras. Libre de cálculo.

Eduardo se acercó cogiéndole las manos. Ambos notaron la atracción y casi al tiempo las manos dejaron de apretarse. Eduardo sirvió whisky en dos vasos mientras Laura se sentaba en el sillón. Él entonces se sentó en el suelo, la cabeza apoyada en las rodillas de Laura. El whisky era la melancolía, pensó Laura, como salir a la calle y saber que no la habían seguido. Después de quince o veinte minutos Laura dijo que tenía que irse. Se besaron en la boca casi sin darse cuenta. En el espejo del ascensor esa chica de veintiocho años había envejecido. Nadie en la calle: ni el hombre novato esperaba en una esquina ni, cuando paró un taxi, salió de las sombras el agregado político; de la embajada.

Hull encontró a Miguel Arrieta reunido pero esta vez; no se fue para volver otro día sino que preguntó si podía hablar con Arrieta un momento. Arrieta estaba con el grupo de empresarios cubanos en el exilio, le dijo que aún tenía para una hora larga. Hull se ofreció a esperar dos porque necesitaba verle. Entró en un bar, sacó de su carrera un libro y, al levantar la cabeza una de las veces, vio pasar a Marcos León, un joven cubano alto, corpulento, semejante a un rectángulo con una cabeza, a quien alguna vez había visto entrar en la embajada. Iba acompañado por dos personas más. Hull supuso que salían de casa de Arrieta pero siguió esperando hasta que transcurrió el tiempo que había dicho.

Ahora estaba sentado en un viejo sofá de oficina. Arrieta siempre escogía un sillón giratorio gris y negro. Desde allí le dijo:

– ¿Por qué has venido esta noche?

– ¿Una mujer? -preguntó Hull a su vez.

– Creí que estabas dejándolo.

– No es sólo una mujer. Seguramente también es una trampa.

– ¿Años?

– No son los años.

– ¿Años?

– Veintiocho.

– ¿Quién se ha acercado primero?

– Ella.

– ¿De dónde sale?

– Cuba.

– Es una trampa.

– Me gustaría caer.

– Te gustaría llevarte la presa sin caer en la trampa.

La cara de Miguel Arrieta ya no era tan picuda como cuando se conocieron. Los mechones blancos en un pelo medio rizado le daban un aire de despreocupación.

– Creo que esta vez no. Esta vez no me importaría exponerme, correr peligro. Llegar incluso a caer.

– ¿Caer en dónde? ¿En el ridículo?

– No seas cruel. Supongo que me refiero a perder el control.

– ¿Hablas de enamorarte?

– Por Dios. Ni siquiera la he visto. Bueno, sólo un momento. Hablo de apostar y a lo mejor arruinarse en vez de seguir administrando un sueldo mediocre toda la vida.

– ¿Qué podrías ganar?

– Haber hecho algo. Haber vivido algo en vez de haberme dejado vivir.

– Me conmueves.

– Te burlas.

– No, de verdad. Me conmueves. Sentir lo que nunca habías sentido, como en una canción. ¿Es eso?

– Insistes en la mujer. No sé si es la mujer. Yo nunca he intervenido en nada. Sólo he cumplido órdenes.