Ese lunes, al abandonar nuestra pequeña habitación, sentí una extraña melancolía. Pese a haber vivido en la misma casa en París durante quince años, nunca me había sentido muy apegado a ella, y desde el día que la dejé nunca volví a pensar en ella ni a añorarla. En cambio ahora, después de sólo un año, me entraron ganas de llorar al dirigir una mirada postrera a las dos pequeñas camas, la mesa desvencijada, las sillas con las patas rotas junto a la chimenea, antes de cerrar la puerta de aquel cuchitril, nuestra casa. Me volví hacia Dominique, para sonreírle por última vez en ese lugar, pero ella, tras inclinarse para sacudir el polvo del pantalón de Tomas, ya se estaba alejando y no volvió la vista atrás. Me encogí de hombros y cerré la puerta, dejando la habitación a oscuras y a la espera de sus próximos, miserables inquilinos.
Me preocupaban mis botas. Eran oscuras y estaban provistas de buenos cordones, pero eran de un número grande para mí. Las había robado días atrás a un joven caballero que cometió la insensatez de dejarlas a la puerta de su habitación en el Refugio del Viajante, un albergue cercano al puerto. Tenía la costumbre de entrar en ese albergue por la puerta trasera a altas horas de la noche y explorar los pasillos mientras los huéspedes dormían. En esos pasillos estrechos y de techo bajo no era raro encontrar una camisa o unos pantalones colgando de las puertas; algunos caballeros despistados, pensando que aún estaban en Londres o París, los dejaban allí con la esperanza, quizá, de encontrarlos bien planchados a la mañana siguiente. La mayor parte de esas cosas no se podían vender, pero servían para vestir a mi pequeña familia, no me costaban ni un penique y no me causaban el menor remordimiento.
Las suelas de las botas estaban un poco gastadas y la idea de acabar caminando hasta Londres descalzo no me hacía ninguna gracia. Al cabo de un rato ya notaba la gravilla en la planta del pie izquierdo, y sabía que en pocos kilómetros empezarían a salirme ampollas y cortes. Las botas de Dominique eran similares a las mías, pero llevaba unas buenas medias que yo le había hurtado a un tendero, a unos cinco kilómetros al sur de nuestra casa, la víspera de recibir la paliza, y el día anterior había encontrado un par de botas nuevas para Tomas. Éste parecía tan incómodo como yo mientras se acostumbraba a ellas, y tanto se quejó del daño que le hacían que al final Dominique sacó un pañuelo del bolsillo y le envolvió los dedos de los pies para protegerlos del roce. Yo habría preferido que con aquel pañuelo le tapara la boca, pero al menos consiguió que se callara un rato.
Calculé que si sólo íbamos a pie llegaríamos a Londres al cabo de cinco días, a menos que encontráramos otro medio de transporte por el camino -algo improbable, siendo como éramos una pareja joven con un niño cada vez más sucios y malolientes-. Hasta una semana de viaje nos parecía razonable y, tal como señaló Dominique, no resultaba un sacrificio excesivo a cambio de escapar de Dover y la vida de duro trabajo que nos esperaba si nos quedábamos allí. Estaba convencida de que en una semana la fortuna nos sonreiría.
Ese primer día tuvimos la suerte de atraer la atención de un joven granjero que viajaba en carro de Dover a Canterbury; nos vio junto a la carretera, donde intentaba aliviarme los pies. Apenas habíamos recorrido diez kilómetros, pero ya empezaba a perder la esperanza de que las botas aguantaran y a plantearme seriamente la posibilidad de proseguir descalzo. Sentado en un mojón, examinaba los pobres dedos gordos de mis pies, que se habían puesto rojos y me dolían espantosamente. Dominique estaba detrás de mí, en cuclillas sobre la hierba, y Tomas tumbado en el suelo a mi derecha, tapándose los ojos con una mano y suspirando con histriónico agotamiento. De pronto oí el traqueteo del carro que se acercaba.
– Ya está bien -le espeté a Tomas-. Tenemos que seguir andando hasta Londres, así que no te servirá de nada quejarte y lloriquear todo el rato.
– ¡Es que está muy lejos! -exclamó-. ¿Cuándo llegaremos?
– Quizá dentro de una semana -murmuré, exagerando tontamente pese a saber que sólo empeoraría las cosas, pero tenía calor, me dolían los pies y me inquietaba el miedo a no poder seguir. Lo último que necesitaba era oír los lamentos de ese niño, y sabía que Dominique nos arrastraría a Londres tanto si queríamos como si no. No me costaba mucho ponerme en el lugar de Tomas, pues en realidad a mis diecisiete años no era más que un crío. Había momentos en que me habría gustado tirarme al suelo y patalear a mis anchas, perder los nervios y dejar que otra persona se ocupara de todo para variar, pero no podía, pues sólo uno de nosotros podía representar ese papel con éxito-. Así que ve acostumbrándote a la idea, Tomas, y te sentirás mejor -añadí con tristeza.
– ¿Una semana? -exclamó, y añadió-: ¿Cuánto tiempo es una semana?
– Una semana son… -Empezaba a referirle lo que tardaríamos de verdad cuando volví a oír el traqueteo de un carro.
Ya habían pasado unos cuantos y había intentado pararlos haciendo señas, sin éxito. Con frecuencia el ocupante me fustigaba con el látigo o me maldecía para que me apartase del camino, como si constituyéramos un obstáculo insalvable. Si esos carreros pudiesen ver la calle Piccadilly hoy día a las cinco de la tarde, sabrían lo afortunados que eran y no habrían montado en cólera con tanta facilidad. Eché un vistazo al carro y al reparar en que su único ocupante era el joven que lo conducía, me alegré y, sin demasiadas esperanzas, levanté la mano y grité:
– ¡Hola, señor! ¿No tendrá sitio para nosotros en su carro?
Di un paso atrás, temiendo que sacara el látigo o intentara atropellarme, pero para mi sorpresa tiró de las riendas y detuvo al caballo con un grito.
– Queréis que os lleve, ¿eh? -preguntó, parándose a mi lado, mientras Tomas le dirigía una mirada esperanzada y Dominique salía de la maleza arreglándose la falda y mirando a nuestro benefactor con cierta suspicacia.
– Somos sólo tres, y no le causaremos ninguna molestia -aseguré adoptando mi tono más amable. Él nos repasaba de arriba abajo y yo tenía la esperanza de que la deferencia que le demostraba despertara su compasión-. Apenas llevamos equipaje, sólo esto -añadí levantando del suelo una bolsa de viaje pequeña-. Me temo que no podremos pagarle nada, pero le estaremos muy agradecidos.
– Bueno, será mejor que subáis -repuso sonriendo-. No voy a dejaros aquí plantados con el calor que hace, ¿eh?
Tenía acento de campesino, pero no conseguí detectar de dónde procedía; sus palabras desbordaban sentido del humor y vivacidad.
– Sólo sois tres, ¿eh? -añadió-. Pero éste no es más que un niño. -Señaló con la cabeza a Tomas, que se apresuró a subir al carro antes de que el joven cambiara de idea y nos dejara atrás-. Yo diría más bien dos y medio.
– Es mi hermano -aclaré, sentándome a su lado mientras Dominique se acomodaba en silencio detrás, con Tomas-. Tiene seis años.
Me recosté y por un instante, antes de que el carro se pusiera en marcha, deseé quedarme allí, en ese recodo del camino, para siempre; ante mí el futuro se desplegaba como un drama a punto de comenzar, un pasado que aún no había tenido lugar. En un instante el carretero haría chasquear el látigo, azuzaría al caballo, empezaríamos a avanzar y Dover quedaría atrás definitivamente. Fue un momento de serena gratitud y comprensión que nunca he olvidado. Para mi sorpresa, cuando nos pusimos en movimiento noté un nudo en la garganta.