– Así nos sentimos más en Hollywood y los actores tienen con qué soñar -explicó Rusty-. Mira, existen dos tipos de estrellas televisivas: las que pretenden dar el salto al cine y las que ya no consiguen ningún papel en el cine. O vas hacia arriba o vas hacia abajo. No es una profesión muy envidiable, la verdad.
Acabamos la visita en el suntuoso despacho de Rusty, que dominaba el solar de la NBC, donde los actores, técnicos, secretarias y aspirantes a estrellas estaban inmersos en una actividad frenética. Nos sentamos en un par de flamantes sofás alrededor de una mesa de vidrio cercana a una chimenea, a unos seis metros de su escritorio de caoba, y me pareció que Rusty se sentía muy orgulloso de todo ese despliegue de riqueza y poder.
– Hace un par de días me encontraba sentado exactamente donde estoy ahora -recordó-, ¿y a que no te imaginas a quién tenía enfrente, ocupando el sofá donde estás ahora y suplicándome que le diera un programa de televisión?
– ¿A quién?
– Gladys George -contestó en tono triunfal.
– ¿Quién? -Ese nombre no me decía nada.
– ¡Gladys George! ¡Gladys George! -vociferó, como si pretendiera refrescarme la memoria a fuerza de gritos.
– Lo siento, pero no sé quién es. Jamás he oído…
– Gladys George era una estrella de cine hace unos años. Fue candidata a un Oscar a mediados de los años treinta por Carrie la valiente.
– Ni idea. No la he visto. Ya no voy mucho al cine.
– Los Tres Chiflados hicieron una parodia sobre esa película un par de años después. Seguro que la has visto. Curlie el violento. ¡Era tronchante!
Solté una risita de cumplido.
– ¡Ah, sí, ya me acuerdo! -mentí con desfachatez. Si quería trabajar en el mundo de la televisión y el cine sería mejor que no mostrara mi ignorancia sobre él-. ¡Muy buena! Curlie el… ejem…
– Gladys George estaba a punto de convertirse en una gran estrella -me interrumpió-, pero cayó en desgracia cuando se puso a contar a todo el que quisiera escucharla (un verdadero batallón, como imaginarás) que el gran Louis B. Mayer tenía un lío con Luise Rainer a espaldas del marido de ésta. Era sabido que Mayer y Clifford Odets no podían verse (unos años antes lo había llamado miserable comunista), pero el rumor no era cierto. Gladys estaba dolida porque Mayer siempre daba los mejores papeles a Luise, a Norma Shearer, a Carole Lombard o a la putilla a la que intentara ligarse. Bueno, el caso es que cuando Mayer se enteró de lo que Gladys chismorreaba sobre él, para desquitarse dejó de darle trabajo, pero no le rescindió el contrato. Y ahora que acaba de recuperar su libertad, ningún estudio la quiere. Por eso acudió a mí.
– Entiendo -dije, esforzándome por seguir el hilo de su relato. Desde luego, mucho tendría que aprender sobre Hollywood si quería trabajar allí, y me admiré de cómo la ciudad se nutría de esa clase de cotilleos, los cuales podían arruinar o lanzar al estrellato a una actriz-. ¿La contrataste?
– Dios mío, no -respondió, negando con vehemencia-. ¿Bromeas? Una chica como ésa sólo significa una cosa para un hombre como yo: problemas.
Permanecí callado mientras pensaba en qué habría querido decir.
– Entiendo -repetí por fin, muy sonriente.
Imaginé que la gente no cesaba de ir a pedirle trabajo. Que esa semana ya habrían pasado unas cien personas por el sofá en que estaba sentado yo y que mi única función era mantenerlo caliente para el siguiente ocupante. Toda esa puesta en escena, el recorrido por el edificio y los enormes estudios insonorizados, el aspecto regio de los despachos de Rusty, los nombres importantes que dejaba caer como si tal cosa, la clarividencia para decidir quién puede trabajar en Hollywood y quién no, iba dirigida a mí. Me puse de pie y le estreché la mano; en ese momento me pareció que su mensaje era claro: para conseguir un trabajo en su estudio no bastaba con haber jugado al golf un par de veces con él.
– Gracias por enseñarme el estudio.
– Pero ¿qué haces? -dijo cuando ya me dirigía hacia la puerta-. ¿Adonde crees que vas? Aún no he llegado a la mejor parte.
– Óyeme bien, Rusty. -Ya era muy mayor para que jugaran conmigo-. Si no vas a ofrecerme un trabajo, no pasa nada. Sólo quería…
– ¿Cómo sabes que no voy a ofrecerte nada? Matthieu, Matthieu -dijo y soltó una carcajada al tiempo que daba una palmada en el sofá que yo acababa de abandonar-. Siéntate, amigo mío. Creo que he encontrado el puesto ideal para ti. Siempre y cuando seas quien aseguras ser. Te daré una oportunidad, Matthieu, y creo que no me defraudarás.
Esbocé una sonrisa y volví al sofá. A continuación Rusty me puso al corriente de sus planes para conmigo.
El show de Buddy Rickles constituía un gran negocio. Era una comedia que duraba media hora y se emitía todos los jueves a las ocho de la tarde, hora de máxima audiencia en la NBC. Aunque sólo llevaba una temporada en antena, se había convertido en una de las series más populares y, por mucho que las otras cadenas se esforzaran en robarle audiencia cambiando una y otra vez su programación en la misma franja horaria, siempre se llevaba la palma.
Era una comedia familiar. Aunque a excepción de algunos críticos sagaces nadie lo recordaba, Buddy Rickles había representado papeles secundarios desde los años veinte hasta mediados los cuarenta. Nunca había actuado de protagonista, pero en la pantalla había sido el mejor amigo de James Cagney, Mickey Rooney y Henry Fonda. Una vez hasta se había batido en duelo con Clark Gable por conseguir la mano de Olivia de Havilland (y había perdido). Cuando le ofrecieron trabajar para la NBC apenas salía en ninguna película; Buddy no sólo aceptó protagonizar la serie sino que consiguió convertirla en un éxito.
La idea era muy simple: Buddy Rickles (excepto por dos letras el personaje se llamaba igual que el actor, Buddy Riggles) era un hombre corriente que vivía en una zona residencial de California. Su mujer, Marjorie, era ama de casa, y ambos tenían tres hijos: Elaine, de diecisiete años, que para consternación de Buddy empezaba a interesarse por los chicos; Timmy, de quince, que siempre estaba intentando hacer campana, y Jack, de ocho, que confundía el sentido de las palabras de una forma muy graciosa. Cada semana un hijo se metía en un lío que en potencia podía conducirlo a la perdición, pero Buddy y Marjorie siempre se las arreglaban para solucionarlo todo y obligarlo a reconocer su error justo antes de la cena. No había nada revolucionario en el planteamiento, pero la gente pasaba un buen rato viendo la serie, lo que en gran medida se debía a sus guionistas.
Lee y Dorothy Jackson eran los creadores de El show de Buddy Rickles y llevaban casi una década escribiendo programas exitosos para la televisión. Formaban un matrimonio de cuarentones que gozaba de mucha celebridad y montaban fiestas extravagantes en su casa, para las que cualquiera que se creyera alguien intentaba conseguir una invitación. Dorothy era conocida por su lengua viperina y Lee por su afición a la bebida, pero aun así se los consideraba una de las parejas más felices del mundo del espectáculo.
– Estoy buscando un nuevo productor para El show de Buddy Rickles -me contó Rusty esa tarde en su despacho-. Ya tengo a dos, pero necesito un tercero. Cada uno tiene distintas responsabilidades y el último tipo no estaba a la altura de su trabajo. ¿Qué me dices?
– Debo confesarte algo -repuse con un suspiró-. Nunca he visto el programa.
– En el estudio guardamos todas las cintas. Cualquier tarde te las pasaremos en una sala de proyección y podrás ver del primer capítulo al último. Necesito una persona que se ocupe de la publicidad e informe a las agencias de noticias, alguien que genere publicidad para que la serie sea todavía más exitosa. Dentro de seis meses voy a lanzar un nuevo programa que se emitirá justo después, de modo que tiene que seguir en los primeros puestos. El show de Buddy Rickles debe ser el plan de los jueves para todo el mundo, ¿entiendes?