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Me guiñó un ojo y, con un movimiento ampuloso, ayudó a levantarse a Dorothy Jackson de un sillon y la arrastró hasta el centro de la sala, donde sonaban los primeros compases de un vals. Cuando me volví, observé que acercaba su rostro al de la anfitriona y le susurraba algo al oído, y por la expresión de Dorothy me pareció que prestaba mucha atención a sus palabras, como si las sopesase y memorizara para reflexionar sobre ellas más tarde. Sentí un escalofrío y me vino a la memoria el Terror de 1793. Así había empezado entonces.

Durante los dos años siguientes las cosas fueron de mal en peor. El Comité de Actividades Antiamericanas puso en la picota a un sinfín de escritores y actores que se hallaban en la cúspide de su carrera. Cuando se les cuestionó su patriotismo, algunos lo negaron todo y no les pasó nada; otros se declararon inocentes y acabaron en la cárcel, y los hubo que se anticiparon al interrogatorio jactándose de su americanismo. Recuerdo que durante las elecciones presidenciales, al principio de la caza de brujas, abrí el periódico una mañana y me encontré con una foto de Thomas Dewey denunciando el comunismo desde su última tribuna. Estaba flanqueado por Jeanette MacDonald, Gary Cooper y Ginger Rogers, fanática republicana y anticomunista como nadie, aunque procedía de la misma ciudad que Truman, Independence, en Misuri.

Stina hizo progresos en Los Angeles Times y acabó por convertirse en periodista. Al principio cubría los sucesos locales que los reporteros más experimentados no querían, pero con el tiempo le encomendaron asuntos de mayor envergadura y tuvo algún que otro golpe de suerte con sus historias. Al cubrir la huelga de autobuses de tres meses, se centró no tanto en las demandas de los conductores como en las quejas de las pobres gentes cuya vida se veía afectada por la medida de fuerza, y logró unas reseñas muy conmovedoras. Hasta ganó un premio de periodismo por una serie de artículos sobre las pésimas condiciones de las escuelas del centro de Los Ángeles. Por entonces empezó a interesarse en los noticiarios televisivos. Aunque al principio no tuvo mucha suerte, pues se negó a trabajar para la NBC alegando que no la contratarían por méritos propios sino por ser mi mujer, al cabo de un tiempo encontró un trabajo en una cadena local.

El show de Buddy Rickles creció y creció hasta que alcanzó un punto muerto y ya no hubo manera de aumentar el índice de audiencia; había llegado a su tope de popularidad. El programa fue candidato a los premios Golden Globe y todo el equipo asistió a la cena de gala en el hotel Beverly Wilshire con la esperanza de olvidar, al menos por un rato, los espantosos rumores infundados y las interminables historias sobre lo que les estaba ocurriendo a nuestros colegas en Washington, la capital de la nación y supuesta sede de la justicia.

Al final no nos dieron ningún premio, a pesar de las cuatro nominaciones. Una sensación de tristeza se cernía sobre nuestra mesa, pues presentíamos que estábamos en la última temporada del programa y que pronto nos encontraríamos buscando trabajo de nuevo. Sentado a la mesa contigua, Marion Brando acariciaba su globo de oro, que había recibido por La ley del silencio, y Jane Hoover intentaba engatusarlo para que hablara sobre las últimas investigaciones que se estaban llevando a cabo, pero Brando no mordería el anzuelo. Aunque se mostraba educado y amable, desde que Elia Kazan había testificado a principios de año se había negado a hacer comentarios sobre el CCA, y así seguiría. Había oído decir que ese asunto lo había sumido en el desconcierto, pues no podía conciliar el odio que le inspiraba el comportamiento de Kazan con la adoración que sentía hacia el que consideraba su mentor, y me dio lástima que se encontrase en semejante aprieto, dado que Jane no era una mujer a quien se le diese largas fácilmente. Me escabullí al bar, donde encontré a Rusty Wilson empinando el codo para olvidar sus premios perdidos.

– Ésta era nuestra última oportunidad, Mattie -dijo Rusty, y sentí un leve estremecimiento; últimamente me llamaba así, a pesar de que le había pedido que no lo hiciera, pues me traía recuerdos de un pasado muy lejano-. Ya verás como el año que viene no venimos.

– Llámame Matthieu, por favor. Y no seas tan pesimista -murmuré-. Tendrás un nuevo programa, todavía más exitoso. Arrasarás, estate tranquilo.

Mientras hablaba, me di cuenta de que no creía en mis palabras. En los últimos doce meses Rusty había ido incorporando nuevos programas a la emisión y todos habían fracasado. Era vox pópuli que lo despedirían antes de que empezase la nueva temporada.

– Los dos sabemos que eso no es verdad -concluyó con amargura, leyendo mi pensamiento a la perfección-. Estoy acabado.

Suspiré. No quería que la conversación degenerase en un intercambio interminable entre su visión catastrofista y mi optimismo impenitente. Pedí un par de copas, y, apoyado en la barra, observé a los centenares de personas que abarrotaban la pista de baile, convertida en una verdadera arca de Noé de famosos, que se saludaban dando besos al aire y se elogiaban los vestidos y las joyas. Había llovido mucho desde los tiempos del teatro de la ópera.

– ¿Te has enterado de que han llamado a Lee y a Dorothy?

Me volví, aturdido.

– No. -Lo miré con los ojos muy abiertos. En esos tiempos no era necesario decir nada más; la simple frase «Han llamado a Fulano» resumía todo lo que uno necesitaba saber sobre sus perspectivas de trabajo en el futuro.

– Hoy les ha llegado la citación -prosiguió Rusty, antes de apurar el whisky con una mueca de dolor-. Dentro de dos días deberán volar a Washington. Esos dos ya no levantarán cabeza. Será mejor que nos hagamos a la idea de escribir el resto de los capítulos nosotros.

No daba crédito a lo que estaba oyendo.

– No han comentado nada -dije, estirando el cuello para ver a la pareja de guionistas sentados a la mesa-. Se han comportado como si tal cosa.

– Imagino que no querrían preocuparnos, y menos aún esta noche.

– Aun así… esto no pinta nada bien. Ninguno de los dos cederá un milímetro, ya lo verás.

– Ya conoces a Dorothy -dijo, y se encogió de hombros-. Intentarán vincularlos con los Rosenberg.

– Eso es ridículo. -Me eché a reír-. ¿Qué conexión puede haber entre ellos?

– ¿No los recuerdas? -preguntó extrañado.

– ¿A quiénes?

– A los Rosenberg. Todos los conocemos. Tú mismo hablaste con ellos en una ocasión.

Rusty me recordó nuestra conversación con aquel curioso hombrecillo y su mujer en la fiesta de los Jackson, un par de años atrás. Desde entonces se habían convertido en una especie de cause célèbre y su caso, aunque ya había concluido, seguía generando mucha controversia. Los Rosenberg habían sido condenados después de que se los vinculara con Klaus Fuchs, un físico al que descubrieron pasando a los soviéticos secretos sobre el programa nuclear americano. Se los acusó de ser espías comunistas, aduciendo que tenían el cometido de destruir el sistema nuclear americano al tiempo que ayudaban a los rusos a desarrollar uno mucho más poderoso. Obnubilado por el terror hacia los rojos, al tribunal no pareció importarle el hecho de que apenas había podido probarse nada, y los Rosenberg fueron condenados por traición. Poco después fueron ejecutados como enemigos del Estado.

No podía creer que la pareja aparentemente inofensiva que había conocido en la fiesta fueran nada menos que Julius y Ethel Rosenberg, y me asombré de que no hubiera atado cabos antes, aunque en realidad no había intercambiado más de diez palabras con ninguno de los dos.