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Cada miércoles por la tarde se convocaba un Rincón Inglés al pie de la estatua. Estudiantes chinos y occidentales acudían allí para hablar entre ellos en inglés. El Rincón Inglés era un fenómeno que había comenzado un par de años atrás, en una esquina del Jardín del Bambú Púrpura, uno de los parques de Pekín, cuando algunos estudiantes chinos empezaron a encontrarse con occidentales cada domingo para practicar el inglés. Por aquel entonces, China tenía una semana laboral de seis días y el domingo era el único día de fin de semana. Las reuniones informales fueron creciendo gradualmente. Cientos de personas acudían al Rincón Inglés, muchas de ellas desde kilómetros de distancia. Cuando el Rincón se convirtió en un lugar demasiado concurrido, la gente inició sus propios Rincones Ingleses en otras partes de la ciudad, en cualquier espacio que podían encontrar, en parques comunitarios o bajo las antiguas murallas de la ciudad. Pronto todas las universidades de Pekín tuvieron su propio Rincón Inglés.

Había pasado por delante del Rincón del campus muchas veces, sin participar porque mi inglés no era bueno. Pero aquella tarde me sentía más valiente de lo habitual e impulsivamente decidí detenerme. Apoyé la bicicleta en la verja del césped y entré sin querer en algunas conversaciones en curso. Durante media hora fui pasando de una conversación a otra sin entender de qué se hablaba y preguntándome si no debería irme. Entonces, un joven de hombros fornidos y un par de grandes ojos muy hundidos en el rostro me pidió, en un inglés fluido, que me uniera a su grupo. Cuando se dio cuenta de que mi inglés no era del nivel necesario, se esforzó por hablar más despacio, repitiendo una y otra vez sus palabras y aguardando pacientemente mi respuesta. Los demás se impacientaron y se marcharon.

– ¿Te sentirías más cómoda hablando en chino? -preguntó amablemente cuando ya sólo quedábamos nosotros dos. Asentí con la cabeza. Nos alejamos de la multitud.

– Es la primera vez que vienes a un Rincón Inglés, ¿no?

– ¿Tan evidente es? -dije.

– No. -Sonrió-. Yo vengo cada semana. No te había visto nunca. No, tu inglés no es espantoso. Sólo te hace falta un poco más de práctica. Entonces te sentirás más cómoda.

Su inglés era muy bueno y así se lo dije, y le pregunté cómo se las había arreglado para tener un nivel tan avanzado.

– Más que nada es cuestión de práctica. Además, necesito mejorar mi inglés si quiero obtener una buena puntuación en el TOFFLE y el GRE.

Sabía que el TOFFLE era un examen de inglés como segundo idioma que todas las universidades de Estados Unidos exigían a los aspirantes de habla no inglesa. Pero nunca había oído hablar del GRE, que, según me explicó, era un examen de ingreso para unos cursos de posgrado en Estados Unidos.

– Me presento para los programas de doctorado en física cuántica, mi especialidad.

Así fue como conocí a Ning, un licenciado en física y uno de los primeros que me encontré del cada vez mayor número de estudiantes que se estaban preparando para abandonar China para ir a estudiar y hacer su vida en el extranjero. Ning era inteligente (registró una patente mundial a los veintitrés años) y una buena persona. Un día su generosidad me ayudaría en el momento en que más lo necesitaba. Después de conocernos venía a visitarme casi cada día. Leía los libros que yo estaba leyendo y me traía poesía. Cuando nos fuimos viendo más a menudo, percibí en él una especie de inquietud, siempre agitaba la mano o daba golpecitos con el pie al hablar. Parecía incapaz de tolerar el silencio y siempre necesitaba estar de un lado para otro. Ning no tardó en decirme que estaba enamorado de mí. Yo podría haberme enamorado de él, pero el amor es una cosa rara. Aveces interviene el destino y dicta a quién amamos y cuándo.

Al cabo de unas tres semanas de conocer a Ning, fui a visitarle a su residencia de estudiantes. Me abrió la puerta un compañero de habitación y dijo que Ning no estaba, pero que no podía tardar en volver y que si quería, podía esperarlo allí.

– A propósito -dijo sonriéndome-, soy uno de los compañeros de habitación de Ning, todo el mundo me llama Dong Yi.

En la Universidad de Pekín (en realidad, en casi todas las universidades chinas), las habitaciones de las residencias eran demasiado pequeñas para que tuvieran cabida las sillas. Yo vivía con otras siete chicas en una habitación; teníamos cuatro literas y una mesa en medio. El nivel de vida en los alojamientos de los licenciados era mucho mejor. Había tres camas individuales en la habitación de Ning, pero seguía sin haber sillas. De modo que Dong Yi y yo nos sentamos, como era habitual, en las dos camas a cada lado de la mesa.

– Éste de aquí se irá pronto a Estados Unidos, ahora ya rara vez está aquí. -Dong Yi señaló la tercera cama. Parecía dulce y tímido-. Tú eres la chica de psicología. Ning nos ha hablado mucho de ti.

– Espero que todo, fueran cosas buenas -dije.

– Oh, sí. Cosas absolutamente fantásticas.

Su voz era suave pero segura. Tenía el mismo efecto que una sonrisa, comprendiéndote tal como tú quieres que te comprendan, halagándote en la medida en que crees merecértelo y expresando una opinión siempre favorable sobre tu persona.

– Pues él nunca te mencionó. Yo creía que, a estas alturas, conocía a todo aquel que significaba algo en su vida.

De repente me sentí enojada con Ning.

Dong Yi se rió.

– Los compañeros de habitación no suelen ser importantes. ¿Quieres un poco de agua? Yo voy a beber un poco.

– Sí, si no es mucha molestia.

A diferencia de los estudiantes universitarios, que teníamos que amontonar los libros en la cama, a los licenciados se les proporcionaba espacio para una librería compartida. Dong Yi tomó dos tazas de su parte de la estantería; una cortina hecha en casa ocultaba los libros, papeles y recuerdos cuidadosamente alineados. Cuando se levantó para ir a buscar el hervidor de agua, inspeccioné su cama con la mirada. A diferencia de los desordenados catres tan frecuentes entre los estudiantes del sexo masculino, Dong Yi mantenía el suyo limpio y ordenado. Había dos libros apilados junto a la almohada. Una lámpara de lectura fijada a la cabecera iluminaba un gran calendario de pared; el retrato del mes de mayo era el de una joven actriz de próxima aparición.

– El agua está caliente. Acabo de traerla de la sala de calderas.

Dong Yi sirvió dos tazas de agua de su hervidor; el agua de Pekín tenía que hervirse antes de poder beberla. Tomé la taza y cuando nuestros dedos se rozaron se me aceleró el corazón.

Dong Yi era guapísimo. Tenía un rostro que parecía sacado directamente de una escultura de mármol del chino perfecto, combinando los pómulos altos del sur y la composición simétrica del norte. Sus labios eran carnosos y, lo mismo que sus ojos, capaces de pronunciar las intimidades más profundas.

– ¿Estás leyendo a Tolstoi? -le pregunté, a sabiendas de cuál sería su respuesta.

Dong Yi tomó el libro que tenía junto a la almohada.

– Sí. Me lo dio alguien. ¿Lo has leído? -preguntó con su tierna sonrisa y sus ojos curiosos.

Me pasó Ana Karenina. Abrí el libro por la página que estaba señalada. Ana iba en el tren de vuelta a San Petersburgo.

– Sí. Pero me gusta más Guerra y paz. Aunque es más sangrienta y el príncipe Andrei muere al final, la historia de amor no es tan triste como la de Ana Karenina. Es una historia de amor más esperanzadora que condenada al fracaso -dije.