– ¿Y qué pasa con la felicidad y el amor? Aunque a ti te den lo mismo, ¿es que ella no los merece?
– Tendrías que ver lo feliz que es cuando voy a casa. Le estoy muy agradecido, especialmente ahora que estoy lejos. Se ha portado bien conmigo y con mi familia durante tantos años… No sé, Wei. Tú eres joven. Tú piensas que el mundo es blanco y negro. En realidad no es así de simple cuando se trata del amor o la felicidad. ¿Podemos vivir felices aislados de la sociedad y de la familia?
Dong Yi sacó Ana Karenina de debajo de su almohada y lo abrió. Metió cuidadosamente mi carta dentro.
– ¿Podría quedarme con la carta, por favor?
– ¿Para qué, para poder pensar mal de mí?
– No, sólo para pensar en ti.
Cuanto más trataba de aliviar mi sufrimiento Dong Yi, más lloraba yo. Daba igual lo mucho que deseara ser fuerte, no podía dejar de llorar. Sus palabras habían penetrado en mi corazón y lo habían hecho sangrar. El dolor paralizaba mi cuerpo.
Después de abandonar su habitación, me desplomé en las escaleras de la entrada del edificio. No lo entendía.
¿Por qué tuve que toparme con él y con su triste sonrisa? ¿Por qué tuve que conocerle sólo para que pudiera romperme el corazón una y otra vez? Era una estrella, pero no brillaba para mí.
El viento azotaba el campus con nieve y un frío glacial. El lago que me dio esperanza, deseo y sueños, aquella vez me había proporcionado desesperación. Mi alma gemela había dicho: «No hay mucha esperanza para nosotros». Había llegado y se había marchado, desapareciendo de nuevo en la luz neblinosa, dejando mi corazón marcado para siempre con su nombre.
Capítulo 4: Matrimonio
«No se puede remediar, todas las flores se han marchitado… Lo único que puedo hacer ahora es pasear solo por el perfumado jardín.»
Ann Zhu, siglo ix
Había transcurrido un año desde que conocí a Dong Yi. Más o menos me había resignado al hecho de que, si quería seguir viendo a Dong Yi, debía enterrar mis verdaderos sentimientos y pensar que para él no era nada más que una buena amiga. De modo que veía con frecuencia a Ning y a Dong Yi juntos y, en nuestra última excursión antes de las vacaciones de verano, los tres habíamos decidido ir a dar un paseo en bote. Fuimos al Jardín del Bambú Púrpura, un parque situado en el centro de Pekín, famoso por sus lagos intercomunicados. El día era húmedo y gris; estuvimos deliberando si ir o no ir, pues se habían pronosticado lluvias. Al final decidimos ir porque tal vez no volviéramos a vernos durante todas las vacaciones estivales. Dong Yi, como era de suponer, iba a volver a Taiyuan. Yo pensé en viajar hasta el monte Huangshan, las Montañas Amarillas del sur.
Situadas en la zona más meridional de la provincia de Ann Hui, las Montañas Amarillas habían simbolizado durante mucho tiempo la magnificencia, la belleza y el misterio. Li Bai (701-762), el gran poeta de la dinastía Tang, escribió los siguientes versos:
A miles de pies de altura se alzan las Montañas Amarillas
Con sus treinta y dos magníficos picos
Que florecen como doradas Jlores de loto
Entre rojos peñascos y columnas de piedra
Las Montañas Amarillas eran las cimas más altas de las tierras bajas del Yangtsé y eran famosas por ser un lugar desde el que observar la salida del sol. Así pues, al igual que muchos chinos, hacía tiempo que uno de mis sueños era subir a lo alto de las montañas y contemplar cómo el sol se elevaba desde las llanuras de China central. Sin embargo, Ning no quiso revelar sus planes e insistió en que nos los contaría cuando estuviéramos en el bote.
Aquel día no había mucha gente alquilando barcas. Elegimos un bote blanco con bandas rojas cuya pintura era tan reciente que aún brillaba. A lo lejos, en la distancia, las barcas blancas eran como puntitos que salpicaban el horizonte. El lago estaba en calma, aunque nos daba la sensación de que las oscuras aguas ocultaban secretos. Un grupo de chavales de instituto pasaron remando junto a nosotros, cantándose los unos a los otros desde los cuatro botes que ocupaban.
Las olas siguen nuestros remos
Cielo azul y nubes blancas
Un mañana radiante
Nuestros corazones laten por un mañana radiante
Nos reímos. Recordé que cuando tenía su edad solía cantar la misma canción. ¡Qué entusiasmo y esperanza teníamos cuando estábamos listos para entrar en la universidad! Cada uno a su manera, los envidiábamos, sentíamos envidia de su despreocupada juventud, llena de ilusión y esperanza por la vida que se les presentaba.
De pronto, Ning se volvió hacia nosotros y dijo, cuando menos nos lo esperábamos:
– La semana pasada recibí una carta de la Universidad de Nuevo México. Al parecer alguien ha renunciado y han sacado mi nombre de la lista de espera. Me han dado una beca para estudiar en su programa de doctorado. No quería decir nada hasta que estuviéramos los tres juntos. Chicos, ¡he aceptado la oferta y en septiembre me marcho a Estados Unidos!
Nos miró con ojos brillantes, esperando.
– ¡Es fantástico! ¡Felicidades!
De repente, Dong Yi se movió hacia delante con las manos extendidas. El bote dio un bandazo, él se cayó encima de Ning y casi lo tira al agua. Yo también felicité a Ning y me acordé de lo que me había dicho cuando nos conocimos. Me alegré muchísimo al ver que una persona amable, generosa e inteligente como él obtenía un resultado tan maravilloso como aquél. También fue muy emocionante para mí presenciar la felicidad de mi querido amigo, la felicidad de un sueño convertido en realidad.
Pero, al mismo tiempo, tenía una profunda sensación de pérdida. No podía creer que Ning nos iba a dejar muy pronto para marcharse a un país del otro extremo del planeta y del que en realidad sabíamos muy poco. ¿Cuándo volvería a verlo? Tal vez nunca. Me puse a pensar también en Dong Yi. Sin Ning, ¿cómo iba a cambiar mi relación con Dong Yi?
– Vayamos a la orilla a por cacahuetes tostados y helado. Esto se merece una gran celebración -dijo Dong Yi con una sonrisa.
Durante los días siguientes, los tres permanecimos juntos y comimos más y más a cuenta de la celebración. Una noche tomamos sopa de wonton en un pequeño puesto de una calle cercana. Otra noche comimos Tian Ji Gou Zi, colines fritos con salsa picante y tortas de huevo. Por último, un día terriblemente caluroso tomamos fideos fríos coreanos en un pequeño restaurante.
Cuando terminamos de comer ya había oscurecido y al salir hacía una noche fresca y brillante en la que las estrellas titilaban en el cielo como diamantes. Me llegaba el aroma de jazmín desde el otro lado de las paredes de la universidad. Hablamos de ir juntos al lago, como habíamos hecho tantas otras veces.
– Lo siento -dijo Ning-. No puedo ir al lago con vosotros. Tengo que volver al laboratorio para terminar un experimento.
– ¿No puedes terminar el experimento mañana? Es una pena, hace una noche realmente hermosa -le supliqué con dulzura.
– No. Se lo prometí a mi tutor. Está esperando el resultado -explicó Ning al tiempo que se movía de un lado a otro.
De modo que Dong Yi y yo nos despedimos de Ning y emprendimos nuestro camino entrando por la puerta sur hacia el lago Weiming.
La luna llena se cernía sobre la pagoda, como si alguien hubiera colgado un gigantesco farolillo blanco. Era una noche apacible, apenas hacía viento, aunque de vez en cuando unas suaves ondas afloraban desde alguna parte y desdibujaban el reflejo de la luna perfecta. En lo más profundo del bosque, el canto de los grillos era intenso. Había unas cuantas farolas repartidas alrededor del lago.
Nos alejamos del camino principal y bajamos hacia el lago mientras buscábamos algún lugar donde sentarnos. La mayoría de los bancos que había en el lago estaban bajo sauces llorones que se inclinaban sobre ellos o detrás de arbustos que llegaban a la altura de la cintura, lugares que, al abrigo de la oscuridad, eran los más privados del campus.