Hablaba con total naturalidad, como si hubiera contado la misma historia tantas veces que ya no le afectaba. Probablemente le había hecho daño, pero dudaba que hubiera dejado de herirle. Una vez mi médico me explicó que nuestra tolerancia al dolor aumenta si estamos expuestos a él el tiempo suficiente. Sencillamente, nos acostumbramos a él. Pero en el caso de Chen Li sólo habían pasado unas semanas.
– Me ha sorprendido verte. Pensaba que todo el mundo se había ido menos yo.
– Me fui y luego volví. Bueno, es una larga historia. No voy aburrirte con ella. Pero me marcho otra vez, y en esta ocasión para bien. Me voy a Estados Unidos.
En cuanto pronuncié la palabra «Estados Unidos» me odié. Me sentí fatal, tan mal como cuando tenía catorce años y mi vecina me dijo que se habían comprado un televisor -el primero en todo el bloque-, pero no me invitó a verlo.
– Felicidades, Wei -dijo Chen Li con una amplia sonrisa-. Siempre supe que lo conseguirías. Eres de esa clase de personas que logra todo lo que quieren. Te lo mereces.
Sabía que todas y cada una de sus palabras iban en serio. Pero me pregunté si de verdad me lo merecía.
Chen Li no se hacía ilusiones sobre su futuro.
– La zona económica especial ya no me quiere, soy un lisiado y un tipo políticamente indeseable. ¿Recuerdas el cartel que escribí? Ya no me importa mucho el futuro en particular. Pero no soporto pensar en lo deshechos que se quedarán mis padres cuando se enteren.
«Éste es Chen Li -pensé-, siempre pensando en los demás, nunca en él mismo. Si alguien se merecía un futuro brillante, tenía que haber sido él. La vida no es justa.» Entonces recordé la voz de Dong Yi diciendo: «Nadie ha dicho nunca que lo fuera».
Antes de irme, fui a la tienda del campus y compré muchos helados y coca-cola. Quería hacer algo por Chen Li, aunque pareciera bastante trivial o de lo más estúpido.
Aquella tarde llovió mucho. Sentada frente a la ventana, contemplaba cómo caía la lluvia. Mi pensamiento regresó a los despreocupados días que había pasado con Chen Li, paseando por los verdes senderos del campus o sorbiendo café en el Spoon Garden Bar. También pensé en el día que marchamos hombro con hombro hacia la plaza de Tiananmen. Mientras miraba la lluvia, oí dos voces en mi interior: una que me decía que fuese a ver a Chen Li y lo ayudara y otra que me decía exactamente lo contrario. ¿Podría soportar verme de nuevo y que le recordara las alegrías del pasado o la pérdida de su futuro?
Lo dudaba. No lo sabía, pero lo dudaba.
Cada día llegaban noticias de más acciones, arrestos y nuevos programas para identificar y acabar con los participantes en el «movimiento anarquista». Se exigía a estudiantes y profesorado que reflexionaran sobre sus ideas y sus actos y que denunciaran a otros participantes. La universidad de mi madre la identificó como simpatizante de los estudiantes y la criticó por ello. Además de tener que hacer autocrítica una y otra vez en varias reuniones de profesores que siguieron, ya no se le permitió ejercer la docencia con alumnos a su cargo. Mi madre quedó deshecha. La enseñanza había sido el sueño de toda su vida. Cuando en 1977 se restablecieron las universidades, mi madre renunció a su bien remunerado y muy envidiado puesto en el Departamento de Asuntos Exteriores para convertirse en profesora universitaria. Todos sus amigos le habían aconsejado que no diera ese paso. Pero ella estaba cansada de las luchas políticas que habían sido una característica habitual en su trabajo. «La enseñanza es la mejor de las profesiones -recuerdo que me decía-. No envejeces tan rápido como en el departamento porque siempre estás con mentes jóvenes y puras.» Pero la tensión de la autocrítica y la desilusión de no poder supervisar a los alumnos, con el tiempo llevaron a mi madre a jubilarse anticipadamente. Su trabajo soñado había perdido mucho de su encanto.
Algunos organismos, incluidas -aunque no sólo ellas- la Escuela Central del Partido, que preparaba a prometedores miembros del Partido para desempeñar puestos de importancia en el gobierno, y la Liga de Juventudes del Partido en Pekín, se negaron a acepar a licenciados de la Universidad de Pekín aunque se les hubiera asignado un puesto allí. Una medida semejante destruyó prácticamente la posibilidad de cualquier futuro sensato para aquellos jóvenes estudiantes. También llegaron noticias acerca de alumnos de Pekín que, en provincias, habían sido víctimas de palizas a manos de matones locales, y la gente empezó a temer que los castigos y las detenciones se extenderían más allá de los participantes clave del Movimiento. Proliferaban los rumores sobre a quién iban a detener: al igual que los millones de personas que habían vivido la Revolución Cultural, mis padres conocían demasiado bien el horror de la venganza política y estaban muy preocupados por mí.
Un día fui a la oficina de billetes de Air China para ver si podía tomar un vuelo anterior hacia Estados Unidos. Algunos de mis amigos habían abandonado China antes de lo que tenían previsto y me aconsejaron que hiciera lo mismo. Regresé y le dije a Eimin que salía hacia Nueva York al día siguiente. Después, me fui a casa con mis padres.
Aquella tarde, en la sala del apartamento de mis padres, hicimos el equipaje para mi larga marcha. Mis padres me habían comprado dos maletas nuevas para el viaje. Fue mi padre el que lo empaquetó casi todo mientras intentaba meter todo lo posible en las maletas: libros, ropa para todas las estaciones, toallas, mantas, cuencos para la sopa, cucharas, palillos… Mamá corría de un lado a otro y le daba las cosas, no sin detenerse de vez en cuando para decir: «¿Necesita esto?» o «No lo coloques todo tan apretado, pesará demasiado y no lo va a poder llevar».
Mi hermana nos ayudó con el equipaje durante las dos primeras horas y luego se fue a la cama.
– Te veré mañana por la mañana -dijo al darme las buenas noches.
Mis padres no me preguntaron cuánto tiempo estaría fuera, aunque sabía tan bien como ellos que podrían pasar años antes de que los volviera a ver. Todavía estábamos revisando y guardando las cosas cuando la tarde se convirtió en noche y cuando la noche se convirtió en primera hora del amanecer. Mis padres me dijeron que me fuera a la cama.
– Duerme bien, tienes que hacer un largo viaje. Nosotros terminaremos de hacerte el equipaje.
Entonces, con gran solemnidad, me dieron cuarenta dólares.
– Tu padre escribió a tu tío en Hong Kong cuando te dieron la beca y le preguntó si podía pedirle prestado este dinero. Debes tener un poco de dinero en efectivo cuando llegues allí. Asegúrate de ponerlo a buen recaudo y no olvides devolverlo en cuanto puedas
Tenía el cheque de Ning por valor de mil dólares, pero no era dinero en efectivo y tampoco estaba segura de si utilizarlo o no. Tomé el dinero y les di las gracias a mis padres. En aquel momento me di cuenta de que habían encanecido en cuestión de pocos meses. En sus miradas vi el amor que se profesaban el uno al otro y el que sentían por sus hijas, y las penurias y preocupaciones qué habían soportado por mí durante los últimos veintitrés años. Eran sentimientos no expresados, pero intensos. Ahora que los dejaba para marcharme a un nuevo mundo del que ni ellos ni yo sabíamos mucho, por lo que daba la sensación de que se hallaba tan lejos como el borde del cielo, me preguntaba hasta qué punto continuaría siendo una carga para mis progenitores.
El 2 de agosto de 1989, mis padres, mi hermana, Eimin y yo llegamos al Aeropuerto Internacional de Pekín. Puesto que a la zona de facturación sólo se permitía la entrada a los pasajeros, nos despedimos en el vestíbulo de salidas.
Eimin fue el primero en decirme adiós.
– Llámame a la oficina en cuanto llegues -pidió.