– Por supuesto. Empezaré de inmediato con el papeleo para que puedas reunirte allí conmigo.
– Bien.
– Cuídate y escribe a menudo -dijo mi padre.
– Tú escribe a papá y mamá, ellos me harán saber cómo te va -me dijo mi hermana-. Yo puedo leer las cartas cuando venga a casa durante las vacaciones.
Mi madre, que durante los últimos días había conseguido controlar sus emociones para que no afectaran a las mías, en aquellos momentos temblaba visiblemente. Parecía como si se acabara de dar cuenta de que sólo disponía de unos minutos para decirme todo lo que quería y que deseaba darme el amor de toda una vida. Empezó a hablar acerca de cómo me las arreglaría en un nuevo país y con una nueva forma de vida.
– Ten cuidado, no salgas sola por la noche. En Estados Unidos hay mucha delincuencia… Si no te gusta estar allí, vuelve a casa… La hermana de Xiao Xiao también está estudiando en la misma universidad. ¿Recuerdas que te he dado su número de teléfono? Llama en cuanto llegues… No te pierdas en el aeropuerto…
– No te preocupes, mamá, todo va a ir bien -intenté tranquilizarla, aunque en el fondo no tenía ni idea de cómo iba a ser mi vida a partir de aquel momento.
– Ahora será mejor que te vayas -me indicó papá, y me hizo un gesto con la cabeza; me di cuenta de que estaba más preocupado por mi madre.
– Adiós, cariño.
Mamá me abrazó. Volvió la cabeza para que no viera sus lágrimas.
Abracé a mi hermana y a Eimin, le estreché la mano a mi padre y les dije adiós. Atravesé la puerta de la mampara de cristal que separaba a los que se iban de los que se quedaban. En cuanto facturé, llevé las maletas por una puerta en la que ponía «punto sin retorno» hacia la cinta transportadora. Luego regresé a la puerta y vi que mi familia seguía en el mismo lugar; los saludé con la mano y una amplia sonrisa y ellos me devolvieron el saludo.
Cuando ve di la vuelta, las lágrimas me corrían por las mejillas. Seguí adelante, alejándome de mi marido, de mis padres que envejecían, que me habían criado tanto en las duras como en las maduras, y alejándome de mi hermana menor, a la que quería pero de quien tenía la impresión de no conocer realmente, puesto que yo me había ido al internado cuando ella tan sólo tenía nueve años.
Seguí andando, alejándome del único país que había conocido y de la única vida que había tenido. Estaba a punto de hacer el primer viaje en avión de mi vida y lo único en lo que podía pensar era que, a partir de entonces, mis días estarían llenos de sueños, de soledad y añoranza.
Capítulo 20: Estados Unidos
«El destino llega, no puede buscarse.»
Zhang Joling, siglo vii
Al cabo de dos días me encontraba en el campus de la Universidad de William y Mary, en Virginia, con la misma sensación que si acabara de entrar en algún sitio tan vasto y tranquilo como el cielo vespertino de una noche de pleno verano. Delante de mí, unas extensiones de césped recién cortado se sucedían sin interrupción hacia una línea de delicados edificios de ladrillo rojo de dos pisos. Acababan de regar el césped y las gotas de agua relucían bajo la luz del sol sobre la hierba verde y húmeda.
Ningún muro rodeaba el campus. Nadie miraba por encima de mis hombros o escuchaba a escondidas mi conversación. No circulaban mortíferos cuchicheos. De haber gritado, no habría habido eco. Si hubiese alzado las manos y hubiera empezado a bailar por el césped, allí no habría habido miradas que me juzgaran. Al fin era libre.
Había llegado inesperadamente pronto para el año académico que iba a empezar, de modo que el presidente de mi departamento, el profesor Herbert, y su esposa me recibieron en su casa mientras esperaba a que se abrieran las residencias para los alumnos de posgrado, dos semanas más tarde. Los Herbert vivían en una vieja casa marrón enclavada en lo profundo del bosque; unos groselleros silvestres crecían a lo largo del camino de entrada. La señora Herbert era una amable mujer de alrededor de cincuenta y cinco años que en su cálida cocina hacía guisos y preparaba lo que para mí eran nuevos manjares occidentales. Después de cenar, el profesor Herbert solía subir a su estudio para finalizar cualquier trabajo que quedara del día. La señora Herbert y yo quitábamos la mesa, cargábamos el lavavajillas y luego nos sentábamos en la mesa del comedor para hablar de nuestras vidas. Ella era la que más hablaba; me enseñaba fotografías de sus hijos y me contaba historias de su niñez y de sus visitas a su hijo y su hija, entonces ya mayores. Yo no entendía casi nada de lo que me explicaba, a excepción de unas pocas palabras como «hija», «trabajo», «Washington DC», «novio» y «coche deportivo». La mayor parte del tiempo me limitaba a sonreír. Le enseñé el puñado de fotografías de la familia que llevaba conmigo e intentaba explicarle, con gran dificultad, quiénes eran y cómo se ganaban la vida. Cuando no encontraba las palabras adecuadas, lo intentaba con gestos.
Después de nuestra charla, yo me dirigía al primer piso, a la antigua habitación de su hija, donde dormía. Las fotografías de su hija adolescente y sus amigos que veía en las paredes me mostraban la infinita libertad y belleza con las que aquélla había crecido y, aunque era agradable verlas, a menudo me hacían sentir terriblemente sola. A cada momento se me recordaba, de forma inequívoca, que me encontraba en un país extranjero respecto al cual no tenía una verdadera comprensión; todo cuanto me había imaginado resultaba ser por completo inadecuado o erróneo. Pero la amabilidad de la señora Herbert me recordaba a mi madre, muy parecida a ella en cuanto a edad y ternura. En mi mente aún veía el pequeño apartamento de mis padres y sentía el amor que rebosaba en aquel minúsculo lugar. Esparcí las fotografías de mi familia que le había enseñado a la señora Herbert y lloré. Echaba de menos mi hogar y quería volver. Me sentía como si fuera un recién nacido que deseara regresar al calor, la seguridad y la nutrición que le proporcionaba el útero materno.
Escribí muchas cartas durante aquellos días: a mis padres diciéndoles que quería volver a casa y a mi marido Eimin rogándole que viniera a Estados Unidos lo antes posible. Durante aquellas largas tardes también pensé en Dong Yi y me preguntaba dónde estaría. A veces me lo imaginaba en su felicidad doméstica preparándose para la llegada de su primer hijo, mientras que otras veces temía cosas horribles. Me acordé de la visita que una vez hice a una prisión, dos años antes, cuando estaba escribiendo un artículo sobre psicología criminal para el periódico de la universidad. Cuando llegamos, los presos se alinearon en el patio y entonaron canciones revolucionarias. Los internos a quienes entrevistamos nos contaron cuánto se habían beneficiado de los trabajos forzados y lo mucho que habían aprendido gracias a ellos. Dijeron que se habían arrepentido de sus delitos contra el pueblo y que querían pagar su deuda con la sociedad trabajando duro. Me imaginé a Dong Yi como uno de ellos, vestido con unas ropas carcelarias que no eran de su medida y con el cráneo rapado. Me asusté de mis propios pensamientos.
Le escribí y en el sobre anoté la dirección del departamento de física de la Universidad de Pekín, el único lugar que se me ocurrió para enviar la carta. Le conté lo de mi matrimonio con Eimin, explicándole que para mí era el único paso posible, como ambos sabíamos, y lo mejor para todo el mundo.
«Con frecuencia no podemos conseguir lo que queremos en la vida, pero al menos sé que alguien me quiere. Ser querida es siempre mejor que estar sola, y mucho más ahora que llevo una existencia solitaria en Estados Unidos -le decía en la carta-. Pero lo que lamento, sobre todo ahora que estoy a miles de kilómetros de distancia y no sé cuándo volveremos a vernos algún día, ni siquiera si lo haremos, es no haberte contado antes la verdad. El tiempo siempre seguía pasando cuando necesitábamos que se detuviera y ahora parece haberse detenido, pero tú no estás aquí para escuchar. Tengo la sensación de haberte engañado y mentido, aunque nunca fue mi intención hacerlo. ¿Podrás perdonarme? Espero que sí. De nada sirve que ninguno de nosotros culpe al otro por las cosas que hicimos y que no hicimos.»