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Pero no recibí respuesta. Al cabo de dos meses volví a escribir. Dong Yi no me contestó nunca. Mientras tanto, la vida transcurría con rapidez. En mi clase sólo había ocho chicas, de manera que estudiábamos juntas, nos divertíamos juntas, viajábamos juntas para asistir a conferencias, como hermanas. Mi inglés mejoró rápidamente y pronto pude dejar de grabar las clases. Asistí a mi primera fiesta de Halloween a finales de octubre, vestida con un disfraz de gato que me prestó Ellen, mi compañera de habitación, y bailé con mis muchos amigos. Al mes siguiente, Ellen me invitó a pasar el día de Acción de Gracias en casa de sus padres, en Washington DC.

Así pues, cuando el primer trimestre tocaba a su fin y las Navidades estaban a la vuelta de la esquina, me encontraba entre un montón de amigos agradables y ya no me sentía sola. El hecho de haber sobrevivido a mis primeros seis meses en Estados Unidos también me ayudó a descubrir una fuerza interior que ignoraba que poseía. Me di cuenta de que podía valerme por mí misma y de que no necesitaba a nadie que me rescatara o protegiese. Dicho discernimiento me abrió los ojos y por primera vez vi lo que en realidad me llevó a casarme con Eimin: había tenido miedo, como siempre, de estar sola, sobre todo con la perspectiva de un mundo desconocido y peligroso en el extranjero. También me asustaba el rechazo; durante mucho tiempo había llevado una vida aislada y solitaria y sabía lo que era eso. Pero ahora escudriñaba en mi corazón y no encontraba el amor que antes sintiera por Eimin. Tal vez nunca lo había sentido, tal vez lo había confundido con otra cosa, como la confianza que me inspiraba el hecho de que él estuviera siempre allí y no me fallase nunca. Aquéllas eran las virtudes de Eimin, que yo había considerado la base de nuestro amor, pero entonces me di cuenta de que no eran sino sucedáneos.

De modo que cuando Eimin llamó un día para decir que el papeleo -que yo le había enviado durante mi primer mes en Estados Unidos- ya estaba listo y que llegaría justo a tiempo para Navidad, sentí pánico. Quería disponer de más tiempo para considerar las cosas con detenimiento y tomar una decisión. Me sorprendió la manera en que los acontecimientos se habían precipitado de pronto, como si Eimin se hubiese dado cuenta de que debía actuar con rapidez. En las últimas cartas le había insinuado que mis sentimientos hacia él habían cambiado, pero sabiendo lo mucho que deseaba marcharse de China, no me pareció bien impedir su viaje. «Al menos eso se lo merecía -me dije-. Me culpo por este matrimonio, que cada vez parece un error más grande.» Era joven y estaba confusa.

Pero no quería verle, todavía no, no antes de saber lo que le diría. De modo que, mientras tanto, le pedí que se alojara en casa de uno de sus muchos amigos que habían llegado a Estados Unidos vía Inglaterra. Con la certeza de que era una petición bastante razonable y siendo Eimin una persona muy sensata, no hice ningún preparativo para su llegada, por lo que me pilló totalmente de sorpresa cuando apareció en el departamento con su equipaje.

Aquella noche, cuando Ellen ya se había acostado, tuvimos una gran pelea.

– ¿Cómo se te pudo ocurrir pedirme que fuera a casa de un amigo? ¿Qué iban a decir? -exclamó Eimin.

– ¡No sabía que te preocuparan tanto las apariencias! -repliqué con acritud.

– ¿Qué quieres, volver a casarte? ¿Te has enamorado de alguien aquí? -inquirió mirándome fijamente.

– No.

No tenía tiempo para pensar detenidamente qué quería. Lo único que pedía era un poco de tiempo, pero él no estaba dispuesto a dármelo. Me di cuenta de que ya no se podía hacer otra cosa que encontrar un apartamento pequeño para los dos y estirar los seiscientos dólares mensuales a que ascendía mi beca. Eimin había venido como persona a mi cargo; no se podía hacer nada hasta que no encontrara trabajo.

De modo que dejé de discutir. No sé si Eimin creyó que ya había pasado la crisis o si sencillamente optó por hacerle caso omiso, pero en seguida se puso de excelente humor mientras hacíamos planes para pasar la Navidad en Boston. Eran las primeras Navidades de mi vida. Quedé fascinada con las luces que iluminaban la ciudad y me sentí perdida en la abarrotada zona comercial del centro. Había nieve por todas partes y también gente que cantaba villancicos. Tenía la sensación de haber llegado a un paraíso.

Nos quedamos en casa de Wang Baoyuan, un amigo de Eimin que estaba en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Por la noche, otros amigos, todos ellos varones de más o menos la misma edad que Eimin, acudieron al apartamento de renta limitada en un piso elevado sobre el río Charles.

– Sí, está aquí, en Estados Unidos -gritó Wang Baoyuan al teléfono-. ¿Cuándo podéis venir? Venid en seguida, conoceréis también a su guapa y joven esposa.

Vinieron, bebieron cerveza, fumaron, rieron, gritaron, sintieron calor y abrieron las ventanas. Hablaron de los viejos tiempos, de viejos amigos y conocidos. Hablaron mucho sobre el matrimonio y las mujeres, en particular de las mujeres chinas que vivían en Estados Unidos. Eran el mismo tipo de personas que Eimin, que había vivido la dureza de la Revolución Cultural. Habían sido muy reservados en el Reino Unido y Estados Unidos, pero se enorgullecían de saber mucho sobre la cultura occidental y les encantaba compartir conmigo sus ideas sobre su nuevo país. A pesar de haber vivido muchos años en el extranjero, eran hombres chinos tradicionales y se aferraban a sus valores del pasado. Eimin pertenecía a ese grupo de hombres y en seguida me di cuenta de que era un chino mucho más tradicional de lo que yo nunca había sido como mujer china. Tuve plena conciencia de lo poco que conocía al hombre con quien me había casado.

Aquella noche, cada vez que miré a Eimin lo vi con una sonrisa de triunfo. Sus amigos, muchos de los cuales seguían solteros, lo envidiaban. Me acordé de que, en una de las raras ocasiones en las que se sinceraba, me contó que cuando terminó el posgrado en la Universidad de Edimburgo había intentado, sin éxito, encontrar trabajo en el Reino Unido o en Estados Unidos. Se sentía inferior porque, a diferencia de la mayoría de sus amigos, no había conseguido quedarse en Occidente. Pero ahora todo había cambiado.

Al mirar a Eimin, las palabras de Dong Yi volvieron a mi pensamiento: «Eimin no es tu felicidad».

¿Por qué había tardado tanto en darme cuenta?

Cuando todo el mundo se hubo marchado, Eimin y yo nos sentamos en el suelo con nuestro anfitrión y vimos unas cintas de vídeo con reportajes de los informativos occidentales sobre la masacre de Tiananmen.

– En China no hay oportunidad de ver nada de esto -dijo Wang Baoyuan en tono confidencial.

En Pekín había oído hablar de la matanza. Mis amigos y testigos presenciales me lo habían contado. Pero no había visto ninguna imagen de las muertes tal como ocurrieron realmente: los cuerpos aplastados y las calles ensangrentadas llenas de cadáveres. No vi aquellas imágenes hasta que llegué a Estados Unidos; y hablaban del horror y el dolor de un modo tan profundo que lloré igual que había llorado la primera vez que oí hablar de la carnicería que se produjo la fresca mañana del 4 de junio, cuando escuché el relato del acongojado doctor y vi cómo bajaban del camión el cadáver del estudiante o cuando cogí el casquillo de bala de la mano de Dong Yi. Desde entonces había visto con frecuencia las famosas secuencias del joven que se cruza una y otra vez en el camino de la fila de tanques. Y siempre que las veía pensaba en Chen Li y en lo que le había ocurrido.

– ¿Vosotros participasteis? -preguntó Wang Baoyuan.

– Sí, claro -respondió Eimin con orgullo-. Fuimos muchas veces a la plaza.