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Le di unas palmaditas en el hombro y me fui a mi habitación. Sólo entonces vi a mi padre, de pie en la oscura cocina, silencioso, con rostro inexpresivo.

Cerré la puerta detrás de mí. Estaba triste y enojada. Quería volver volando al otro lado del océano donde mi vida era libre.

Fuera caía la noche. Tumbada en la cama con las manos cruzadas detrás de la nuca, me pregunté por qué Yang Tao había venido aquel día. Durante ocho años no había querido tener nada que ver con él. Tenía que saberlo, pues mis padres se lo decían cada vez que iba a verlos. El collar de oro que regaló cuando vino a pedirme que me quedara en China todavía estaba en la librería del salón.

Pensé en mis diarios. Llevé un diario desde que cumplí los dieciséis años hasta que dejé la universidad. Seis años de mi vida, todos mis pensamientos y emociones personales estaban detallados en aquellos diarios. La idea de que estuvieran en manos de Yang Tao me ponía enferma.

Mi padre llamó a la puerta para avisar que la cena estaba lista. Corrí la cortina y me miré en el espejito del escritorio; mis ojos ardían de ira y furia. Veía el rastro de mis lágrimas, de modo que me limpié la cara con las manos y me aparté el pelo suelto de la cara.

Mis padres me esperaban sentados a la mesa. Eran ancianos y estaban preocupados. Me senté y les dije:

– Olvidaos de esos diarios. No los quiero en absoluto.

Ya les había causado bastantes problemas. ¿De qué les servía a ellos -y de qué me servía a mí- mi antigua vida?

Capítulo 22: La prima

«Es mejor no perseguir un pasado que ya se ha perdido.»

Zhang Liangnang, siglo ix

Cenamos en silencio, aparte de un «pásame la salsa de chile» o «la tetera, por favor» de vez en cuando. Me había olvidado de los momentos silenciosos como aquél, tan típicos de la vida china. Se suponía que mi regreso a casa tenía que ser motivo de felicidad; como en el antiguo dicho, «volviendo a casa con ropa espléndida» tenía que reportar alegría y orgullo a mis avejentados padres. Pero también había traído conmigo los fantasmas del pasado.

Después de cenar fui directa a mi habitación para preparar la clase del día siguiente. Cuando ya terminaba, entró mi madre y dejó un pedazo de papel en el escritorio.

– La prima de Dong Yi, Hu Anan, está en Pekín -dijo-. Aquí tienes su número de teléfono, por si te interesa.

Mi madre habló deprisa y sin sentimiento, como si fuera algo tan simple o insignificante como el número de teléfono de la tintorería o la hora a la que llegaría el taxi por la mañana para llevarme a la Universidad Popular.

No oí a mi madre cuando se fue ni vi cerrarse la puerta tras ella. Me encontraba en un espacio para mí sola, encapsulada. Delante de mí, encima del escritorio, estaba la llave para atravesar aquel espacio, para atravesar las paredes de la cápsula e ir hacia él y hacia la parte de mi pasado que, una vez más, resucitaba vividamente en mi memoria.

¿Cuáles eran las intenciones de mi madre? Había llamado a Yang Tao por lo de mis diarios y luego me había dado el número de teléfono de la prima de Dong Yi. Pensé en ello un rato y comprendí que, durante todos aquellos años, ella había sido la guardiana de la parte de mi vida que había dejado atrás allí. Quizá había esperado año tras año a que regresara para poderme facilitar los pocos cabos sueltos y decirme: «Todavía están todos aquí». Mi antigua vida era todo lo que mis padres tenían. Habían encontrado las piezas que faltaban y reparaban lo que estaba gastado. No podían hacer gran cosa por mí en mi nueva existencia, de modo que les dio por arreglar la que había dejado atrás.

A medida que se iba acercando el aniversario del 4 de junio, la creciente tensión se hizo palpable. Los guardias que había en la Universidad de Pekín paraban e interrogaban a más gente en las entradas y, para impedir cualquier intento de conmemorar el aniversario, el gobierno empezó de nuevo con las detenciones de cada año de activistas durante el período del 4 de junio. Se prohibieron todo tipo de reuniones públicas, se incrementaron las medidas de seguridad en la plaza de Tiananmen y la gente no podía acercarse. En la mayoría de periódicos, tales como el Diario del Pueblo, el Diario de Pekín y el Diario de la Juventud de Pekín, aparecieron artículos que condenaban el Movimiento Democrático Estudiantil de 1989. En público, la gente tenía más cuidado con lo que decía. Por consiguiente, no era de extrañar la sensación de tensión nerviosa en las calles cuando fui al restaurante para encontrarme con Hu Anan.

Resultaba que mi madre se la había encontrado por casualidad, hacía un año, en casa de un amigo y compañero de trabajo que era editor de prensa en Pekín. Hu Anan era su ayudante personal. Pasaron unos días y no me decidía a llamarla, no estaba segura de que fuera una buena idea hacer una incursión en el pasado. «Quizá sea mejor dejarlo correr», pensé, temiendo el dolor y la angustia que aquello podía provocar. Pero la indecisión quedó descartada al fin, vencida por el intenso deseo de saber lo que le había ocurrido a él durante todos aquellos años. Aquel número telefónico era una oportunidad que me brindaba el destino, igual que me había quitado otra hacía algunos años. No podía darle la espalda, no importaba lo mucho que intentara convencerme de lo contrario. Volví a recordar la noche sin luna en el lago Weiming. De nuevo oí el tictac del paso del tiempo. Mi estancia en China iba a ser corta; pronto tendría que viajar hasta el otro lado del océano, de vuelta a mi nueva vida. De modo que la llamé.

Hu Anan se parecía muy poco a Dong Yi. Era baja y fornida y había heredado algunos de los rasgos familiares, pero, lamentablemente, dichos rasgos se habían dispuesto de tal manera que su rostro no resultaba nada agraciado. Aunque había estado trabajando en Pekín durante casi diez años, parecía sentirse incómoda en su ciudad adoptiva. Sólo demostró confianza cuando entramos en el restaurante que había elegido para nuestro encuentro, un pequeño pero auténtico restaurante cantones enclavado en un callejón detrás de un gran hotel. Por lo visto, el establecimiento era un lugar de encuentro de cantoneses que vivían en Pekín, puesto que casi todos los clientes y miembros del personal hablaban en cantones. Al momento tuve la sensación de haber penetrado en un mundo extraño. No entendía nada. En China hay más de cuarenta dialectos distintos, la mayoría de ellos, incluido el cantones, ininteligibles para alguien que, como yo, habla mandarín. Por suerte, debido a la unificación de China, compartimos el mismo idioma escrito y podemos comunicarnos con la escritura si es necesario.

Pero hay ocasiones en que incluso las palabras escritas pueden carecer de sentido, como las que había en el menú que me facilitaron. Lo único que podía hacer era imaginarme lo que habría en algunos de los platos que tenían nombres como «Perla en palma», «Dragón con abrigo de Fénix», «Cruje dos veces en aceite» y «Cadáver vuelto a la vida». La lista incluía más de un centenar de platos. Al ver que tenía dificultades con la carta, la prima se ofreció a elegir el menú.

– Por cierto, ¿te gustan las serpientes?

– Les tengo pánico.

– Entonces, no te muevas. Hay una justo detrás de ti.

Los pelos de la nuca se me erizaron. Me quedé inmóvil.

Momentos más tarde, la prima dijo:

– Ya está. Ya se la lleva el encargado.

Un hombre pasó junto a nuestra mesa con una bolsa de plástico. Algo se movía en su interior.

– Es costumbre que los clientes den el visto bueno a la serpiente antes de que la cocinen.

Sabía que la serpiente era un manjar en la cocina cantonesa, pero ignoraba que llevaran los animales vivos a la mesa, como si de botellas de vino se tratara, para que el cliente diera su aprobación.

Estuve intranquila durante el resto de la comida, y cada vez que pasaba alguien con una bolsa de plástico me daba un vuelco el corazón.