Выбрать главу

Dong Yi se dio la vuelta y también se apoyó en el puente. Debajo de nosotros, la luna parecía más real que la que había en el cielo.

– Supongo que sí -replicó en voz baja.

Ambos nos volvimos al mismo tiempo para mirarnos. Nuestros rostros estaban tan cerca que notaba el aliento de Dong Yi. La luna iluminaba su cara. Había algo en su mirada que me hacía estar segura de que el anhelo que yo tenía -de que se inclinara hacia delante, me abrazara, me susurrara palabras de amor, quizá incluso de que me besara- ardía en su interior tanto como lo hacía en el mío.

Entonces dio un paso atrás. Una ligera brisa alteró el reflejo de la luna y continuamos andando. Empecé a notar el peso de la bolsa con los libros y me la pasé al otro hombro.

– ¿Has escrito algún poema nuevo últimamente? -me preguntó.

– Sí. De hecho, ayer mismo terminé uno.

– ¿Lo tienes aquí, puedo leerlo?

– Bueno…, no estoy segura…, podría ser que no te gustara nada.

– No seas tonta. Me encantan tus poemas. Pienso sinceramente que deberías pensar en publicarlos. Quizá presentar algunos a una revista, ¿no? Yo no sé mucho de poesía, pero creo que tienes talento para las palabras.

– No sé, tengo una gama muy limitada. Todo lo que escribo es sobre el amor y la pérdida. A veces me pregunto si llegarán a interesarle a alguien.

– A todo el mundo. ¿Qué otras cosas hay en la vida aparte del amor, la felicidad, la pérdida y el dolor? No muchas, me parece a mí. Vamos, enséñamelo, por favor.

Le di el pedazo de papel en el que había escrito mi último poema. Nos quedamos debajo de una farola para que pudiera leerlo. Yo seguí sus ojos, que avanzaban por la página, y aguardé con nerviosismo su reacción. Me pregunté si sabía que escribía pensando en él.

A su paso por una ventana que da al sur

El sol esparce innumerables sombras

Junto a tu cama

Flor del limero que el viento perfuma

¿Te hace pensar en mí?

¿Igual que yo no puedo evitar pensar en ti?

– Es muy bueno, Wei. Mándalo al concurso literario. Estoy seguro de que ganarás -dijo con entusiasmo.

Alguien empezó a tocar la guitarra en la barca de piedra que había cerca de la pequeña isla del centro del lago. El canto de un ruiseñor resonó desde la colina de enfrente.

La luna había ascendido en el cielo por encima de la pagoda. La noche era apacible y cálida, como las manos de Dong Yi. Ojalá no hubiésemos estado andando junto al lago sino entre los que se esconden en la oscuridad, en algún lugar colina arriba, en los bancos bajo los álamos temblones. Ojalá él hubiera leído el poema no como crítico o amigo, sino como enamorado. Ojalá…

De repente, una luz brillante iluminó la oscuridad del bosque. Una joven volvió el rostro hacia la luz como un ciervo ante los faros de un automóvil. Estaba tumbada sobre el regazo de su novio. La mujer se sentó inmediatamente y trató de apartar la cara del haz de luz.

– ¿Qué estáis haciendo aquí arriba? -gritó el guardia de seguridad sin dejar de enfocar a la pareja con la linterna-. ¿Cómo os llamáis? ¿En qué departamento estáis?

La joven pareja se quedó allí sentada como si fueran estatuas y no respondieron.

– Déjelos, por favor. No son más que niños que tratan de estar juntos -dijo Dong Yi.

El guarda apuntó a Dong Yi con la linterna. Él levantó la mano y apartó la cara.

– Esto es un campus, no un sucio burdel. Tenemos la obligación de mantener limpia nuestra universidad -replicó el guarda, y volvió a dirigir la linterna hacia el bosque. El banco estaba vacío.

Se acercó a nosotros y continuó hablando:

– No sabéis cuántas actividades delictivas descubrimos aquí, en el lago. El otro día, sin ir más lejos, pillamos a una pareja ahí arriba haciendo, bueno, ya sabéis qué. Pronto veréis sus nombres anunciados en carteles. Ambos recibieron amonestaciones oficiales por indecencia. Esto va a quedar en sus expedientes para siempre. Lo tienen bien merecido. La gente tendría que ser más como vosotros dos: paseando, hablando y conociéndose uno a otro, nada más.

Siguió su camino, enfocando aquí y allí con la linterna, manteniendo limpio el campus.

Perdimos el interés por encontrar un banco y nos marchamos del lago en seguida, manteniendo cierta distancia entre nosotros al andar.

Dong Yi regresó a Taiyuan y yo, tal como tenía planeado, me fui de excursión a las Montañas Amarillas con mi amiga Qing, que para entonces estudiaba en la Universidad Agrícola de Pekín.

Tanto a Qing como a mí nos encantaba viajar. En aquella época el turismo aún no se había desarrollado en China y viajar con mochila era poco habitual, y más aún para dos chicas jóvenes como nosotras. Como disponíamos de poco dinero, tomábamos trenes lentos que paraban en todos los pueblecitos de la línea y cambiábamos de tren con frecuencia. A veces dormíamos en los duros asientos de madera de los trenes utilizando las mochilas como almohada (para evitar que nos las robaran), en tanto que otras veces nos acurrucábamos en baños públicos vacíos. Una noche, en una casa de baños, me despertó un fuerte estrépito. Al cabo de un rato, cuando el ruido por fin cesó, yo seguía temblando a causa de temores imaginarios. No pude dormir más. Las sombras de las cabezas de las duchas, el olor a frío y humedad; a nuestro alrededor todo parecía estar lleno de peligro. Llegó un momento en que tuve que despertar a Qing.

– Vuelve a dormirte. Aquí no hay nadie más que nosotras. Tú misma te estás asustando -dijo, y volvió a dormirse inmediatamente.

Pero yo no me atreví a cerrar los ojos en todo lo que quedaba de noche.

Al final, cuando las vías se terminaron, en el último pueblo antes de las montañas, nos subimos a un autobús. Durante unas horas pareció que estábamos perdidas por infinitos bosques de bambú. Luego el camino empezó a ensancharse a medida que ascendía. Otros autobuses, la mayoría de ellos pertenecientes a empresas turísticas que ofrecían sus servicios a los visitantes extranjeros, se unieron a nosotros por el sinuoso camino que llevaba al pie del monte Huangshan. A lo lejos empezamos a divisar unos picos neblinosos que con frecuencia cambiaban de forma y color a medida que las nubes y la neblina pasaban empujadas por el viento.

Llegamos al pie de las Montañas Amarillas a media tarde. Qing y yo pasamos la noche en un pequeño hotel que había allí. A la mañana siguiente iniciamos nuestra escalada al pico más alto, de unos mil ochocientos metros. La subida fue lenta y, en ocasiones, difícil. En muchos puntos durante el ascenso el camino pasaba justo al lado de los precipicios, con una caída a pico a un lado y la roca vertical en el otro. La únicas medidas de seguridad consistían en unas cadenas de hierro clavadas en la roca. Para mí, el ascenso supuso un particular desafío debido a mi miedo a las alturas. Pero Qing y yo no podíamos contener nuestra emoción mientras subíamos cada vez más alto, cuando, en cada curva, se nos ofrecían unas vistas impresionantes a través de algún que otro claro en la niebla; disfrutando mientras tanto del aire limpio y purificador, de los picos y de los viejos pinos que crecían con fuerza en la roca desnuda y que daban la impresión de ir a saltar de sus precarios salientes para tocar el cielo.

La primera noche alquilamos unos abrigos de invierno acolchados e intentamos dormir en la cima de la montaña. Pero hacía un frío espantoso y no pudimos conciliar el sueño. Nos pasamos toda la noche hablando, adormilándonos y volviendo a hablar.

Conocí a Qing cuando teníamos doce años, el primer día de internado. Era una de mis siete compañeras de habitación.

– No te imaginas a quién me encontré hace dos semanas en Wangfujing: a nuestra antigua compañera de habitación Min Fangfang, Minnie Mouse. Fue muy curioso; las dos estábamos comprando un lápiz de labios en los grandes almacenes nuevos. Al principio no la reconocí. El brote había florecido. ¡Cómo pueden llegar a cambiar a la gente dos años de universidad en Shanghai! ¿Te acuerdas de la primera noche en el internado? ¿Que hubo una gran tormenta eléctrica y se cayó de la cama y lloró? -nos reímos las dos.