Seguí andando junto a la pared y leí:
«Han pasado setenta años desde el Movimiento del 4 de Mayo. Seguimos sin tener democracia ni libertad. El camarada Hu Yaobang tuvo que dimitir porque se apartó de la línea del partido y dio apoyo a los estudiantes… China necesita la democracia».
El Movimiento del 4 de Mayo de 1919 fue un movimiento universitario encabezado por los estudiantes que sentó la base de la cultura china moderna. Los estudiantes se echaron a las calles exigiendo un «Señor Democracia» y un «Señor Libertad» para China. Entonces mis coetáneos recordaban, lógicamente, el espíritu del 4 de Mayo y veían la muerte de Hu como una amenaza para la reforma y una pérdida para el proceso de modernización.
«Qué extraordinario -pensé yo- que la gente esté de luto y, al mismo tiempo, esperando que llegue el futuro.»
Finalmente, China -el gigante dormido- había despertado. La gente volvía a tomar el control. De pie en medio de la multitud, yo también me sentí poderosa.
Poco a poco la zona se fue llenando de centenares de estudiantes y, a medida que aumentaba el gentío, alguien empezó a gritar consignas. Como si estuvieran esperando aquella señal, la muchedumbre se llenó de entusiasmo y fuerte emoción. Algunos estudiantes pedían que el duelo se trasladara a la plaza de Tiananmen.
– Hagamos una corona.
– Y escribamos también unas pancartas.
Vinieron más estudiantes. La multitud empezó a reunir materiales para hacer pancartas. Algunos estudiantes repartieron brazaletes negros. Tomé uno y me lo puse en el brazo izquierdo.
La plaza de Tiananmen no era tan sólo el corazón de la China moderna, también era el lugar al que se desplazaba la gente siempre que había algún sentimiento popular que manifestar. Zhu Enlai, brazo derecho de Mao durante cincuenta años y primer ministro chino, había muerto a principios de 1976. También fue una persona que mostró compasión durante la Revolución Cultural, rescatando de los Guardias Rojos a muchos intelectuales y viejos revolucionarios. Para muchos chinos corrientes, Zhu Enlai era un sabio dirigente y un símbolo de humanidad. Muchos meses después de su fallecimiento, cuando se acercaba el 5 de abril, fecha del tradicional festival Qingming, o Festividad de los Muertos, cientos de miles de ciudadanos de Pekín desobedecieron la prohibición del gobierno de reunirse en la plaza de Tiananmen y llorar la muerte de Zhu.
Por primera vez en la historia de la China comunista, la gente había llegado a desafiar a los «héroes» caricaturescos, a aquellos que habían contribuido a fundar y dirigir la República. La gente llevó carteles, flores de papel blancas, panegíricos y poemas a la plaza de Tiananmen. Obreros, maestros, colegiales, intelectuales, soldados y ancianos colocaron coronas junto al monumento, formando capas que enterraron su base y alcanzaron casi los dos metros de altura. Otras muchas personas se quitaron las flores blancas de papel que llevaban en la chaqueta y las colocaron en los pinos y arbustos alrededor de la plaza. Al final, estas flores de papel blancas cubrieron los árboles y plantas de hoja perenne como si acabara de nevar en la plaza.
Yo tenía diez años, y recuerdo que observaba a mi madre y sus colegas mientras hacían una corona en nuestro salón. Todas las personas que había en la habitación llevaban un brazalete negro de luto; mi madre había hecho uno especialmente pequeño para que yo también lo llevara. Se habló muy poco. Los únicos sonidos eran los de las tijeras al cortar y el papel al doblarse. El vapor de las tazas de té caliente persistía en la atmósfera y daba calor a la estancia. Cuando terminaron la corona, mi madre se arrodilló y dijo:
– Wei, esta noche has ayudado mucho. Ahora es tarde. Deberías irte a la cama. Mamá tiene que llevar la corona a la plaza de Tiananmen.
Aquella noche las tropas de seguridad entraron en la plaza y quitaron todas las coronas. Cuando miles de personas acudieron a la mañana siguiente, sólo vieron los rotos pedazos que habían dejado. La ira se extendió por Pekín. Se llevaron más coronas, a pesar de que se bloquearon las entradas a la plaza. Se volcó una furgoneta de la policía que instaba a la gente a marcharse. El edificio de tres pisos de color gris que se utilizaba como Centro de Mando Unificado así como varios vehículos fueron incendiados. Por lo que supimos después, alrededor de las nueve de la noche, el primer secretario del Partido en Pekín, Wu De, habló por los altavoces y exhortó a la gente a que abandonara la plaza.
Muchos lo hicieron, pero cerca de un millar de personas se negó a irse. Tres horas más tarde se encendieron los reflectores y diez mil reservistas del ejército, así como tres mil policías irrumpieron en la plaza de Tiananmen y, blandiendo bastones y grandes palos, rodearon a los que allí quedaban. Innumerables personas fueron golpeadas y treinta y ocho, arrestadas.
Trece años después, al igual que mi madre antes que yo, acudí para permanecer bajo el Monumento a los Héroes del Pueblo. Había pedaleado durante más de dos horas con Chen Li y unos cuantos de sus compañeros de clase hacia la plaza de Tiananmen. Queríamos ver el luto público de Hu Yaobang con nuestros propios ojos y leer además los carteles que afloraban a millares. Aquel día, 19 de abril, más de cien mil estudiantes y ciudadanos se habían concentrado en la plaza de Tiananmen para llorar la muerte de Hu. Toda la base del monumento estaba cubierta de coronas y ramos de flores, junto con composiciones y poemas llorando a Hu y ensalzando la democracia y la libertad. En el centro mismo del monumento había un retrato gigantesco de Hu Yaobang y la pancarta proclamaba: «¿Adónde has ido? ¡El alma regresa!».
A medida que el infinito torrente de personas iba entrando en la plaza, las nuevas coronas tuvieron que pasarse por encima de las cabezas de la gente para ser colocadas en la base del monumento. Hubo algunos que leyeron poemas en voz alta; otros lloraban abiertamente. Cada vez se ponía de pie más gente para hablar en público llorando a Hu Yaobang, condenando la corrupción y exigiendo democracia. El público aplaudía y ovacionaba todos los discursos. Chen Li estaba muy excitado y aplaudía con todas sus fuerzas. Me contagió su entusiasmo y yo también empecé a proferir fuertes aclamaciones.
Al cabo de media hora de estar escuchando discursos, Chen Li y yo dimos la vuelta a la plaza y leímos los carteles. Unos cuantos artículos que ponían al descubierto la red de «Bandas Principescas» me llamaron la atención. Las Bandas Principescas estaban formadas por los hijos de funcionarios importantes y dirigentes del Partido que se servían de sus contactos para obtener buenos empleos, dinero y poder.
– No me extraña que haya enojo, mira cómo se han aprovechado del poder de sus padres -dijo Chen Li tras leer uno de los carteles. En aquella época, los gastos de la vida diaria se habían disparado para los chinos de a pie, la inflación era galopante y el abismo entre campo y ciudad, pobres y ricos, había aumentado de manera dramática.
– «En comparación, Hu Yaobang llevó una vida sencilla y se consagró al pueblo. ¡Pero ahora está muerto!» -leí en voz alta, sintiendo una profunda pena no solamente por la muerte de Hu, sino por lo que había representado: desinterés, honestidad y amor por su país.
La muerte de Hu Yaobang proporcionó al pueblo chino una oportunidad de expresar su dolor y su ira y la exigencia de un cambio, una voz que se había perdido cuando el gobierno aumentó el control de la prensa tras las manifestaciones estudiantiles de 1986.
Aquella tarde fui al Triángulo para leer los carteles nuevos. Mientras estaba allí, oí que la policía había dispersado a una multitud de diez mil personas, entre estudiantes que se manifestaban y espectadores, frente a Xinhuamen, una de las entradas al selecto complejo Zhongnanhai donde residen los dirigentes del Partido. Cuando los últimos centenares de estudiantes se negaron a marcharse, la policía los rodeó, tres o cuatro agentes por cada estudiante. Los golpearon y luego los arrastraron hasta unos autobuses que tenían aparcados en las cercanías.