Con las lágrimas rodando por sus mejillas, los jóvenes de la plaza les gritaban y chillaban a las tres diminutas figuras que había en los escalones de la Gran Sala: «¡Levantaos! ¡Levantaos! ¡Levantaos!».
– ¡Niños! -le gritó mi madre al aparato de televisión. Yo me quedé mirando fijamente la pantalla y se me obnubiló el pensamiento. De repente, las palabras parecían inadecuadas.
Los tres jóvenes no se movieron. Una escena que se había repetido durante dos mil años en China era interpretada, una vez más, a finales del siglo xx. Arrodillarse ante el emperador era el método por el cual los ciudadanos corrientes les suplicaban a sus gobernantes que recibieran sus quejas. Una acción semejante a menudo conllevaba la muerte del peticionario, pues disgustaba al emperador. A lo largo de la historia china, muchos de los valientes que habían osado realizar un acto como aquel habían perdido la vida. Ese día, mucha gente se preguntó si aquella generación de jóvenes chinos, al subir los peldaños de la Gran Sala, le estaba diciendo al mundo que estaba preparada para llevar a cabo un sacrificio similar.
Los tres jóvenes permanecieron de rodillas en los duros escalones de la Gran Sala del Pueblo durante cuarenta minutos. Su petición incluía tres demandas: (1) que se diera una vuelta a la plaza con el féretro para que los estudiantes pudieran presentar sus respetos al difunto por última vez; (2) que Li Peng mantuviera un diálogo con los estudiantes, y (3) que las noticias de las actividades estudiantiles de aquel día salieran publicadas en los periódicos.
Pero nadie salió a recibir su petición.
Capitulo 7: Divorcio
«Yo vivía en la cabecera del río Yangtsé, tú en la desembocadura… ¿Cuándo se detendrá el agua? ¿Cuándo terminará esta angustia?»
Li Zhi Yi, siglo ix
El día que fui a cenar con él, el 21 de abril, Dong Yi acababa de regresar de Taiyuan, donde había visto a Lan.
Lo esperé en la puerta del restaurante Little Peking Duck House. Estaba preocupada. Casi todos sus amigos estaban relacionados con el Movimiento a favor de la Democracia y ya sospechábamos que la policía vigilaba a Liu Gang. Tenía miedo de que pudieran seguir a Dong Yi. Pero, por suerte, mis temores eran entonces infundados. Aquel miedo era nuevo para mí y me costó adaptarme a él, pero a medida que transcurrían los días me fui acostumbrando.
El Peking Duck House original era el restaurante más famoso de Pekín; sus precios eran astronómicos y había que reservar mesa con mucha antelación. Por tanto, las visitas al Duck House estaban restringidas únicamente a ocasiones especiales, como cuando me aceptaron en la Universidad de Pekín. Estaba situado cerca de la plaza de Tiananmen, en el centro de la ciudad, y llegar hasta allí le supuso a mi familia una excursión de más de dos horas. En cuanto elegimos el pato del escaparate, fue directamente al horno (este restaurante utiliza unos patos criados especialmente en una granja de las afueras de Pekín). El pato tardó veinte minutos en estar asado en su justo punto, con la piel roja y crujiente. Trajeron a la mesa el pato cortado en tajadas finas junto con una salsa de trigo dulce, largas tiras de cebolleta y unas tortas finas y calientes. Los huesos se le quitaban para elaborar sopa de pato. Nos servimos de los dedos para enrollar unas tajadas de pato, cebolleta y salsa en la torta antes de devorarlas todas con avidez. La salsa nos chorreaba por los dedos a cada bocado. Tenía un sabor divino.
El Little Peking Duck House fue la primera filial del Duck House original. Se abrió en 1988 en el distrito Haidian, al otro lado de la calle que pasaba frente al campus. Desde su inauguración, el restaurante se había convertido en el lugar favorito de los ejecutivos de las empresas tecnológicas cercanas, así como el de los estudiantes de la Universidad de Pekín. A pesar de los precios, siempre estaba lleno. Los que tenían dinero o algo especial que celebrar, acudían allí. El negocio iba viento en popa.
Pero aquella noche, lo que Dong Yi tenía que decirme fue más motivo de dolor que de celebración. Había regresado a Taiyuan con la intención de pedirle el divorcio a Lan.
En aquella época el divorcio era muy poco frecuente en China, pues el matrimonio se consideraba un deber familiar más que otra cosa. Hasta que las ideas occidentales sobre el amor y el matrimonio se introdujeron en China a principios del siglo xx, la única manera de librarse de un matrimonio desgraciado era la muerte. Pero en China los cambios van despacio y, en la República Popular, la ley sólo permitía el divorcio por consenso. Si se daban circunstancias especiales, tales como enfermedad mental o actividades contrarrevolucionarias, entonces se permitía el divorcio sin consenso.
Años atrás, cuando yo tenía unos siete años, un pintor famoso se había enamorado de su alumna y le pidió el divorcio a su esposa. La mujer no sólo se negó a concederle lo que pedía durante quince años seguidos, sino que además se las arregló para unir a todo el país en su apoyo. Al final, la reputación y la carrera del pintor quedaron arruinadas y la estudiante lo abandonó. Este caso inspiró incluso la creación de una Asociación de Mujeres que ayudaba a otras a vengarse de sus maridos «de corazón florido». Y las negativas a conceder los divorcios que pedían sus maridos resultaron poderosas. A diferencia de su equivalente en Occidente, una pareja china que no estuviera casada difícilmente podía hacer vida en común e, indefectiblemente, aún era peor cuando era la mujer la que quería el divorcio: no obtendría la simpatía de los hombres, y menos aún de las mujeres. En la mayoría de los casos, a la esposa la tacharían de mujerzuela o de «zapato roto», un insulto muy gráfico para una mujer. Los valores tradicionales chinos pesaban mucho más en una mujer. Debía ser obediente y someterse a su destino como esposa, fuera cual fuese. Cuando las hijas crecían, se les explicaba que una vez casadas tendrían que «seguir al gallo si se casaban con uno, o al perro si se casaban con uno». En el mejor de los casos, a una mujer divorciada se la señalaba con una marca negra para el resto de su vida. Pocos hombres querrían casarse con ella. Muchas de ellas eran expulsadas de la sociedad. Hubo una escritora que fue menospreciada por la sociedad la primera vez que se divorció. Cuando se divorció por tercera vez, la obligaron a abandonar el país y buscar asilo político en Alemania, sin más motivo que haberse divorciado tres veces.
El divorcio, por tanto, no era para los pusilánimes, y yo no había conocido personalmente a nadie que estuviera divorciado. Nunca pensé que Dong Yi contemplara una acción tan drástica; él era demasiado bueno y cariñoso como para pensar siquiera en hacerle daño a Lan. Al principio, me dijo, había planeado marcharse de China porque esperaba que sería más fácil divorciarse una vez estuviera en tierras lejanas. Me explicó que había solicitado plaza en universidades norteamericanas.
Pero ahora quería arriesgarlo todo. Ya no deseaba esperar más. Dong Yi no era de los que prometen mucho con palabras. Pero vi la promesa en sus ojos, la promesa de amor y felicidad que yo había estado esperando.
En el Little Peking Duck se estaba celebrando un banquete de bodas. El grupo ocupaba cuatro grandes mesas redondas y exigía la atención de muchas camareras. Cuando entramos Dong Yi y yo, el grupo empezaba a comer. El padre del novio, quien por tradición pagaba el festín, acababa de elegir los patos. Habían llevado cerveza y vino de arroz a las mesas y los novios iban pasando por ellas y brindaban con los invitados.
Dong Yi había cambiado su camiseta de la Universidad de Pekín por una elegante camisa blanca, y la luz que se reflejaba en la camisa y en su semblante hacía que sus facciones parecieran serenas. Mientras esperábamos el pato, Dong Yi me preguntó por los acontecimientos en Pekín desde que se había marchado. La muerte de Hu Yaobang y las rápidas protestas que siguieron habían pillado a todo el mundo por sorpresa en China. Dong Yi quería saber todos los detalles de lo que había ocurrido en el campus.