Vi claramente que su corazón estaba dividido entre las dos mujeres que había en su vida. Me pregunté si la muerte de Hu Yaobang simplemente no le habría proporcionado una excusa para eludir un problema al que no estaba preparado para enfrentarse. Entonces me obligué a dejar de pensar esas cosas. Necesitaba confiar en él… ¿Dónde estaría el amor sin confianza?
También pensé en Eimin. «Los dos estamos en apuros -me dije-. ¿Qué voy a hacer?»
No se dieron más clases: las aulas estaban vacías; las tizas, olvidadas sobre los escritorios; las sillas, acumulando polvo. Los estudiantes de la Universidad de Pekín se habían declarado en huelga. Desde el 15 de abril, Eimin había seguido acudiendo diligentemente a sus conferencias, al despacho y al laboratorio. Aunque también se pasaba las tardes en el Triángulo leyendo los carteles y escuchando las alocuciones públicas de los activistas, no se vio envuelto en el revuelo como todos los demás estudiantes.
– Ya estuve bastante involucrado en movimientos políticos en mi época, ahora lo único que quiero es llevar a cabo mi investigación, dar mis clases y vivir mi vida en paz.
No podía decir que entendiera sus motivos, pero lo que sin duda sí comprendía eran sus circunstancias. Al inicio de la Revolución Cultural fue tan activo como cualquier otro muchacho de catorce años en China. Con sus amigos y los Guardias Rojos, quiso «tomar el poder» de la antigua clase dirigente. Pero un día, un grupo de Guardias Rojos fue a su casa y se llevó a su padre. Le ataron las manos a la espalda, le pusieron un sombrero alto y le colgaron del cuello un enorme cartel en el que decía «miembro de los negros». Luego lo sacaron a rastras de su casa, lo hicieron desfilar por las calles de Nanjing y lo llevaron a una ejecución de palizas públicas en la plaza central. La paliza duró toda la noche. Cuando a la mañana siguiente Eimin y su madre lograron llevarse al profesor a casa, éste estaba cubierto de sangre y apenas podía andar. Tenía la ropa hecha jirones, la cara pintada con tinta negra y le habían afeitado la mitad del cráneo. Muchos de los Guardias Rojos que lo golpearon aquella noche eran antiguos alumnos suyos.
Eimin cayó en desgracia de la noche a la mañana. Se convirtió en un «cabrón de los negros». Después de mandar a su padre al campo de trabajo, su familia fue separada y a Eimin lo enviaron a una Comuna Popular del norte de China. Ni siquiera allí pudo estar tranquilo. Los Guardias Rojos que dirigían el campamento le decían que «comiera estiércol» y le asignaban las peores tareas. No había mucho que comer, aparte de bollos de maíz y sopa de arroz diluida. Hasta al cabo de un año de haber llegado al campamento, Eimin no hizo un amigo, un soldado retirado que vivía en el pueblo. Su amigo le enseñó Kung Fu. Cada noche, concluida la jornada de trabajo en los campos y después de que todo el mundo se hubiera ido a la cama, Eimin practicaba los movimientos de Kung Fu en el exterior. A la luz de la luna, rodeado sólo por el silencio y la gruesa capa de nieve, encontraba paz y fortaleza. Cerró su corazón al resto del mundo y juró no volver a participar en ningún otro movimiento nunca más.
Eran estas historias sobre el pasado de Eimin las que me impedían hablarle de Dong Yi. Eimin no se fiaba de la gente. Yo era la única persona, aparte de su padre, en quien confiaba plenamente. No podía traicionarle y destruir aquello. En muchos sentidos yo lo quería, en particular su fuerza y su voluntad de vencer y triunfar sobre la adversidad de su juventud.
Pero entonces parecía haber una exigua posibilidad de que Dong Yi y yo pudiéramos estar juntos, algo que yo había deseado durante mucho tiempo. Algo en lo que había perdido tantas veces la esperanza que no quería volverla a perder. Ahora bien, la elección que se me presentaba era cruel, pues por primera vez en la vida me encontraba ante un verdadero dilema. Empecé a entender a Dong Yi y lo difíciles que eran sus decisiones.
Decidí decirle a Dong Yi que prefería verle menos, en lugar de más como él quería, y que necesitaba tiempo para decidir qué hacer. Estaba aprendiendo que no vivimos en un vacío, aislados de los demás, y que nuestros actos afectan a las personas de nuestro entorno. Me hacía falta encontrar el momento adecuado y las palabras adecuadas para tomar la decisión adecuada.
Tampoco quería pasar mucho tiempo con Eimin, de modo que volví a casa de mis padres. Pasaba gran parte del día preparándome para mi marcha a Estados Unidos, lo cual significaba que debía cumplimentar la solicitud para que me concedieran el pasaporte. Por las tardes leía los carteles que colgaban los alumnos de la universidad en la que mi madre daba clases. El creciente conflicto entre los estudiantes y el gobierno me proporcionó, de manera conveniente, distracción y espacio para respirar, lejos de mis propios problemas.
Dos días después del funeral de Hu Yaobang, el 22 de abril, más de cincuenta mil estudiantes boicotearon las clases en treinta y nueve centros universitarios pequineses. Al mismo tiempo, los estudiantes de la Universidad de Pekín instalaron una emisora de radio estudiantil en el edificio número veintiocho, al lado del Triángulo. Algunos de mis amigos aparecieron como organizadores del Movimiento. Mi amiga Li, que iba dos años por delante de mí en psicología y que a la sazón cursaba el segundo curso de posgrado, tomó parte activa en la emisora de radio transmitiendo comunicados, noticias, discursos grabados de estudiantes activistas y mensajes de apoyo de padres, ciudadanos de Pekín y amigos que vivían en el extranjero.
Mientras los estudiantes se organizaban en Pekín, algunos de ellos viajaron a otras provincias para obtener apoyo. Durante la Revolución Cultural, los Guardias Rojos al principio utilizaron este método de establecer una red de conexiones -Chuanlian, o enlace- para divulgar la revolución. Por aquel entonces viajaban en tren a todos los rincones del país, iban a las fábricas, oficinas, escuelas y Comunas Populares. En esos momentos, los estudiantes de la capital se servían del mismo método para informar a otros de lo que ocurría en Pekín. Era la manera en que la información -aparte de la que permitían los medios de comunicación controlados por el Estado- se transmitía en China. Dos estudiantes de Pekín visitaron la universidad de mi hermana Xiao Jie, en la provincia de Shandong. Los alumnos de ese centro no tardaron en boicotear también las clases.
En el campus de la Universidad de Pekín, cada día se colocaban carteles nuevos. Los profesores que eran como la profesora Li Shuxian del departamento de física se declararon claramente en favor de los estudiantes, en tanto que otros ofrecían consejos sobre cómo promover el Movimiento. Los periodistas extranjeros acudieron entonces al campus: entrevistaban a los estudiantes y fotografiaban y grababan en vídeo sus actividades.
La noche del 25 de abril, los programas de radio y televisión nacionales emitieron el texto principal de un editorial que iba a aparecer al día siguiente en el Diario del Pueblo. El editorial, que según el parecer de mucha gente era la opinión de Deng Xiaoping, se titulaba: «La necesidad de una clara postura contra la anarquía». Decía así:
«Este movimiento es una conspiración bien planeada. Su intención es la de confundir a la gente y sumir el país en la anarquía. Su verdadero objetivo es rechazar el liderazgo del Partido Comunista Chino y el sistema socialista. Se trata de una lucha política muy grave que preocupa a todo el Partido y toda la nación.»
Aquella tarde había ido a ver a Eimin pronto. Sentada ante el televisor en su habitación, no podía creer lo que escuchaban mis oídos. Era la primera vez que vivía de cerca una lucha política, y estaba horrorizada. Eimin, al haber experimentado de primera mano la crueldad y la maldad de la Revolución Cultural, no tenía ninguna duda de que aquello era el preludio de una severa represalia.