Tienes que venir a verme en cuanto te hayas instalado en Virginia. Iremos al Gran Cañón. Créeme si te digo que no hay nada más impresionante.
¡Cuídate mucho, por favor! Espero verte muy pronto.
Un abrazo,
Ning.
P. D.: Un amigo mío regresa mañana a Pekín. Se llevará esta carta y la echará al correo allí.»
La carta de Ning me hizo pensar en tiempos felices: blancas barcas en el Jardín del Bambú Púrpura, bachilleres cantando juntos, la luna sobre el lago Weiming, corazones llenos de esperanza… Su carta abrió el dique. De pronto sentí un insoportable y vehemente deseo de amor, de esa clase de amor que me levantaría el ánimo, que haría realidad mis sueños y me llegaría al alma. Mis pensamientos volaban hacia Dong Yi y me pregunté dónde estaría, por qué no había venido a hablar conmigo. Quería oírle decir algo, o nada en absoluto. Sólo quería oír su voz y estar un rato en su presencia. Lo echaba de menos.
Guardé el cheque en el cajón y volví a meter la carta en el sobre. Y decidí que no debía perder ni un segundo. Tenía que ir a ver a Dong Yi. Dejé una nota en la mesa del comedor diciéndoles a mis padres que tenía que regresar al campus inmediatamente: «Por favor, no os preocupéis por mí, sólo voy a ver a Dong Yi, no voy a tomar parte en nada. No voy a ir la plaza de Tiananmen».
Antes que nada me dirigí al Triángulo para ver si Dong Yi estaba allí. El Triángulo estaba más lleno de gente que por la tarde y se percibía una sensación de la noche antes de la batalla. Había personas valientes, otras temerosas, todo el mundo estaba involucrado. La emisora estudiantil emitía noticias y comunicados en directo.
«Zhao Ziyang ha sido destituido. Ahora está al mando Li Peng.»
«La Asociación Autónoma de Estudiantes de Pekín ha votado para poner fin a la huelga de hambre, que ha conseguido una gran victoria para los estudiantes.»
Como si hubiera habido una repentina nevada, las paredes del Triángulo se cubrieron con nuevos carteles. Algunos de sus autores estaban muy preocupados, otros proclamaban que había llegado la hora cero, otros exigían al gobierno que retirase las tropas y levantara la ley marcial y otros, como el autor del cartel que tenía ante mí, le abrían el corazón a su madre patria.
«Por la presente renuncio a mi condición de miembro del Partido Comunista Chino. Estoy avergonzado e indignado. El Partido que se declara a sí mismo servidor del pueblo acaba de decidir enviar tropas armadas contra las más inocentes, vulnerables y patrióticas de entre todas las personas: los jóvenes estudiantes. Si el Partido amara al pueblo, no haría esto. Si el Partido se preocupara del bienestar de nuestra patria, no haría esto. Cualquiera con un mínimo de decencia y humanidad no haría esto. Los dirigentes del Partido son unos tiranos. De ahora en adelante no quiero tener nada que ver con semejante Partido.
Apelo a mis colegas y compañeros estudiantes que son miembros del PCCh a que sigan mi ejemplo. ¡Por favor, unios a mí para rechazar al Partido que ordenó usar la fuerza sobre su propia gente!»
Lo firmaba Chen Li, candidato al master del departamento de económicas.
Estuve a punto de gritar. Hacía tan sólo dos semanas había estado hablando de él con Jerry y Hanna y recordándoles nuestras discusiones en el Spoon Garden Bar. ¿Se había vuelto loco? ¿Sabía a lo que estaba renunciando? ¿Al trabajo en Shenzhen que siempre había querido, a una prometedora carrera en un país donde la política y el Partido lo eran todo?
No sólo había plasmado un exaltado escrito en un cartel, sino que además se había saltado la norma de los autores de carteles y había firmado con su nombre y filiación. No tenía que hacerlo. Si lo hubiese dejado anónimo, como estaba la mayoría, nadie hubiera dudado nunca de su coraje y sinceridad.
Entonces fue como si viera el rostro de Chen Li, claro y honesto. Me miraba con sus ojos sinceros que parecían decir: «Nunca he rehuido la responsabilidad de mis palabras o mis actos. No voy a hacerlo ahora».
No pude sino admirar su valor. Interpreté que también quería decir a todas las personas de la Universidad de Pekín que había llegado el momento de que todos resistiéramos y nos hiciéramos valer.
– ¿Quién es este tal Chen Li? -me preguntó un universitario que estaba delante de mí.
Un gran gentío se había congregado para leer el cartel de un metro de alto de Chen Li.
– No lo sé. Nunca he oído hablar de él.
– ¡Sea quien sea, es un tipo con agallas! Mirad, ha firmado con su nombre, departamento, todo -comentó alguien allí cerca.
De pronto, la emisora estudiantil interrumpió aquellas observaciones.
«La Asociación Autónoma de Estudiantes de Pekín hace un llamamiento para que todos los estudiantes que estén ahora mismo en el campus se dirijan a la plaza de Tiananmen. ¡No podemos dejar que nuestros valientes compañeros caigan en manos de los militares!»
¡Cómo habían cambiado las cosas desde la última vez que vi a Chen Li, el 27 de abril, cuando marchamos juntos! Desde entonces, nuestra querida ciudad había visto huelgas de hambre, manifestaciones de millones de personas y ahora la ley marcial.
«¡ La Asociación también exhorta a todo el mundo a bloquear los cruces para impedir que los vehículos del ejército entren en Pekín!»
«Debo ir a ver a Chen Li pronto», me dije. Echaba de menos a mi amigo y nuestras largas y acaloradas discusiones sobre política y economía. Yo también tenía que participar en un momento tan crítico, y resistir y hacerme valer. Con la ley marcial en vigor, los estudiantes de la plaza de Tiananmen necesitaban más apoyo que nunca.
Pero aquel día no haría nada de todo aquello. Primero necesitaba ver a Dong Yi.
Caminé por entre la multitud, escudriñándola con detenimiento, pero no lo vi. Seguí andando en dirección contraria al torrente de personas que acudían al Triángulo y me dirigí a la residencia de Dong Yi con la carta de Estados Unidos en la mano.
El alboroto del gentío que había en el Triángulo fue disminuyendo gradualmente. Me había alejado del campo de batalla. Pero cuanto más me acercaba al edificio, más enojada me sentía. La sensación de paz que había creído que obtendría al ir a ver a Dong Yi no se había concretado. Empecé a hacerme preguntas. ¿Por qué Dong Yi no se había puesto en contacto conmigo? ¿Había desaparecido? ¿Tenía idea de lo que yo había hecho durante su ausencia? ¿Estaba mínimamente preocupado? Pero, por encima de todo, estaba enojada conmigo misma por haber esperado tanto tiempo para ir a verlo, por ser tan cobarde.
Entré en el edificio.
Había sido Ning, hacía tres años, quien me condujo hasta Dong Yi. Desde entonces, había recorrido el pasillo interior en muchas ocasiones, a veces enamorada, a veces con el corazón destrozado y, en otros momentos, rebosante de optimismo, pena o desesperación.
Aquel día entré una vez más en el conocido edificio.
Pero ¿había llegado demasiado tarde?
Capítulo 12: El profesor
«Imposible romper con ello, pero aún es más difícil solucionarlo.»
Li Yi, siglo ix
Me encontraba delante de su puerta, con un vestido rojo de seda, sin saber qué hacer. A lo largo del pasillo se iban abriendo puertas de las que salían jóvenes en camiseta que charlaban unos con otros entre el chancleteo de sus pasos y el ruido de los palillos al golpear contra los cazos de aluminio. Era hora de cenar y, cuando pasaron por delante de mí, percibí curiosidad en sus miradas.
Me había quedado en blanco. La mitad de mí quería marcharse, regresar al pacífico equilibrio que por fin había conseguido en los últimos días. Pero la otra mitad, mi pobre corazón, deseaba quedarse. El día anterior le había dejado una nota a Dong Yi y ahora lamentaba haberlo hecho. En aquellos momentos deseaba que Dong Yi no estuviera esperándome ahí dentro. El coraje que había anidado en mi corazón el día anterior, cuando subí a toda prisa las escaleras con la carta de Ning en la mano, se había retirado ahora a un jardín secreto donde no podía encontrarlo.