– Pero el ejército no está del lado de los estudiantes, ¿verdad? -me interrumpió Eimin.
– No. Todavía no. Pero podría suceder, nunca se sabe. Tal vez uno de los generales se rebelará, igual que en 1910, cuando los soldados se implicaron en el levantamiento que derrocó al emperador.
– ¿De verdad piensas eso? -insistió Eimin.
– Bueno…, incluso si no obtenemos el apoyo del ejército, ¿qué puede ocurrir? Están aquí todos los periodistas extranjeros, un montón de cámaras de televisión. El mundo está observando -repliqué recordando las palabras de Jerry.
Eimin se detuvo. Habíamos llegado a la puerta sur.
– Supongo que eso es lo que nadie sabe. Pero ¿acaso al gobierno le preocupará tanto guardar las apariencias como para dejar que su poder se vea amenazado?
Acababa de detenerse un camión. No cabía duda de que los que estaban a bordo regresaban de un turno bastante largo en la plaza: iban sucios y tenían aspecto de estar exhaustos. Los vitoreamos, pero pocos respondieron. Algunos parecían tener problemas para mantener los ojos abiertos. Vi a Wu Hong, un antiguo compañero de clase, y lo saludé con la mano. Llevaba su característico cabello largo y ondulado metido en una banda blanca que entonces estaba torcida y tenía las letras, que se habían escrito con pintura roja, arrugadas. Me respondió con una sonrisa.
Subimos al camión en cuanto éste acabó de descargar al grupo anterior. Cuando el vehículo dobló la esquina en Zhongguancun, el barrio de la Puerta Media, nuestro jefe de grupo desplegó la bandera y dejó que ondeara.
En la calle, la gente agitaba las manos para saludar a nuestro paso y gritaban:
– ¡Apoyo a los estudiantes que se manifiestan!
– ¡Queremos libertad!
– ¡Larga vida a los estudiantes!
Nosotros respondíamos:
– ¡Gracias por vuestro apoyo!
– ¡Lucharemos hasta conseguir la victoria!
– ¡Larga vida a la libertad y a la democracia!
Nos agarrábamos a los paneles laterales del camión, agitando las manos y gritando con entusiasmo, con el viento en los cabellos y el sol en los hombros. Saludé a las personas que iban en los autobuses, a las abuelas que pasaban cargadas con la compra y a los niños con el cuello abrigado con bufandas rojas. Saludé a los peatones que caminaban por detrás de las vallas de las calles y a los que vivían en los altos edificios de apartamentos. Aquel día, mientras me desplazaba en el camión abierto, estaba de muy buen humor, lo mismo que todo el mundo en Pekín. Me moría de ganas de estar allí, en la plaza de Tiananmen. Sentía que estaba realizando mi contribución, por pequeña que ésta fuera, a un mejor futuro para China, que tal vez hasta podía estar ayudando a forjar la historia.
Llegamos a la plaza de Tiananmen en el camión abierto alrededor de la hora de la cena. Al igual que en días anteriores, decenas de miles de estudiantes llenaban la enorme plaza de cuarenta y nueve hectáreas. Algunos de ellos, que habían recorrido hasta ochocientos kilómetros en tren, se manifestaban a la manera tradicional china: sentados en silencio. Sentarse en silencio para desafiar a la ley marcial y al gobierno.
Habían llegado tiendas donadas por partidarios de Hong Kong y de otros países del sudeste asiático. Los manifestantes, agrupados por universidades, estaban sentados junto a las tiendas, bajo sus banderas y pancartas. En el extremo sur de la plaza, cerca de la Puerta Zheyang, la Puerta del Sol Sincero, había una pancarta desplegada a medias rezaba: «Democracia, Libertad, Derechos Humanos».
En el centro de la plaza se alzaba el Monumento a los Héroes del Pueblo. Iluminado por la cálida luz del sol, el obelisco parecía una espada gigantesca que penetrara en el cielo azul. Al pie del monumento había establecido su base el Centro de Mando Estudiantil de la Plaza de Tiananmen, una organización creada el 21 de mayo, un día después de declararse la ley marcial en Pekín. Los altavoces no dejaban de transmitir noticias y discursos de los dirigentes estudiantiles.
– Compañeros estudiantes, soy Chai Ling, comandante en jefe de la plaza.
Entre el monumento y la Puerta de la Paz Celestial, al norte, se alzaba la estatua blanca de diez metros de altura de una joven china que sostenía la antorcha de la libertad: la Diosa de la Democracia, inspirada en la famosa Estatua de la Libertad del puerto de la ciudad de Nueva York. Dicha estatua, hecha por un grupo de estudiantes de arte con espuma de poliestireno, se había erigido en la plaza dos días antes.
Desde las afueras de la plaza llegaba el ruidoso mundo. Camiones, autobuses, pequeñas furgonetas, coches, scooters y Sanlun Che (carretas de madera de tres ruedas) traían de todo, desde agua, comida, mantas y suministros médicos hasta estudiantes de refresco como nosotros. Unos monitores estudiantiles con brazaletes de color rojo hacían señas al tráfico para que éste fuera por uno u otro lado.
– ¡Adelante, muévete! -gritaban-. ¡Tú, tú no! ¡Por allí!
La entrada principal al Museo de Historia China, en el lado oriental de la plaza, se había convertido en un aparcamiento. A aquel espacio abierto rodeado de gruesos árboles llegaban camiones o autobuses con estudiantes para sustituir a los que habían estado en la plaza desde primera hora de la mañana. Para apoyar a los miles de manifestantes que había en la plaza se requerían otros miles más cada día que los ayudaran y protegieran: los estudiantes de medicina comprobaban continuamente las condiciones de los manifestantes, los suministros se organizaban y se hacían llegar. Varias hileras de personas formando cadenas humanas rodeaban la enorme plaza para defenderla y para cerciorarse de que hubiera orden y también seguridad para los que estaban dentro; por lo visto, la policía secreta había llevado a cabo algunos intentos de infiltrarse en la plaza. Puesto que la ocupación estudiantil seguía adelante, se había incrementado el número de líneas defensivas, además de fortalecer las medidas de seguridad, las cuales necesitaban refuerzos constantes.
Aquel día mi tarea era la defensa. Nuestro jefe de grupo, un campeón de natación de la universidad, agitaba la bandera en el aire con orgullo. Aquella bandera simbolizaba el alma y el espíritu de la democracia en aquel y en otros momentos de la historia moderna de China, como durante el Movimiento del 4 de Mayo.
Un autobús lleno de estudiantes se detuvo en el estacionamiento que había justo detrás de nosotros; la bandera de la Facultad de Comercio de Pekín iba al frente de los ocupantes del vehículo. Una mujer de piel oscura de unos veinte años gritaba por un megáfono: «En fila de a cuatro. En fila de a cuatro».
Algunos de los estudiantes traían cantimploras con agua; otros, sombreros de paja. Algunos llevaban chaquetas o jerséis para la noche. En cuanto estuvieron alineados, habló el jefe del grupo:
– Estudiantes, muchos de nuestros compañeros llevan más de quince horas en la plaza. Están muy cansados. Esta noche tendréis que tomar el relevo y cuidar de los manifestantes. El autobús de la universidad os recogerá en cuanto el siguiente grupo esté reunido y listo para sustituiros. ¡Luchad hasta la muerte! ¡No os rindáis nunca!
Con la bandera de su universidad en alto, hombres y mujeres jóvenes de ojos brillantes marcharon hacia el lado meridional de la plaza. Mirando sus rostros se podría pensar que eran un grupo de estudiantes de camino a un examen público para el cual habían sido elegidos y en el que sabían que se iban a lucir.
– ¡Compañeros estudiantes de la Universidad de Pekín! -gritó nuestro jefe de grupo a voz en cuello-. ¡Seguidme hacia nuestra posición! No os separéis…
El ruido de los camiones recién llegados y los autobuses que se marchaban de inmediato ahogó el final de su frase. Cuando cruzamos la carretera de circunvalación en dirección a la plaza, los estudiantes que controlaban el tráfico hicieron señales para que éste se detuviera. Aplaudieron y gritaron:
– ¡Demos la bienvenida a los estudiantes de la Universidad de Pekín!
Los conductores que aguardaban a ambos lados de la calzada participaron con sus bocinas. Nuestro jefe de grupo hacía ondear la bandera con orgullo y respondía a voces: