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– ¡Da Jia Xin Ku! ¡Todo el mundo ha trabajado duro!

Estábamos muy animados y seguimos ufanos a nuestro líder hacia la plaza de Tiananmen.

Avanzamos hacia el norte de la plaza y caminamos a un brazo de distancia los unos de los otros. El sol se estaba poniendo. Al hacerlo, el cielo del oeste adoptó un color rojo oscuro y el suave aroma de una noche de verano empezó a penetrar lentamente a través del calor. A mi izquierda iba mi marido, el profesor de treinta y cinco años; a mi derecha, un joven de unos diecinueve años, pálido y delgado, con un ondulado permanente en el cabello. Detrás de él marchaba otro joven de aproximadamente la misma edad, de piel más oscura, con la típica mirada profunda de las personas de China meridional. A su lado avanzaba su novia. Recorrí la fila con la mirada y vi a más personas a las que no conocía y que tampoco me conocían a mí. Pero por aquella noche, y por aquel breve espacio de nuestras vidas, éramos compañeros de armas.

La noche del 2 de junio llegó tal como la tengo en el recuerdo: sentada en una cálida losa de piedra en el centro de la plaza que simboliza el corazón de China, contemplando cómo la puesta de sol inflamaba el cielo con sus maravillosos colores, regando un bocadillo de salchicha con una bebida espumosa llamada Chi Sui o agua gaseosa. Me encontraba entre cientos de miles de desconocidos y aun así nunca me había sentido tan conectada con la gente en toda mi vida.

Pronto oscureció. Detrás de nosotros, a unos doscientos metros de distancia, muy diseminadas entre los árboles que bordeaban la carretera de circunvalación, las farolas se encendieron sin proporcionarnos apenas luz, sino más bien una abundante oscuridad y sombras siniestras. Frente a nosotros, el mar de banderas, pancartas, tiendas y gente había desaparecido en la oscuridad. La única luz que había en la plaza la daban unos cuantos reflectores situados en la base del Monumento a los Héroes del Pueblo. Los altavoces seguían emitiendo.

«Compañeros estudiantes, compañeros estudiantes, soy Chai Ling, comandante en jefe de la plaza.» La voz aguda de mi antigua compañera de habitación nos volvió a llegar a través de los altavoces. Anunció a la multitud que acababan de recibir noticias de que los tanques apostados en las afueras de los barrios periféricos del oeste habían dado media vuelta y se habían retirado.

Aplaudimos la noticia. En aquellos momentos, sin embargo, no sabíamos que a unos mil seiscientos kilómetros de distancia, otra unidad del Ejército Popular de Liberación, el 27.° grupo del ejército, al mando del hermano del mariscal Yang Shangkun, presidente de China, había sido movilizado. Soldados muy bien armados, pertrechados con uniformes de campaña, vehículos blindados de transporte de tropas, tanques y camiones de camuflaje avanzaban rápidamente hacia Pekín en medio de la noche. Resultaba que los soldados, como aquellos con los que me había topado en las montañas del oeste, pertenecían a una unidad del EPL apostada no muy lejos de Pekín. Algunos de ellos provenían de ciudades más o menos grandes, pero la mayoría de soldados del EPL eran campesinos. Al parecer, su proximidad a la ciudad y la interacción que hasta el momento habían tenido con los estudiantes los habían convertido en una opción ineficaz para lanzar una ofensiva, de modo que los estaban relevando.

Durante un rato, la noticia de la retirada de los blindados pasó a ser nuestro principal tema de conversación.

– Esto demuestra que, siempre y cuando nos unamos, los estudiantes podemos derrotar al ejército -dijo el que estaba a mi lado.

– Los tanques se marchan, muy bien, pero ¿y los soldados que ya están en la ciudad? ¿Dónde están ahora?

Nos miramos unos a otros y nos quedamos en silencio. Empezaba a refrescar. Me froté los brazos desnudos con las manos y lamenté no haber escuchado a Eimin y no haberme traído algo más grueso que el vestido de algodón que llevaba puesto. Miré hacia la oscuridad. No veía nada. Parecía que la ciudad se hubiera acostado para pasar la noche. Los altavoces habían dejado de transmitir.

– Hay muchos lugares en la ciudad que pueden esconder a unos miles de soldados -dijo el estudiante delgado con el ondulado permanente en el cabello-. Por ejemplo, la Ciudad Prohibida.

La Ciudad Prohibida es el lugar en el que antaño residían los emperadores y en la actualidad es un parque cuya extensión equivale aproximadamente la mitad que la del Hyde Park de Londres.

– En la Ciudad Prohibida caben muchos más que unos miles -asintió Eimin.

– Pero no es posible. La Ciudad Prohibida está abierta al público y nadie ha visto nada.

– Hay zonas que no están abiertas al público -rebatió Eimin.

Conversaciones similares tenían lugar, en voz baja, entre nuestros vecinos de la línea defensiva, los rumores de radio macuto.

– He oído que allí, bajo la Gran Sala del Pueblo, hay un sistema de túneles secretos. -El estudiante del sur señaló hacia el oeste en la oscuridad-. Se construyeron a propósito para que los líderes del Partido pudieran escapar por ellos en caso de que los rodearan. Los soldados podrían haberse instalado allí sin que nadie lo sepa.

Mientras él hablaba, empecé a imaginar que las gigantescas puertas entre las imponentes columnas del edificio se abrían y que miles de soldados empuñando fusiles y otras armas relucientes irrumpían en la plaza.

«También podrían salir del Museo de Historia China», pensé. Miré hacia atrás, pero no había más que oscuridad y sombras. Empecé a preguntarme qué era cada sonido. Intenté aguzar más el oído, pero sólo me llegaban las palabras y los murmullos de mis compañeros estudiantes.

Me puse en pie, estiré un poco las piernas, traté de disimular el miedo que sentía; no quería que nadie supiera que estaba asustada.

Entonces oí la tensa voz de Eimin:

– Acabo de hablar con nuestro jefe de grupo. Dice que nuestros relevos no han llegado todavía y que no sabe cuándo vendrán. Ya es más de medianoche…, esto no es bueno. Si deciden atacar, las primeras horas de la mañana son el mejor momento. Mira la luna. La luz de la luna es perfecta para un ataque, pueden vernos con claridad.

Entonces me di cuenta de que él también tenía miedo.

Y resultó que nuestros temores estaban justificados. Sin que nosotros lo supiéramos, en aquellos momentos Li Peng había convocado una reunión extraordinaria del Comité Permanente del Politburó la mañana del 2 de junio de 1989: también asistieron los miembros más antiguos del partido, incluido Deng Xiaoping y su íntimo camarada Yang Shangkun. En la reunión, Yang Shangkun informó al Comité de que las tropas, en efecto, se habían trasladado a la Gran Sala del Pueblo, así como al parque Zhongshan, a los Palacios de la Cultura del Pueblo Trabajador y al complejo del Ministerio de Seguridad Pública. Todos los oficiales y soldados habían sido preparados a conciencia para desalojar la plaza de Tiananmen.

Li Peng dijo a los presentes en la reunión que la plaza se había convertido en el centro del Movimiento Estudiantil. Todos los sucesos que siguieron a la declaración de la ley marcial, tales como «crear un cuerpo dispuesto a todo para impedir el paso de las tropas de la ley marcial, reunir a unos matones para que irrumpan en el Departamento de Seguridad Pública de Pekín, realizar ruedas de prensa y reclutar al Cuerpo de los Tigres Voladores para que pase los mensajes», se tramaban y dirigían desde la plaza… o al menos eso dijo él.

Además, la plaza albergaba los cuarteles generales de algunas organizaciones ilegales, como la Asociación Autónoma de Estudiantes, la Federación Autónoma de Obreros y el Centro de Mando Estudiantil de la Plaza de Tiananmen. Muchos de los medios de comunicación de todo el mundo también habían centrado su atención en la plaza, y la ayuda material se enviaba asimismo allí. Por tanto, Li Peng manifestó que, para restablecer la estabilidad en Pekín y en China, la plaza tenía que ser desalojada.

Así pues, cuando la reunión llegaba ya a su fin, el Comité Permanente votó por despejar la plaza por la fuerza. Con el respaldo de dicha decisión, Deng Xiaoping dio la orden a Yang Shangkun para que la Comisión Militar Central ejecutara el plan.