Aunque en aquellos momentos desconocíamos la importancia del inminente peligro, la perspectiva de quedarnos atrapados en la plaza hizo estremecer a toda la línea defensiva. Cuando el silencio se volvía insoportable, hablábamos de nuestra procedencia y de lo que teníamos planeado hacer en el futuro. Aquellas conversaciones, normalmente importantes para personas de nuestra edad, aquella noche parecían tan superficiales que imagino que ninguno de los que estaba allí se ha acordado nunca de lo que dijo u oyó. Pero hablábamos porque el silencio y nuestra imaginación nos asustaban. Estoy segura de que muchos de nosotros pensamos en la muerte.
Al cabo de los años seguía recordando aquella noche con extrañas sensaciones. Parecía surrealista pensar en la muerte a los veintidós años. Pero a medida que fue transcurriendo el tiempo, el recuerdo se desvaneció y, con él, el miedo que había sentido en mi interior. Pero aún me sorprendo recordando aquella noche, a veces en los momentos más insospechados, como cuando voy conduciendo por las calles de París o caminando por la Quinta Avenida en Nueva York, o cuando estoy sentada en la escalinata de la plaza de España en Roma. En el preciso momento en que me digo a mí misma «¡Qué noche tan hermosa!», me acuerdo de aquella noche en concreto. Supongo que el miedo a la muerte y el amor por la vida son como hermanos siameses, inseparables. Y aún me encuentro preguntándome qué vida llevan hoy los demás y si sus recuerdos de aquellas noches en la plaza de Tiananmen también se deslizan sigilosamente en su cabeza, como hacen los míos.
Aquella noche, después de lo que pareció una eternidad, se me empezaron a entumecer las piernas. Entonces, súbito como un disparo, llegó el estruendo de los camiones; habían llegado nuestros relevos. Era alrededor de las 2.30 de la madrugada. Todos nos levantamos de un salto inmediatamente, abandonamos nuestras posiciones y corrimos como locos hacia el aparcamiento.
Eimin y yo seguimos a la multitud y encontramos los dos camiones que habían venido a buscarnos. Los grupos se habían mezclado por completo; las personas que estaban cerca de los vehículos se abrían paso a empellones para subir y las que se encontraban aún a cierta distancia se apartaban unas a otras para acercarse. Cuando nosotros llegamos, el primer camión ya estaba lleno. Todo el mundo se precipitó hacia el segundo. En la parte trasera había un estudiante alto y fuerte que controlaba cuanto podía a la multitud. Justo cuando quedaban unas diez personas entre nosotros y el camión, empezó a hacer retroceder a la gente.
– El camión está lleno. Ya no cabe nadie más.
La gente estaba enojada.
– ¿Y nosotros qué? ¿Va a venir otro?
– No. Esta noche sólo tenemos estos dos camiones. Tendréis que esperar aquí hasta que volvamos a buscaros.
– ¿Qué? Hay dos horas de aquí a la Universidad de Pekín. Será de día cuando volváis.
– ¿No podrías hacer una excepción? -preguntó Eimin.
El chico de seguridad lo miró por unos momentos.
– ¿Xu Eimin, psicología?
– Sí.
– El año pasado fui alumno suyo. Vamos.
Le guiñó un ojo a Eimin y nos ayudó a subir al camión. El vehículo tomó la carretera de circunvalación y torció a la izquierda por el bulevar de la Paz Eterna. A medida que nos alejábamos de la plaza de Tiananmen, noté que el corazón me latía más despacio. La noche más larga de mi vida había concluido.
Menos de veinticuatro horas más tarde, los tanques pasaron por el mismo bulevar y los soldados abrieron fuego.
Manó sangre del cielo.
Capítulo 15: Sangra que mana del cielo
«La sangre tiñó de rojo la hierba; los lobos estaban apostados en lo alto.»
Li Bai, siglo viii
Dormimos hasta las tres y media de la tarde; cuando nos despertamos, el sol brillaba demasiado y el calor en la habitación era excesivo. Nos dimos cuenta de que no habíamos comido nada aparte de la salchicha y los bollos al vapor que tomamos en Tiananmen la noche anterior, así que compartí un poco de leche fría y media tableta de chocolate con Eimin y me sentí mejor.
Salimos por la puerta sur y doblamos a la derecha por la calle Haidian. El aire ardía. Unas cuantas mujeres bajaban por la calle ocultando el rostro bajo unos parasoles. La pequeña tienda donde vendían sopa de fideos y de wonton estaba abierta, pero había pocos clientes. Antes había sido una tienda de informática, pero el local se quedó pequeño. Hacía unos cuantos meses trasladaron los ordenadores a Zhongguancun, el barrio de la Puerta Media, el nuevo distrito de alta tecnología que había montado el gobierno.
La hija del propietario nos trajo unos grandes cuencos de sopa wonton y luego fue por ahí limpiando las mesas. Detrás del mostrador, sus padres hablaban con su acento del campo, que sonaba como si cantaran con la parte posterior de la garganta. Eimin y yo nos tomamos la sopa rápidamente sin dirigirnos palabra. A pesar de las horas que había dormido estaba exhausta. Pensé en quienes hacían de monitores estudiantiles en la plaza noche tras noche y me pregunté de qué materia estaban hechos que podían pasarse noches y noches sin acostarse.
Después de la sopa compramos unos helados, regresamos al campus y paseamos sin prisa por sus frondosos senderos. Muchos estudiantes salían también a dar un paseo después de comer y compartían la sombra con nosotros. Eran poco más de las seis. De pronto, el sistema de megafonía de la universidad se puso en marcha y emitió un comunicado oficial a todo volumen. Eimin y yo nos acercamos a uno de los altavoces para oír con más claridad lo que decía la locutora:
«Hoy, 3 de junio de 1989, el Gobierno Municipal de Pekín y el Centro de Mando de la Ley Marcial han hecho público conjuntamente el siguiente comunicado urgente:… con efecto inmediato… los ciudadanos de Pekín tienen que prestar la máxima atención. Por favor, manténganse alejados de las calles y de la plaza de Tiananmen. Todos los trabajadores tienen que permanecer en sus puestos. En pro de su propia seguridad, todos los ciudadanos deben quedarse en sus casas.»
– Algo malo está a punto de ocurrir -dijo Eimin.
A los pocos minutos se repitió el comunicado y luego lo volvieron a emitir. Eimin y yo nos fuimos a casa a toda prisa y encendimos el televisor. Todos los canales estaban retransmitiendo el mismo comunicado.
«A primera hora de esta mañana, un pequeño grupo de elementos contrarrevolucionarios volcó vehículos del ejército, pinchó neumáticos y atacó a soldados del EPL. Su objetivo era provocar disturbios antirevolucionarios. El Gobierno Municipal de Pekín y el Centro de Mando de la Ley Marcial, por tanto, hicieron público el siguiente comunicado de urgencia:… con efecto inmediato, los ciudadanos de Pekín tienen que prestar la máxima atención…»
En la pantalla del televisor vimos un coche del ejército en llamas. Algunos autobuses, quemados y volcados, bloqueaban los principales cruces a lo largo del bulevar de la Paz Eterna. Se podía ver a grupos de estudiantes que corrían y daba la impresión de que era al amanecer.
Eimin y yo bajamos corriendo al Triángulo. Cientos de personas se habían reunido allí y había más de camino.
«Grandes contingentes de soldados han entrado en la ciudad y se dirigen a la plaza. Algunos de ellos van armados con fusiles y acompañados de tanques y vehículos blindados. Otros van vestidos de paisano y se desplazan a pie o en vehículos civiles, con cuchillos y barras de hierro», dijo la locutora de la emisora estudiantil.
– Compañeros estudiantes, tenemos que defender la plaza de Tiananmen -exhortó un estudiante que parecía estar al mando-. Pedimos a todos los compañeros que estén disponibles que se dirijan a la plaza. Cuanta más gente podamos reunir, más segura estará Tiananmen.
En aquel punto fue interrumpido por otro joven que añadió: