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Salí andando lentamente del edificio. El día era seco y la luz del sol, deslumbrante. Pisé la acera y me detuve. Me sentía agotada.

Miré hacia arriba. A través de la blanca luz solar vi un camión abierto que se acercaba por la puerta sur. Iba despacio y lo seguía una enorme multitud.

El camión pasó cerca de mí. Vi a un hombre con una bata blanca manchada de sangre entre las manos y la barbilla hundida en el pecho. Iba sentado al lado de varios estudiantes, uno de los cuales estaba herido en la cabeza. Parecían exhaustos. Caí en la cuenta de que debían de haber estado en la plaza de Tiananmen.

Me uní a la multitud que seguía al camión. Mientras caminábamos detrás, vi que había otra persona tumbada en el vehículo, tal vez malherida o demasiado cansada como para mantenerse erguida. El camión giró a la izquierda a la altura del teatro y se detuvo delante del comedor número tres.

– Queridos compañeros. -Uno de los estudiantes se puso en pie y empezó a hablar por un megáfono-. Venimos del centro de la ciudad, donde el ejército ha cometido el más sangriento de los crímenes, el de matar a gente inocente. Muchos de nuestros compañeros y vecinos también han resultado heridos. El doctor Fang pertenece a los Servicios de Urgencias de Pekín. Estaba en Tiananmen la noche pasada.

El hombre de la bata blanca se levantó. Tenía poco más de treinta años. Llevaba otra bata blanca en las manos. El estudiante le sostuvo el megáfono para que hablara. Él se aclaró la garganta y empezó:

– Fui a la plaza con la ambulancia y mi colega el doctor Liang a eso de la una de la madrugada. Cuando llegamos allí, desconectamos la sirena. Inmediatamente vimos que algo ardía en la esquina noroeste. -Volvió a aclararse la garganta-. A la luz de las llamas vimos a unas docenas de estudiantes que lanzaban piedras, ladrillos y bidones de gasolina. Muchos de los bidones se estrellaron contra el suelo no muy lejos de donde estaban ellos y empezaron a arder. El fuego iluminó las hileras de camiones y tanques aparcados a unos doscientos metros de distancia. Oímos disparos y vimos que algunas personas caían al suelo. -El doctor hizo una pausa; se le entrecortó la voz-. Cuando la ambulancia se detuvo cerca del fuego salimos de un salto. Oí a gente que gritaba: «Allí hay dos heridos». Corrimos inclinados hacia los heridos. Todos llevábamos las batas blancas con los brazaletes de la Cruz Roja, pero el tiroteo no cesó. Las balas pasaban silbando. Seguimos adelante. El doctor Liang gritó: «No disparéis, somos médicos».

Se calló de pronto. La muchedumbre lo miraba fijamente. El silencio era absoluto. El doctor mostró la bata blanca que llevaba. Estaba manchada de sangre.

– Pero le dispararon.

Le temblaba la voz. No pudo seguir hablando. Levantó la bata para que la gente la viera y para ocultar las lágrimas que rodaban por su rostro.

Lloré. Oía sollozos a mi alrededor.

Tras unos momentos, quien nos hablaba recuperó la voz.

– El doctor Liang murió intentando salvar a otros, murió por cumplir con su deber como médico. Era…

Su voz se fue apagando poco a poco. Un pinbanche, un carro de madera enganchado a una bicicleta, se detuvo junto al camión. En el carro había un estudiante con la bandera roja de la Universidad de Pekín. La gente se apartó para dejar pasar al carro.

El doctor se sentó y se tapó la cara con las manos, entre sollozos. Dos de los estudiantes saltaron del camión. El que llevaba la bandera se la pasó al conductor del carro y fue a reunirse con los otros dos. Empezaron a sacar a la persona que yacía en la parte trasera del camión.

Estaba muerto, no herido ni simplemente cansado, como yo había creído.

Se hacía difícil calcular su edad. Su rostro estaba pálido, con un matiz azulado, pero sin lugar a dudas era un estudiante. Incluso muerto, tenía el aspecto de lo que los campesinos llamaban «un hombre que lee libros». Las manos, que tal vez nunca sostuvieron otra cosa que no fueran lápices y plumas, le colgaban inertes. Era difícil decir dónde lo habían herido exactamente o cómo había muerto. Tenía sangre en la cabeza, en el pelo y en su chaqueta Mao de color gris, ahora desabrochada. El chaleco que había sido blanco era rojo.

Dejaron el cuerpo en el pinbanche con cuidado.

– Nuestro querido compañero murió en el bulevar de la Paz Eterna -dijo el estudiante del megáfono-. Murió defendiendo la libertad por la que tanto luchamos nosotros. Es nuestro héroe. Es el hijo más leal de nuestra patria. Su muerte no será en vano. Llegará el día en que los asesinos sean castigados.

Las lágrimas manaban copiosamente entre la multitud y pronto el único sonido que se oyó fue el de los sollozos.

El carro de madera empezó a avanzar. Los dos estudiantes se sentaron uno a cada lado del cadáver, como si fueran guardias, mientras que el tercero desplegaba la bandera. Iban a llevar el cuerpo por los senderos del campus. La gente tenía que ver al muerto con sus propios ojos y honrarlo.

Alguien empezó a cantar La Internacional. Los estudiantes que había de pie en el camión se sumaron al canto. El doctor se incorporó y cantó también. Cada vez cantaban más y más personas de entre la multitud:

¡Arriba, parias de la tierra,

en pie, femélica legión!

Atruena la razón en marcha,

es el fin de la opresión.

Me abrí paso a empujones para apartarme del gentío, ya no podía soportarlo más. Las lágrimas rodaban por mi rostro. En cuanto dejé la multitud, empecé a correr como si pudiera huir de la sangre, la muerte y el miedo.

Cuando llamé otra vez a la puerta de Dong Yi, me abrió su compañero de habitación. Ya se marchaba. Aquel día, en el campus, todo el mundo iba a alguna parte o estaba haciendo algo.

– ¿Sabes dónde está Dong Yi? -le pregunté.

– No lo he visto desde que se marchó anoche -respondió al tiempo que cerraba la puerta con llave.

– ¿Adónde fue?

– A la plaza de Tiananmen.

Se volvió para mirarme con el rostro lleno de tristeza, como muchos de los que había visto aquel día. Nos quedamos allí, mirándonos, unos segundos.

– Me voy -dijo, y desapareció escaleras abajo.

Es la manera que tenemos los chinos de despedirnos de alguien cuando no sabemos qué más decir.

No me moví. No podía pensar. Salí otra vez a la luz del sol y subí por el sendero bordeado de árboles hacia el Triángulo.

El camión ya no estaba. La gente se dedicaba a reunir y quemar sus carnés de miembros del Partido. Aparecieron nuevos carteles en la pared que instaban a la gente a darse de baja del Partido y de su Liga de Juventudes. La emisora anunció que los estudiantes que habían logrado salir sanos y salvos de la plaza de Tiananmen estaban llegando al campus en aquellos momentos.

La multitud empezó a moverse hacia la puerta sur. Nos alineamos y esperamos con impaciencia el regreso de nuestros compañeros. Llegaron a mediodía. Chai Ling iba al frente de la columna, saludando con la mano al gentío. La muchedumbre aplaudió. Mi antigua compañera de habitación había cambiado. Estaba más morena y más delgada, y parecía más segura de sí misma.

Los estudiantes daban la impresión de estar muy cansados por los acontecimientos de la noche anterior y la larga caminata de vuelta. La gente iba de un lado a otro tratando de encontrar los rostros de sus amigos y personas queridas. Saludaban con la mano y llamaban a gritos a los que reconocían. Miré con mucha atención todos los rostros de la columna que marchaba, pero no vi a Dong Yi.

Al cabo de veinte minutos nos reunimos todos en el Triángulo. Chai Ling nos habló desde la emisora estudiantil.

Dijo que los estudiantes se habían retirado de la plaza de Tiananmen para que no hubiera más víctimas. Pero aquello no era el fin de nuestra lucha. Al contrario, acababa de empezar una nueva pugna. Los estudiantes llevarían nuestra lucha al pueblo, a la clandestinidad. Nos exhortó a no cejar hasta que hubiera libertad y democracia en nuestra patria.