Siempre reinaba una gran tristeza cuando mis padres recordaban cómo la Revolución Cultural había arruinado la vida de muchos de sus amigos y colegas. Pensaban en sus propias vidas y en cómo podría haber sido todo si la Revolución Cultural no hubiera tenido lugar. Venían a la mente tantos «¿y si…?».
Al fin llegó el verano en Nanchuan, y el día de nuestra partida. Varios amigos de mis padres, incluido Xiao Li, vinieron a ayudarnos.
Decidimos partir a primera hora de la mañana para poder evitar así las horas en que el sol quemaba con más dureza. En realidad, nos fuimos tan temprano que aún había niebla en las cimas de las montañas. Dos hombres jóvenes y fuertes empujaban las carretas cargadas con nuestras pertenencias, en tanto que otras cinco personas transportaban pequeños bultos del equipaje. Mi madre llevaba a Xiao Jie en brazos, mientras papá sujetaba una caja de cartón llena de vajilla con una mano y me daba a mí la otra. Debí dejar atrás mi adorada cesta, puesto que no serviría de nada en Pekín.
Al descender lentamente por la montaña oíamos el sonido del río en el valle. A nuestro alrededor no había más que vegetación infinita hasta allí donde alcanzaba la vista. Las flores silvestres asomaban aquí y allá. A medida que íbamos bajando, el campo de trabajo en el que habíamos vivido durante los últimos tres años se perdió de vista. En seguida vimos la carretera al pie de la montaña. Habíamos recorrido el sendero por última vez.
En cuanto el equipaje estuvo cargado en la baca del autobús, dijimos adiós con la mano a los que nos habían ayudado. El autobús empezó a moverse. Me di la vuelta, miré por la ventanilla trasera… y vi a una niña pequeña que bajaba por el sendero de la montaña con una diminuta cesta en la espalda, sola, rodeada de innumerables azaleas de un rojo intenso.
Capítulo 2: Carita blanca
«Magníficas fortalezas y un largo camino, duro como el acero,
hoy iniciamos nuestro viaje desde el principio.»
Mao Zedong, 1935
Cuando regresamos a Pekín, mi madre descubrió que le habían quitado tanto el trabajo como la vivienda.
Mientras los intelectuales estaban en los campos de trabajo, un nuevo movimiento llamado «Ayuda a la izquierda» se había extendido por las ciudades. El personal del ejército se instaló en los edificios gubernamentales y en las universidades para apoyar a los insurrectos guardias rojos, que se habían hecho cargo de la dirección del país. Así pues, desde el verano de 1972 hasta la primavera de 1973, los intelectuales regresaron con gran ilusión a las ciudades… sólo para encontrarse con que sus familias no tenían un lugar donde vivir. Además, a pesar de su regreso, China como nación seguía ocupada haciendo la revolución. La mayor parte de los trabajos de oficina se habían eliminado. Las fábricas funcionaban, pero lo hacían exclusivamente bajo las órdenes de los guardias rojos o de los líderes del joven Partido Comunista.
Nos vimos obligados a residir en un alojamiento temporal durante muchos meses, y al final, aquella incertidumbre hizo que mi madre se decidiese a enviar a mi hermana a Taiyuan, con sus padres, durante un año. Por segunda vez tuvo que renunciar a su hija menor.
Muchos meses más tarde, a mi madre le dieron un trabajo como administradora en un programa de reeducación que se impartía en un campus abandonado situado en el extremo del distrito universitario en Pekín oeste. Antes de la Revolución Cultural, la universidad había educado a los muchos diplomáticos chinos. Comenzada la Revolución Cultural se cerraron las universidades de todo el país. Mandaron a los jóvenes chinos al campo, a trabajar la tierra para las Cooperativas Populares y a recibir educación de los campesinos revolucionarios.
Mientras reeducaban a la juventud en el campo, en la ciudad continuaba la rehabilitación de los intelectuales. Se crearon muchos programas de reeducación llamados Xuexiban, o clases de aprendizaje, con el objetivo de enseñar marxismo, leninismo y las propias ideas de Mao a los intelectuales que habían regresado. «La reforma del pensamiento es una larga marcha de 10.000 kilómetros», dijo Mao. Después del campo de trabajo, a mi madre aquellas clases le parecían inútiles, aunque no demasiado duras.
Mientras mi madre asumía sus nuevas obligaciones, yo fui a la escuela primaria de Dayouzhuang. En chino, Dayouzhuang significa «el pueblo que tiene muchas cosas». Pero nada más lejos de que fuera cierto, pues, en realidad, Dayouzhuang tenía muy poco. La calle principal del pueblo era un camino de tierra en el que sólo había dos comercios: una pequeña tienda de artículos diversos en la que se vendía de todo, desde salsa para cocinar, especias y jabón hasta toallas y almohadas. Frente a dicho establecimiento había un tendero que vendía frutas, verduras y, algún que otro día, carne. La mayor parte del tiempo el mostrador de la carne estaba vacío.
La escuela primaria estaba situada en el extremo oeste del pueblo, en una casa tradicional china con patio interior, que antes de 1949 había pertenecido al terrateniente del lugar. Casi todos los alumnos de la escuela primaria de Dayouzhuang eran hijos de campesinos de los pueblos vecinos. La escuela tenía un pésimo prestigio académico y era conocida por los delitos y disturbios que en ella acontecían. Por desgracia para mí, era la que le correspondía a la cuadrilla de mi madre.
No teníamos calefacción en las aulas. Cuando el invierno se volvía despiadadamente frío, entre diciembre y febrero, se distribuía una pequeña estufa para cada aula. Todos los alumnos nos quedábamos después de las clases para hacer bolas de carbón para esas estufas: teníamos que hacer rodar el carbón hasta conseguir unas bolitas lo bastante pequeñas para alimentar las estufas del aula. El viento huracanado de Mongolia nos agrietaba la piel de las manos y la cara mientras permanecíamos sentados en los peldaños del patio de la escuela intentando hacer bolas de carbón perfectamente redondas. Cuando ya había oscurecido demasiado para trabajar en el patio, mis compañeros de clase y yo abandonábamos la escuela con las manos ennegrecidas y nos íbamos a casa a ver qué tipo de plato fabuloso habían ideado nuestras madres con lo único que comíamos durante todo el invierno: col.
Resultaba que la mayoría de mis compañeros de clase, los hijos de los campesinos, no tenían col suficiente. Sólo los empleados del gobierno tenían el privilegio de disponer de cuatro kilos de col (que tenían que durarles todo el invierno) por cada persona de la casa. Como mi padre vivía en Shanghai, el día que mi madre iba a recoger la col que le correspondía era siempre un gran acontecimiento para ella. Tenía que empezar organizando la carreta de madera y la ayuda de sus compañeros de trabajo con unos cuantos días de antelación para poder volver con las coles. En aquellos tiempos, la cola más larga de Pekín era la que se formaba en la puerta del centro de distribución de col. Recuerdo haber tenido que esperar medio día para entregar nuestro cupón y luego otro medio para traer las coles. Luego, mi madre y yo las metíamos en cestas que guardábamos fuera, en las ventanas. Entonces mi madre se pasaba los días siguientes preparando col con vinagre mientras yo contaba las «flores de hielo» que se formaban en la ventana. Nuestra sala de estar-cocina, una de las dos habitaciones que mi madre tenía asignadas, iba a estar todo el invierno llena de tarros de arcilla con col en vinagre. El olor era espantoso, y cada día, al volver de la escuela, tenía que detenerme en el umbral de la puerta para dejar que mi olfato se acostumbrara a él. Para asegurarse de que nos durase todo el invierno, mi madre hacía sopa de col en vinagre casi en cada comida. Después, durante muchos años, cuando llegaba el invierno, o incluso cuando empezaba a notarse un poco de frío en el aire, yo tenía la sensación de que olía a col en vinagre hervida.