– El a-gua… Por ca-ri-dad, a-yú-den-me… -Cí avanzó hacia él.
El alguacil retrocedió aterrado mientras el moribundo se le acercaba. Estaba a punto de alcanzarle cuando Cí se tambaleó, perdió el equilibrio y se desplomó de bruces contra el suelo esparciendo un saco de arroz sobre la cubierta. Cuando Wang le dio la vuelta descubrió el rostro tembloroso de Cí encharcado en sangre, arroz y saliva.
– ¡La enfermedad del agua venenosa! -exclamó Wang apartándose de un salto.
– ¡El agua venenosa…! -repitió Kao palideciendo.
El alguacil retrocedió temeroso hasta que sus talones encontraron el fin de la gabarra. Sin volver la cabeza, descendió hasta su barcaza de un salto y ordenó a su ayudante que se alejara.
– ¡Que remes te digo! -aulló como un energúmeno.
El ayudante dio un respingo y empujó la pértiga como si en ello le fuera la vida. Luego, poco a poco, la barca se fue alejando río abajo hasta perderse en la lejanía.
Wang aún se preguntaba qué estaba sucediendo cuando Cí se incorporó como por ensalmo.
– ¿Pero…? ¿Pero cómo lo has hecho? -balbució. El joven parecía tan sano como una manzana recién cortada.
– ¡Ah! ¿Esto? -Se despojó de las manoplas y escupió unos restos sanguinolentos-. Bueno, me dolió un poco cuando me mordí las mejillas. -Mintió en lo que atañía al dolor-. Pero por la cara que ha puesto el tipo, el teatro ha merecido la pena.
– ¡Maldito tramposo…!
Los dos rieron. Wang echó un vistazo al pequeño punto en el que se había convertido la embarcación del alguacil y se volvió hacia Cí con el gesto cambiado.
– Seguro que se dirigen a Lin’an. No sé lo que habrás hecho y, la verdad, tampoco me importa, pero atiende a esto: cuando desembarques, abre bien hasta el ojo del culo. La mirada de ese Kao era la de un perro de presa. Ha olido tu sangre y no parará hasta saborearla.
Tercera parte
Capítulo 11
Durante los últimos meses, Cí había anhelado regresar a Lin’an, pero ahora que las colinas se recortaban sobre la capital, su estómago se encogía como un fuelle oprimido. Ayudó a Wang a soltar la amarra del navío que les había remolcado costa arriba desde Fuzhou y levantó la mirada.
La vida le esperaba.
A través de la bruma, la gabarra remontó perezosa hacia el cementerio del Zhe, el enorme estuario donde sucumbían las enfermas aguas del gran río para confluir con la inmundicia del lago del Oeste y anunciar, con su insoportable hedor, la riqueza y la miseria de la reina de todas las urbes: Lin’an, la capital de la gran prefectura, la antigua Hangzhou, el centro del universo.
Un tímido sol bañaba los cientos de barcazas que, asfixiadas en un palmo de agua, luchaban contra el enjambre de sampanes y juncos que extendían sus rígidas velas para sortear los imponentes navíos mercantes, las gabarras semihundidas, los botes de madera carcomida y las casas flotantes que se aferraban desesperadamente a la podredumbre de sus cimientos.
Poco a poco, Wang condujo su gabarra por el incesante hormiguero fluvial hasta convertirse en uno más de los enloquecidos tripulantes que se disputaban, cual perros un hueso, un sitio por el que navegar con sosiego. La tranquilidad de la travesía se había transformado en un frenesí de gritos y de jadeos, de avisos y de insultos tintados de amenazas que se convertían en golpes cuando las cubiertas se entrechocaban. Cí intentó seguir las órdenes de un Wang tan exaltado que hubiera sido capaz de tirar a alguien por la borda.
– ¡Maldito seas! ¿Dónde aprendiste a remar? -bramó Wang-. ¿Y tú de qué te ríes? -increpó a su tripulante-. Me da igual cómo tengas la pierna. Deja de pensar en tus putas y arrima el hombro. Atracaremos más adelante, lejos de los almacenes.
Ze obedeció de mala gana, pero Cí no contestó. Bastante tenía él con agarrar la pértiga con fuerza e impedir que se le escapara.
Cuando la aglomeración les dio un respiro, Cí alzó la mirada. Nunca antes había contemplado Lin’an desde el río y su grandeza le maravilló. Sin embargo, conforme se acercaban al muelle, rememoró un paisaje que, a semejanza de un familiar lejano, parecía recibirle con alegría.
La ciudad continuaba indemne, imperturbable y orgullosa, cobijada tras las colinas boscosas que protegían su flanco occidental y que dejaban expuesto su frente meridional, allá donde el río la mojaba. Sólo así cobraba sentido el enorme foso inundable y la portentosa muralla de piedra y tierra prensada que impedían el acceso desde el agua.
Un pescozón le sacó de su ensimismamiento.
– Deja de mirar y rema.
Cí volvió a la tarea.
Emplearon más de una hora en atracar lejos del muelle principal, frente a una de las grandes puertas, de las siete que desde el río daban acceso a la ciudad. Wang había decidido que Cí y Tercera desembarcaran allí.
– Será lo más seguro. Si alguien te espera, lo hará cerca del Mercado de Arroz o en el puente Negro de los barrios del norte, donde se desestiban las mercancías -le aseguró.
Cí le agradeció su ayuda. Durante las tres semanas que había durado la singladura, aquel hombre había hecho más por él que todos los vecinos de su aldea. Pensó que, pese a su aparente frialdad y a su impostado mal humor, era el tipo de persona al que uno le confiaría su hacienda. Wang le había permitido viajar hasta Lin’an y le había proporcionado trabajo durante la travesía. Todo ello sin ninguna pregunta. Wang le dijo que no necesitaba hacérselas.
Supo que jamás le olvidaría.
Se acercó a Ze para despedirse y echar un último vistazo a la herida de su pierna. No tenía mal aspecto. Comprobó que cicatrizaba bajo la presión de las mandíbulas de las hormigas.
– Dentro de un par de días, arranca las cabezas. Pero la tuya déjatela puesta, ¿eh? -Cí le palmeó la espalda.
Ambos se rieron.
Cogió a su hermana de la mano y se echó al hombro el saco con sus pertenencias. Antes de desembarcar, miró de nuevo a Wang. Iba a reiterarle su agradecimiento cuando el hombre se le adelantó.
– Tu sueldo… Y un último consejo: cámbiate de nombre. Cí te traerá problemas -le dijo, y extendió frente a él una talega.
En cualquier otra circunstancia Cí habría rechazado las monedas, pero sabía que para sobrevivir los primeros días en Lin’an necesitaría hasta la bolsa que las contenían. Ensartó las monedas en un cordel y se las anudó a la cintura.
– Yo… -Terminó de enlazarlas y las ocultó bajo la camisa.
Le dolió alejarse del patrón. Durante los días de travesía, su carácter huraño le había recordado a su padre, y ahora que se despedían, en su cabeza resonaban las enigmáticas palabras que había pronunciado Wang en la barcaza:
«Ese alguacil ha olido tu sangre y no parará hasta saborearla».
Tembló como un cachorro ante la gigantesca muralla de ladrillos encalados, horadados en su centro por la apertura de la Gran Puerta. Era el último escollo, la boca del dragón cuyo espinazo había de atravesar para enfrentarse a su gran sueño. Y ahora que lo tenía al alcance de la mano, le invadía un temor desconocido.
«No lo pienses, o no lo harás».
– Vamos -dijo a Tercera y, confundidos con la vorágine de personas que como una catarata desembocaba en la ciudad, atravesaron la Gran Puerta de la muralla.