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Tras la gigantesca barrera todo permanecía como lo recordaba: las mismas chabolas de la ribera, el penetrante olor a pescado, el frenesí de los comerciantes y chamarileros mezclado con el ruido de los carros, el sudor de los mozos luchando contra los berridos de los animales, los farolillos rojos bamboleándose en los portalones de los talleres, las tiendas de seda, jade y baratijas, el trasiego de mercancías exóticas, los interminables puestos multicolores arracimados unos sobre otros como azulejos descuidadamente amontonados, el bullicio de los tenderetes, los gritos de los vendedores atrayendo a los clientes o espantando a los chiquillos, los toneles de comida y bebida…

Caminaban sin rumbo fijo cuando de repente sintió cómo la mano de Tercera tironeaba de la suya con insistencia. Al mirarla, la encontró ensimismada contemplando un llamativo puesto de golosinas regentado por una especie de adivino, a decir del aparatoso cartel coloreado que lucía a los pies de su pequeña mesa destartalada. Se entristeció por Tercera, porque su carita desbordaba ilusión, pero no podía gastar lo poco que le había dado Wang en un puñado de golosinas. Iba a explicárselo cuando el adivino se adelantó.

– Tres qián. -Y le ofreció dos caramelos a la cría.

Cí contempló al hombrecillo que sonreía como un idiota mostrando sus encías desnudas mientras agitaba la mercancía. Iba ataviado con una vieja piel de asno que le confería un aspecto a medio camino entre lo repulsivo y lo extravagante, y que competía en notoriedad con un estrafalario gorro de ramas secas y molinillos de viento bajo el cual asomaba un manojo de canas. El adivino era lo más parecido a un mono que había visto nunca.

– Tres qián -insistió el hombre con la sonrisilla.

Tercera intentó coger los caramelos, pero Cí se lo impidió.

– No podemos permitírnoslo -susurró al oído a la cría. Con tres qián podía comprar una ración de arroz que les mantendría alimentados todo el día.

– ¡Oh! ¡Yo sólo puedo comer caramelos! -argumentó Tercera muy seria.

– La chiquilla tiene razón -terció el hombrecillo, que no perdía detalle-. Ten. Prueba un poco. -Y le ofreció un trozo envuelto en un vistoso papel encarnado.

– No insistas. No tenemos dinero. -Cí le apartó la mano secamente-. Venga, vámonos.

– Pero ese hombre es un adivino -gimoteó Tercera mientras se alejaban-. Si no le compramos los dulces, nos embrujará.

– Ese hombre es un falsario. Si de verdad fuera adivino, habría adivinado que no podemos comprarlos.

Tercera asintió. Carraspeó un poco y tosió. Al oírla, Cí se detuvo en seco. Reconocía aquella tos.

– ¿Te encuentras bien?

La pequeña volvió a toser, pero afirmó con la cabeza. Cí no la creyó.

De camino hacia la avenida Imperial, Cí miró a su alrededor. Conocía bien aquel lugar. Conocía a todos los buscavidas, vagos, titiriteros, pordioseros, charlatanes y ladrones que pululaban por allí. Conocía todos sus trucos: los que supieran y los que pudieran inventar. Durante el tiempo que trabajó a las órdenes del juez Feng, no hubo día en el que para resolver algún crimen no acudieran al suburbio extramuros donde ahora se encontraban. Y lo recordó con temor. Allí, las mujeres se vendían en las esquinas, los hombres languidecían consumidos por la bebida, una mala mirada podía arrebatarte la vida y un mal gesto dar con tus huesos en el canal. Era lo normal. Pero también era donde habitaban los soplones, y por eso lo frecuentaban. Por su ubicación junto al puerto, entre la antigua muralla interior y la exterior que circundaba la ciudad, era el arrabal más pobre y peligroso de Lin’an. Y por esa misma razón le preocupaba no saber dónde dormirían aquella noche.

Maldijo la ley que obligaba a los funcionarios a establecer su lugar de trabajo en una ciudad diferente a la de su nacimiento. La medida se había promulgado para evitar los actos de nepotismo, prevaricación y cohecho que solían darse entre familiares, una forma de cercenar la tentación de aprovechar el cargo para beneficiar ilegalmente a los más allegados. Sin embargo, la consecuencia negativa era que separaba a los funcionarios de sus familias. Por esa razón no tenían a nadie en Lin’an. En realidad, no tenían a nadie en ningún lugar. Sus tíos paternos habían emigrado al sur y muerto durante un tifón que había asolado la costa. De la familia de su madre no sabía nada.

Debían apresurarse. Con el crepúsculo, los altercados se sucedían en el arrabal. Tenían que abandonarlo y encontrar cobijo en otro sitio.

Tercera se quejó, y con razón. Llevaba rato soportando los gruñidos de su estómago sin que a Cí pareciera interesarle, así que se plantó en el suelo.

– ¡Quiero comer!

– Ahora no tenemos tiempo. Levántate si no quieres que te arrastre.

– Si no comemos, me moriré, y entonces tendrás que arrastrarme a todas partes. -Su carita rebosaba determinación.

Cí la miró compungido. Pese a la necesidad que tenían de encontrar un alojamiento, se dio cuenta de que debían detenerse. Buscó algún puesto de comida por los alrededores, pero todos le parecieron indecentemente caros. Finalmente, encontró uno atestado de pordioseros. Se acercó con asco y preguntó los precios.

– Estás de suerte, muchacho. Hoy los regalamos. -El hombre olía tan repulsivamente como las viandas que ofrecía.

El regalo de una ración de fideos resultó costar dos qián, y a Cí le pareció un robo. No obstante, era la mitad de lo que pedían en los demás negocios, así que compró una ración que el hombre vertió sobre un papel sucio para no servírsela en las manos.

Tercera frunció el ceño. No le gustaban los fideos porque eran el alimento de los bárbaros del norte.

– Pues tendrás que comértelos -le señaló Cí.

La pequeña cogió unos pocos con los dedos y se los metió en la boca antes de escupirlos con cara de asco.

– ¡Saben a ropa mojada! -se quejó.

– ¿Y cómo sabes a qué sabe la ropa? -le recriminó Cí-. Deja de quejarte y come como hago yo.

Cí echó un bocado y lo escupió.

– ¡Por el grandísimo demonio! ¿Pero qué porquería es ésta?

– Deja de quejarte y cómetelos -le replicó Tercera contenta.

Cí arrojó los fideos podridos al suelo, con el tiempo justo para evitar que dos pordioseros le atropellaran cuando se abalanzaron sobre los restos. Al ver cómo los devoraban, se arrepintió de haberlos tirado. Al final adquirió dos puñados de arroz hervido en otro puesto mientras se lamentaba por la estafa. Esperó a que Tercera acabase con su ración y le cedió la suya cuando advirtió que seguía hambrienta.

– ¿Y tú qué comerás? -le preguntó la niña con los carrillos llenos.

– Ya desayuné una vaca. -Y eructó para demostrarlo.

– Mentiroso. -Se rio.

– Es verdad. Mientras dormías. -Cí sonrió y rebañó con avidez los restos de arroz simulando que lo hacía para probarlo.

Tercera volvió a reír, pero un ataque de tos la sacudió. Cí se limpió los dedos y corrió a socorrerla. Los ataques cada vez eran más fuertes y frecuentes. Le aterraba que la pequeña acabara como sus hermanas. Poco a poco, la tos remitió, pero en la cara de Tercera aún permanecía el dolor.

– Te pondrás bien. Aguanta.

Rebuscó rápido en su talega. Sus dedos temblaban sin encontrar el remedio. Volcó el contenido y lo desparramó violentamente por el suelo hasta encontrar unas raíces secas. Era la última dosis de hierbas, apenas unas briznas. Pronto necesitaría más. Se las metió en la boca y le dijo que las masticara. Tercera sabía lo que debía hacer. Al poco de tragarlas, la tos se le alivió.

– Eso te ocurre por comer tan rápido -desdramatizó Cí, pero su rostro le traicionó.