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Por fortuna, desembarcó en el mercadillo de libros en el mejor momento del día, cuando los estudiantes de la universidad abandonaban las aulas para tomar un té mientras curioseaban los últimos volúmenes llegados desde las imprentas de Hionha. Entre las decenas de jóvenes aspirantes a funcionarios, pulcramente ataviados con sus blusones negros, Cí se vio a sí mismo un año atrás deambulando por aquel mismo parque en busca de textos forenses con los que saciar su sed de conocimientos. Jamás encontró ninguno, pese a saber, por el juez Feng, de la existencia de raros volúmenes. Conforme caminaba hacia los puestos especializados en contenidos legales, envidió las conversaciones que llegaban a sus oídos y que le hicieron rememorar sus días en la escuela superior: discusiones sobre la importancia del saber, sobre la preocupación por las invasiones del norte o sobre los debates respecto a las últimas corrientes neoconfucianas. Se reprendió al sorprenderse ensoñado con sus anhelos en lugar de afanarse en vender el libro. Dejó atrás a los vendedores de poesías y se dirigió hacia los surtidos de textos judiciales, advirtiendo que, tal y como imaginaba, el código penal resultaba un ejemplar bastante demandado. Tal vez por ello la oferta era variada, y los precios, casi ridículos. Le llamó la atención una edición del Songxingtong primorosamente encuadernada en seda púrpura, muy parecida a la que él llevaba envuelta bajo el brazo. Se acercó al librero y la señaló.

– ¿Cuánto?

El hombre se levantó de su taburete y avanzó parsimoniosamente hasta coger el volumen. Se sacudió el polvo de las manos y le mostró sus páginas como si acariciara a una hermosa mujer.

– Veo que sabes apreciar una auténtica obra de arte -le aduló-. Un Songxingtong escrito a mano con la delicada caligrafía del maestro Hang. Nada que ver con esas copias baratas, xilografiadas a espuertas.

Cí le dio la razón.

– ¿Cuánto? -insistió.

– Diez mil qián. Y es un regalo. -Se lo ofreció para que pudiera admirarlo.

Cí lo rechazó con amabilidad. Había olvidado que cualquier cosa en Lin’an era un regalo, pero, a juzgar por los nobles que examinaban otros volúmenes, los libros que poblaban las cajas de madera de aquel librero debían de ser auténticos tesoros. Se fijó entonces en un anciano de bigotes aceitados que se interesaba por el código que el librero acababa de mostrarle. Lucía una brillante toga roja y un gorro alado a juego, la indumentaria típica de un gran maestro. El anciano lo hojeó con delicadeza mientras su rostro se iluminaba, al tiempo que deslizaba suavemente sobre el texto la alargada uña de su dedo meñique. El hombre preguntó el precio al librero y torció el gesto cuando éste se lo dijo. Sin duda, le parecía caro, pero, en lugar de devolverlo, continuó examinándolo. Antes de dejarlo en su sitio, Cí escuchó al anciano decir que iba a buscar dinero y volvería para comprarlo. No se lo pensó.

– Perdone mi atrevimiento, venerable señor -lo abordó mientras se alejaba del puesto. El anciano profesor lo miró extrañado.

– Ahora tengo prisa. Si lo que pretendes es entrar en la academia, habla con mi secretario -espetó sin aminorar el paso.

Cí se extrañó.

– No. Disculpad, señor. Os he visto interesaros por un viejo volumen y, casualmente, yo dispongo de un ejemplar similar que os vendería mucho más barato…

– ¿Seguro? ¿Un Songxingtong escrito a mano? -desconfió.

Cí sacó el volumen del paño que lo envolvía y se lo mostró. El anciano lo cogió y lo abrió despacio. Tras examinarlo cuidadosamente, se lo devolvió a Cí, pero el joven no lo aceptó.

– Podéis quedároslo por cinco mil qián.

– Lo siento, joven, pero no compro a ladrones.

– Os equivocáis, señor. -El rostro de Cí se encendió-. El libro perteneció a mi padre, y le aseguro que no lo vendería si no necesitara el dinero.

– Muy bien. ¿Y quién es tu padre?

Cí frunció los labios. No deseaba revelar su identidad sabiendo que le estaban buscando. El anciano lo miró de arriba abajo mientras enarcaba las cejas. Le devolvió el libro y se giró.

– Señor, os aseguro que no miento. -El hombre continuó andando, pero Cí le persiguió hasta sujetarlo-. ¡Puedo demostrároslo!

El profesor se detuvo, contrariado. Si ya era un insulto abordar a un desconocido sin su consentimiento, más aún lo era retenerlo. Cí temió que avisara a la policía que patrullaba en el mercado, pero, por fortuna, no lo hizo. El hombre volvió a escrutarle antes de soltarse de su brazo de un tirón.

– De acuerdo. Veámoslo.

Cí carraspeó. Necesitaba el dinero. Necesitaba convencer a aquel hombre y sólo disponía de una oportunidad. Cerró los ojos y se concentró.

– El Songxingtong. Sección primera: de las penas ordinarias. -Cogió aire y continuó-: «La menos grave de las penas se ejecuta golpeando al reo con la parte más delgada del bambú, a fin de procurarle la vergüenza por sus torpezas pasadas y proporcionarle un saludable aviso sobre su conducta futura. La segunda pena se ejecuta con la parte más gruesa del bambú, para proporcionar mayor dolor y escarmiento. La tercera pena consiste en el destierro temporal a una distancia de quinientos li, con el objeto de conseguir del culpable el arrepentimiento y la corrección. La cuarta es el destierro completo y se aplica a los criminales que, siendo indeseables para la convivencia, aún no merecen el máximo tormento, decretándose para ellos un exilio mínimo de dos mil li. Por último, la quinta pena es la muerte de los criminales, llevada a cabo mediante degüello o estrangulación».

Esperó a que el académico emitiese su aprobación.

– No me impresionas, muchacho. Ya he visto ese truco otras veces.

– ¿Un truco? -Cí no le entendió.

– Os aprendéis un par de párrafos y pretendéis haceros pasar por estudiantes, pero llevo muchos años de profesor. Y ahora, vete de aquí antes de que llame a la patrulla.

– ¿Un truco? ¡Preguntadme! ¡Preguntadme lo que queráis, señor! -Le tendió el volumen.

– ¿Cómo?

– Lo que queráis -le retó.

El hombre miró fijamente a Cí. Abrió el volumen por una página al azar y dirigió la mirada al texto. Luego la volvió hacia Cí, que aguardaba desafiante.

– Muy bien, sabihondo. De la división de los días…

Cí tomó aire de nuevo. Hacía meses que no releía aquella sección.

«Vamos… Recuérdalo».

El tiempo pasaba y el hombre tableteó con el pie. Iba a devolverle el libro cuando Cí se arrancó.

– «El día se divide en ochenta y seis partes conforme al almanaque imperial. Un día de obra comprende las seis horas que median entre el amanecer y el crepúsculo. La noche ocupa otras seis, haciendo un total de doce horas diarias. Un año legal se compone de trescientos sesenta días completos, pero la edad de un hombre se contabilizará siguiendo el número de años del ciclo tomados desde el día que su nombre y nacimiento fueran llevados al registro público…».

– ¿Pero cómo…? -lo interrumpió.

– No os engaño, señor. El libro es mío, pero puede ser suyo por cinco mil qián. -Vio que el maestro no se decidía-. Mi hermana está enferma y necesito el dinero. ¡Por favor!

El hombre contempló el volumen escrupulosamente encuadernado, escrito a mano pincelada a pincelada como el más bello de los cuadros. El estilo de la letra era vibrante, conmovedor, poético. Suspiró al cerrarlo y se lo devolvió a Cí.

– Lo siento. Es realmente magnífico, pero… no puedo comprártelo.