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– ¿Pero por qué? Si es por el precio, puedo rebajároslo. Os lo dejo en cuatro mil… en tres mil qián, señor.

– No insistas, muchacho. De haberlo visto antes, sin duda lo habría adquirido, pero ya me he comprometido con el librero, y mi palabra vale más que cualquier rebaja que puedas ofrecerme. Además, no sería justo arrebatarte esa obra de arte abusando de tu necesidad. -Meditó un momento mientras contemplaba la cara de decepción de Cí-.Te diré lo que haremos: toma cien qián y conserva tu libro. Se nota que te duele venderlo. En cuanto al dinero, no te ofendas: considéralo un préstamo. Ya me lo devolverás cuando soluciones tu situación. Mi nombre es Ming.

Cí no supo qué decir. Pese a la vergüenza, cogió las monedas y las ensartó en su cinto, prometiéndole que antes de una semana se lo reintegraría con intereses. El anciano asintió con una sonrisa. Le saludó cortésmente y continuó su camino.

Cí guardó el libro y voló hacia la Gran Farmacia de Lin’an, el único dispensario público en el que podría encontrar la medicina que necesitaba por menos de cien qián. La Gran Farmacia estaba situada en el centro de la ciudad y no sólo era el almacén más grande, sino también el que proporcionaba caridad a quienes carecían de recursos.

«Pero hay que demostrar que la medicina es necesaria», se lamentó.

Ése era el problema. Si el enfermo no acudía personalmente a la farmacia, el familiar que le representaba tenía que aportar la prescripción de algún médico o pagar íntegramente el coste de los medicamentos. Pero, si no disponía de dinero para medicinas, ¿cómo demonios iba a satisfacer los honorarios de un médico? Aun así, continuó con su plan porque no quería arriesgarse a acudir con su hermana y que algún funcionario les reconociera.

A las puertas de la Gran Farmacia se encontró con el barullo provocado por unas familias indignadas que se quejaban del trato recibido. Evitó la entrada de los particulares y se dirigió hacia los mostradores de la caridad, donde los enfermos se agolpaban en dos grupos: uno, formado por una muchedumbre de tullidos, y otro menos nutrido pero más ruidoso, compuesto por emigrantes cargados de niños que corrían de un lado para otro.

Acababa de situarse junto a los segundos cuando el corazón se le paralizó. Cerca de los críos, un agente con la cara picada escoltado por un enorme perro inspeccionaba uno por uno a padres y niños separándolos a empujones. Era Kao, el alguacil que le estaba buscando. Sin duda, sabía lo de la enfermedad de su hermana y le estaba esperando. Si le descubría, no tendría la suerte que había corrido en el barco.

Iba a alejarse cuando observó que el perrazo se acercaba a él para olisquearlo. Podía ser casualidad, aunque también era posible que le hubiera rastreado a partir de alguna prenda recogida en la aldea. Intentó inútilmente contener la respiración, pero el animal gruñó. Cí lo maldijo. Imaginó que el alguacil no tardaría en advertirlo. El perrazo volvió a gruñir mientras giraba a su alrededor para acercar sus fauces a su mano. Pensó en apartarla y salir corriendo, pero en ese instante advirtió que el animal le estaba lamiendo los dedos.

Respiró con alivio. Lo que le había atraído era el olor de los fideos. Le dejó hacer y esperó a que se marchara. Luego retrocedió despacio hasta situarse junto al grupo de tullidos. Estaba a punto de conseguirlo cuando una voz le hizo dar un respingo.

– ¡Deténgase!

Cí obedeció en seco, con el corazón en la garganta.

– ¡Si la medicina es para un niño, vuelva a situarse en el otro lado! -resonó entre el griterío.

Se volvió más tranquilo. Había sido un dependiente que ya miraba para otro lado. Sin embargo, al girarse de nuevo, se dio de bruces con los ojos encendidos de Kao. Cí rogó para que no le reconociera.

Transcurrió un instante eterno hasta que el alguacil gritó.

Cí emprendió la huida en el mismo instante en el que el perro se abalanzaba como un rayo hacia su garganta. Abandonó la farmacia y se lanzó calle abajo por entre el gentío, volcando cuantos obstáculos encontraba a mano para dificultar el avance del perro. Tenía que llegar al canal o todo habría acabado. Giró tras unos carros y atravesó el puente, chocando con un vendedor de aceite que le maldijo cuando la mercancía se desperdigó por el suelo. Por fortuna, el perro patinó sobre el vertido, permitiendo que Cí se distanciara. Sin embargo, cuando comenzaba a creerse a salvo, Cí se trastabilló y cayó al suelo, perdiendo el libro de su padre. Intentó recuperarlo, pero un rufián salido de la nada lo cogió y, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció entre el gentío. Cí hizo ademán de perseguirlo, pero los gritos del alguacil le disuadieron. Se levantó y emprendió de nuevo la carrera. En un puesto de aperos se apoderó de una azada mientras proseguía la huida hacia el canal, el cual divisó a un suspiro. La presencia de una barcaza abandonada le hizo correr hacia ella para usarla en su huida, pero cuando se disponía a soltar la amarra, el perro se le adelantó, acorralándole contra un muro. El animal, poseído por el diablo, mostraba las fauces desencajadas, lanzando dentelladas que le impedían el paso. Miró hacia atrás y vio a Kao aproximarse. En un instante lo atraparía. Enarboló la azada y se dispuso a defenderse. El animal tensó sus músculos. Cí apretó las manos antes de lanzar un primer mandoble, que el perro esquivó. Elevó de nuevo la azada, pero el animal se abalanzó sobre una de sus piernas y hundió sus fauces en la pantorrilla. Cí notó los colmillos atravesando la pernera, pero no sintió el dolor. Descargó con fuerza la azada y el cráneo del perro crujió. Un segundo golpe logró que soltara la presa. Kao se detuvo anonadado. Cí corrió hasta el canal y saltó al agua sin pensárselo. Una bocanada de líquido penetró en sus fosas nasales al sumergirse bajo la capa de porquería, juncos y frutas que flotaba en el agua. Buceó bajo una gabarra desfondada y se agarró a su casco por la borda mientras recuperaba el aliento. Alzó la mirada y advirtió que el alguacil enarbolaba ahora la azada e intentaba alcanzarlo. Volvió a sumergirse para bucear hacia el otro extremo. Comprendió que en aquella situación no podría aguantar mucho. Tarde o temprano lo capturaría. En ese momento escuchó los gritos que alertaban sobre la apertura de las esclusas, y al instante, recordó lo peligroso que resultaba permanecer en el agua cuando se abrían las compuertas y los accidentes mortales que provocaban.

«Es mi única oportunidad».

Sin pensarlo, se soltó de su agarradero para dejarse arrastrar por la corriente. La masa de agua voló hacia la esclusa zarandeándole en una ola violenta, hundiéndole y elevándole como una cáscara de nuez. Pasada la primera compuerta, el peligro provenía ahora de las barcazas que irrumpirían, impulsadas por el agua. Nadó dejándose el alma hacia el segundo portón, pendiente de no resultar aplastado contra los diques. Cuando la ola rompió contra la esclusa, logró agarrarse a un cabo suelto. Luego el nivel se elevó rápidamente mientras las barcazas se apretujaban en el recinto, amenazando con atraparle. Una vez aferrado a la cuerda, intentó salir trepando por la pared. Sin embargo, la pierna derecha no le respondió.

«Por los dioses de la bruma, ¿qué sucede ahora?».

Al examinarse, comprobó la gravedad de las mordeduras.

«¡Maldito animal!».

Buscó apoyo sobre la pierna izquierda y se aupó hasta el borde del dique. Desde allí divisó a Kao, impotente al otro lado de las esclusas. El alguacil pateó el cadáver del perro.

– ¡No importa dónde te escondas! ¿Me oyes? ¡Te atraparé vivo o muerto, aunque sea lo último que haga en este mundo!

Cí no respondió. Ante el asombro de los presentes, se marchó cojeando y se perdió entre la muchedumbre.

Capítulo 12