Convencidos de su locura, los últimos dudosos acumularon monedas en los cajones. A Cí se le atenazó el estómago. Aquélla era la oportunidad que estaba buscando, la forma para conseguir el dinero que necesitaba para las medicinas. Sin embargo, algo le decía que no lo hiciera.
No sabía qué decisión tomar. Iban a cerrar las apuestas cuando finalmente se desabrochó la sarta de monedas y la depositó en el cajón azul.
– ¡Cien qián, ocho a uno!
«Y que el dios de la fortuna me proteja».
– ¡Apuestas cerradas! Y, ahora, apartad.
El adivino enderezó su grillo cojo, que se empeñaba en girar escorado sobre su costado izquierdo dentro de su cubículo. Otros cinco receptáculos de distintos colores, distribuidos por la periferia del laberinto y encarados mediante carriles hacia el centro, albergaban otros tantos grillos marcados con diferentes colores. Acto seguido, cubrió el laberinto con una redecilla de seda para impedir que los insectos saltaran y escapasen.
A un toque del gong, el adivino tensó los hilos de las trampillas que retenían a los grillos.
– ¿Preparados? -rugió.
– Prepárate tú -respondió uno de los contendientes-. Mi grillo rojo va a destrozar al tuyo y luego se comerá los trozos.
El adivino meneó la cabeza con una sonrisilla y golpeó de nuevo el gong para anunciar el comienzo del evento.
Nada más levantar las trampillas, los grillos se abalanzaron vertiginosamente sobre sus conductos, a excepción del grillo del adivino, que a duras penas si logró sobrepasar la salida.
– ¡Vamos, cabrón! -le gritó el hombrecillo.
El insecto cojo pareció oírle y emprendió la caminata mientras los demás grillos progresaban a toda velocidad, con los apostantes atronándoles con su griterío. De vez en cuando, los insectos se detenían provocando la histeria de sus dueños, que alcanzaba su cénit cuando desaparecían bajo las pasarelas y túneles que salpicaban el laberinto. Cí observó que el grillo rojo avanzaba como un dardo hacia la golosina que aguardaba en el centro. Apenas faltaba un palmo para que alcanzara la meta cuando se detuvo provocando el silencio del gentío. El insecto vaciló un instante, como si frente a él se alzara un muro invisible, y retrocedió sobre sus pasos pese a los aspavientos de su dueño. Entretanto, tras salir del primer túnel, el grillo del adivino había emprendido una loca carrera que le estaba conduciendo a adelantar a sus adversarios.
– ¡Maldito bicho! ¡Continúa o te despachurro! -rugió el dueño del grillo rojo cuando el animal intentó escalar la pared en lugar de continuar por su carril.
Sin embargo, el grillo no sólo desafió a los gritos y manotazos de su dueño, sino que trepó hasta cambiar de conducto, obteniendo como pago a su eliminación una oleada de improperios. Mientras tanto, Cí continuaba admirado con la velocidad que había adquirido el grillo del adivino, el cual alcanzó al de un gigantón cuando éste penetraba en el túnel que desembocaba en el último tramo. Al emerger del túnel, los dos animales se detuvieron dubitativos.
– ¡Arranca de una puta vez! -bramó el gigantón. El estruendo era ensordecedor.
Cí clavó sus ojos en los dos grillos. El de la mancha amarilla permanecía confundido mientras que el azul, por el que había apostado, tomaba una ligera ventaja. Sin embargo, inesperadamente, cuando ya todos daban por vencedor al grillo azul, el insecto del adivino comenzó a avanzar a una velocidad inusitada hasta superar al del gigante a un paso de la meta.
Los reunidos se frotaron los ojos ante lo que parecía la obra de un diablo.
– ¡Maldito cabrón! ¡Has hecho trampas! -bramó finalmente el gigante.
El adivino no se inmutó pese a que la mole amenazaba con machacarle el cráneo. Cogió el grillo amarillo y se lo mostró a un palmo de su cara. En efecto, le faltaba una pata delantera.
– Y ahora largaos de aquí si no queréis que llame al alguacil -espetó el adivino echando mano de un silbato.
El gigante, lejos de amilanarse, soltó un manotazo que mandó al grillo del adivino al suelo y, antes de que pudiera escapar, lo reventó de un pisotón. Luego escupió, y entre amenazas y murmuraciones se alejó, no sin antes jurar al adivino que recuperaría lo perdido. Los demás participantes recogieron sus insectos y le imitaron. Sin embargo, Cí permaneció junto al tenderete, expectante, como si aguardara a que, por arte de magia, algo le revelase lo que le resultaba inexplicable.
«¿Cómo demonios lo ha conseguido?».
– Y tú, largo también -dijo el adivino.
Cí no se movió. Necesitaba imperiosamente el dinero y estaba convencido de que aquel hombre le había estafado. De algún modo, sus propios ojos le habían engañado, aunque había presenciado con total nitidez el instante en el que el adivino le había arrancado la pata al grillo que ahora yacía en el suelo despachurrado. Y, por esa misma razón, le extrañaba que el adivino no hubiera montado en cólera ante la muerte de su campeón, que permaneciera impasible canturreando una cancioncilla, sin molestarse en mirar lo que había quedado del bicho que le había enriquecido.
Aprovechando que el adivino estaba de espaldas, Cí se acuclilló junto al insecto, que aún agitaba las patas. En ese instante, un brillo bajo su abdomen atrajo su atención.
«Qué extraño…».
Iba a examinarlo cuando advirtió que el adivino se daba la vuelta. No lo pensó. En un suspiro, estiró la mano y cogió al grillo justo antes de que el hombre le viera.
– ¿Se puede saber qué haces ahí agachado? Te he dicho que te marches.
– Se me cayó una manzana -disimuló, y cogió una fruta perdida en el suelo-. Pero acabo de encontrarla. Ya me voy.
– ¡Un momento! ¿Qué escondes ahí?
– ¿Eh? ¿Dónde? -Intentó pensar una respuesta.
– No me hagas enfadar, chico.
Cí retrocedió unos pasos, cojeando, antes de retarle.
– ¿Acaso no eres adivino?
El hombrecillo frunció el ceño. Pensó en soltarle un guantazo por la insolencia, pero en su lugar dejó escapar una risotada estúpida. Luego continuó recogiendo el tenderete sin importarle que Cí le observara. Cuando terminó, colocó sus trastos en un carro y tiró de él en dirección a una taberna cercana.
Cí se quedó observando el grillo del adivino. El insecto apenas se movía, así que utilizó el extremo de su uña para desprender cuidadosamente la pequeña lámina brillante que permanecía adherida a su abdomen. Una vez en su mano, examinó lo que le pareció una simple lasca de hierro con restos de cola en su anverso. La superficie estaba alisada y se apreciaba que su perímetro había sido tallado para hacerlo coincidir con el del cuerpo del animal. No comprendió su cometido. A simple vista, más que ayudar, suponía un peso adicional que sin duda retrasaría al insecto.
Aún se preguntaba por su utilidad cuando, inesperadamente, el trozo de metal saltó de entre sus dedos y voló hasta pegarse en el cuchillo que portaba en el cinto. Cí abrió la boca casi tanto como los ojos. Luego recordó la forma del laberinto. Por último, se fijó en los restos del insecto, que recogió con igual cuidado que si siguiese vivo.
«Maldito bastardo. Así es como lo consigue».
Envolvió el cuerpo del insecto en un paño y se encaminó hacia la taberna donde había entrado el adivino. Fuera, un mozuelo vigilaba su tenderete. Cí le preguntó cuánto cobraba por el trabajo y el pequeño le mostró unos caramelos.