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– Te daré una manzana si me dejas mirar una cosa -le propuso Cí.

El muchacho pareció pensárselo.

– De acuerdo. Pero sólo mirar. -Y extendió la mano como un rayo.

Cí le entregó la fruta y de inmediato se dirigió hacia el tablero del laberinto. Iba a cogerlo cuando el crío se lo impidió.

– Si lo tocas, le aviso.

– Sólo voy a mirarlo por detrás -aclaró.

– Dijiste sólo mirar.

– ¡Por el Gran Buda! Muerde la manzana y calla de una vez -lo amedrentó.

Cí cogió el tablero y lo examinó con cuidado. Accionó las compuertas, olió los conductos y prestó atención a su base inferior, de la que extrajo una pieza metálica similar a una galleta que escamoteó bajo sus mangas. Luego dejó el tablero a su sitio, se despidió del chico y entró en la taberna de Los Cinco Gustos dispuesto a recuperar su dinero.

* * *

No le resultó difícil encontrar al adivino. Tan sólo tuvo que fijarse en el par de prostitutas que cuchicheaban encantadas sobre cómo desplumar al viejo de la piel de burro que estaba derrochando sus ganancias tras las cortinas.

Mientras estudiaba su estrategia, Cí miró a su alrededor. La taberna era un cuchitril de los que abundaban en el puerto, un antro saturado de humo de frituras en el que decenas de comensales daban cuenta de platos de cerdo hervido, salsas cantonesas y sopas de pescado del Zhe servidos por mozos agobiados por los gritos y las carreras. El aroma a pollo y camarones cocidos competía hasta mezclarse con el hedor a sudor de pescadores, estibadores y marineros que celebraban el final de la jornada cantando y emborrachándose a ritmo de flautas y de cítaras como si fuera el último día de sus vidas. Tras la barra, sobre un escenario improvisado, un grupo de flores cimbreaban sus caderas y entonaban melodías apagadas por el barullo, buscando con sus miradas lujuriosas a futuros clientes. Una de las flores, pequeña y rechoncha como una ciruela, se acercó a Cí sin que pareciera importarle su aspecto y su herida y frotó su trasero blando contra su entrepierna. Cí la rechazó. Avanzó sobre la pegajosa capa de grasa que barnizaba el suelo hasta situarse junto a las cortinas decoradas con burdos paisajes tras las que permanecía el adivino. No se lo pensó. Separó la cortina y penetró en el cubículo, dándose de bruces con el hombrecillo que, en una posición ridícula, meneaba su blanco culo sobre una jovencita. Al verle, el adivino se detuvo, extrañado, pero curiosamente no pareció molestarle. Tan sólo le mostró una sonrisa bobalicona con sus dientes podridos y siguió moviéndose. Sin duda, el licor ya le nublaba los sesos.

– Lo estás pasando bien con mi dinero, ¿eh? -Cí lo apartó de un empujón. De inmediato, la muchacha escapó hacia las cocinas.

– ¿Pero qué diablos…?

Antes de que pudiera incorporarse, Cí lo enganchó por la pechera.

– Vas a devolverme hasta la última moneda. ¡Y va a ser ahora mismo!

Iba a hurgarle en el cinto cuando Cí sintió que lo agarraban por la espalda y lo elevaban en volandas hasta arrojarle contra unas macetas en medio de la sala. De repente, la música enmudeció bajo un tremendo griterío.

– No se molesta a los clientes -bramó el dueño de la taberna.

Cí observó a la mole que acababa de vapulearle con la facilidad de quien se sacude una mosca. Los brazos de aquella bestia eran más anchos que sus piernas y su mirada, la de un búfalo enfurecido. Antes de que pudiera responderle, una patada le impactó en las costillas. Cí se levantó como pudo. El tabernero iba a golpearle de nuevo, pero el joven retrocedió.

– Ese hombre es un tramposo. Me ha estafado el dinero de las apuestas.

Otra patada le sacudió. Cí se retorció, pese a no sentir dolor.

– ¿Es que estáis ciegos? Os engaña como a niños.

– Aquí lo único que sabemos es que quien paga, manda. -Y volvió a patearle.

– Déjalo ya. Es sólo un mozo -dijo el adivino deteniéndole-. Venga, muchacho. Márchate de aquí antes de que te hagan daño.

Cí se levantó agarrándose a una de las prostitutas. Le volvía a sangrar la herida de la pierna.

– Me iré cuando me pagues.

– ¿Que te pague? No seas necio, chico. ¿Acaso quieres que esa bestia te abra la cabeza?

– Sé cómo lo haces. He examinado tu laberinto.

La cara del adivinó mudó su expresión estúpida por un punto de inquietud.

– ¡Oh! ¿Sí? Siéntate. Y dime… ¿qué has encontrado exactamente? -Se le acercó al rostro.

Cí sacó del bolsillo la lámina de metal que había encontrado adherida al grillo, apartó una botella de vino y la dejó sobre una mesa.

– ¿La reconoces?

El adivino cogió la laminilla y la miró con desdén. Luego la tiró sobre la mesa.

– Lo único que reconozco es que has perdido el juicio. -Pero su mirada permaneció fija en la lámina.

– Muy bien. -Sacó la galleta de metal que había cogido del laberinto y la colocó con decisión bajo la mesa-. Entonces, aprende.

Cí movió la pieza bajo el tablero hasta aproximarla a la posición que ocupaba la laminilla sobre la mesa. En un primer momento no sucedió nada, pero, de repente, como impulsada por una mano invisible, la laminilla brincó sola hasta detenerse justo sobre el punto en el que Cí mantenía la galleta metálica. Luego desplazó la mano por debajo y la laminilla siguió sus movimientos, sorteando milagrosamente los vasos que permanecían sobre la mesa. El adivino se retorció incómodo en su asiento, pero se mantuvo en silencio.

– Imanes -declaró Cí-. Eso por no hablar del repelente de alcanfor con el que estaban embadurnados los tramos finales de los carriles competidores o de las trampillas que bloqueaban al grillo de tu propiedad cuando pasaba bajo los túneles, las que liberaban un segundo grillo con todas sus patas y, finalmente, las que retenían a ese segundo para soltar a un tercero, cojo de nuevo y con la lámina metálica adherida a su abdomen. Aunque claro… todo esto no hace falta que te lo explique, ¿verdad?

El adivino volvió a mirarlo de arriba abajo. Apretó los labios y le ofreció un trago que Cí rechazó.

– ¿Qué es lo que quieres? -Enarcó las cejas.

– Mis ochocientos qián. Los que habría ganado con la apuesta.

– Ya. Pues haberlo descubierto antes. Y ahora márchate, que aquí tengo faena.

– No me iré hasta que no me pagues.

– Mira, chico, eres listo, de eso no hay duda, pero me estás cansando. ¡Zhao! -Hizo una seña al tabernero, que aguardaba cerca-. Dale un cuenco de arroz. Que se largue y cárgalo a mi cuenta.

– Te lo repito por última vez. Págame o contaré a todo el mundo…

– Ya basta -le interrumpió el tabernero.

– ¡No! ¡No basta! -bramó alguien detrás, y toda la taberna se giró como si un ejército hubiera irrumpido por la puerta.

En el centro de la sala se erguía, desafiante, un gigante aún mayor que el tabernero. Cí lo reconoció. Era el mismo apostante que había anunciado venganza: el dueño del grillo azul. La cara del adivino pasó del asombro al terror al comprobar que el gigante apartaba a empellones a cuantos le salían a su paso y avanzaba directo hacia él. El tabernero intentó detenerle, pero un violento puñetazo lo derribó. Al llegar a un palmo del adivino, el gigante se detuvo. Resoplaba como un animal que paladeara el dulce momento. Su inmensa mano derecha aferró el cuello del adivino y con la otra agarró a Cí.

– Y ahora oigamos de nuevo esa historia de los imanes.

Cí no se arredró. Despreciaba a los estafadores, pero más aún a quienes abusaban de la violencia para conseguir sus propósitos. Y aquel tipo no sólo parecía dispuesto a emplearla para recuperar su dinero, sino que daba la sensación de que también arramblaría con el de todos cuantos habían apostado.