– ¿Dónde vives?
– No es asunto tuyo. ¿Conseguiste cobrar? -le atajó Cí.
– Por supuesto. -Se rio-. Soy adivino, pero no estúpido. ¿Es esto lo que buscas? -Le ofreció una bolsa repleta de monedas.
Cí asintió. Se guardó la bolsa con los ochocientos qián apostados convertidos en mil seiscientos. Aunque era menos de lo que le correspondía, prefirió no porfiar.
– Tengo que irme -dijo Cí secamente y se levantó dispuesto a marcharse.
– ¡Eh! ¿A qué tanta prisa? Mírate. Con esa pierna no llegarás muy lejos.
– Necesito una farmacia.
– ¿A estas horas? Además, esa herida no te la tratarán en una farmacia. Sé de un curandero que…
– No la necesito para mí. -Intentó andar, pero cojeó-. ¡Maldita pierna!
– ¡Maldición! ¡Siéntate o nos descubrirán! Esos que han apostado sus jornales no son monjes budistas. En cuanto se les pase la borrachera, nos matarán para recuperarlos.
– He ganado limpiamente.
– Sí. Tan limpiamente como yo con los grillos. A mí no me engañas, chico. Tú y yo estamos hechos de la misma arcilla. Me fijé cuando el gigante te apretó el hombro. Ni te inmutaste. En ese momento no le di importancia, pero luego, cuando enseñaste todas esas cicatrices y, sobre todo, las que coincidían con las del recorrido del dragón… ¡Vamos, chico! No era la primera vez que jugabas a esto, y a fe que sabías bien lo que hacías. Y te digo: no sé cómo diablos lo consigues, pero engañaste a toda esa gente y a ese montón de músculos. A todos menos a mí. A Xu, el adivino. Por eso aposté por ti.
– No sé de qué me hablas.
– Ya. Yo tampoco entiendo de imanes, pero bueno… A ver, deja que le eche un vistazo a esa pierna. -Le subió la pernera y observó la herida-. ¡Maldición, chico! ¿Te ha mordido un tigre?
Cí apretó los dientes. Estaba perdiendo un tiempo precioso y no podía esperar más. No se había jugado la vida por Tercera para permanecer toda la noche escondido.
– Tengo que irme. ¿Conoces alguna farmacia o no?
– Alguna conozco, pero no te abrirán a menos que te acompañe. ¿No puedes esperar a mañana?
– No. No puedo.
– ¡Maldito muchacho! Está bien. Vamos.
Avanzaron entre las callejuelas de los muelles, ocultos por la bruma. Conforme se aproximaban a los almacenes, el olor a pescado podrido se mezclaba con el frío en un aroma vomitivo cada vez más espeso. Varios vagabundos se les quedaron mirando con ojos ambiciosos, pero la cojera de Cí y la piel raída de burro les disuadieron de atacarles. En el callejón de las raspas, el lugar donde los desechos y las vísceras de pescado encontraban su último provecho, el adivino se detuvo. Sorteó el caldo de sangre pútrida que encharcaba el suelo y llamó a la segunda puerta de un edificio que parecía un tugurio de bandidos. Al cabo de un instante, el resplandor de un farolillo anunció la presencia de un hombre.
– ¡Abre! Soy Xu.
– ¿Traes lo que me debes?
– ¡Diablos! ¡Abre! Traigo un herido.
El sonido de un cerrojo oxidado precedió al ruido de la puerta al abrirse. Tras ella apareció un hombre plagado de diviesos. Les miró de abajo arriba y escupió con desgana.
– ¿Tienes mi dinero?
Xu le apartó de un empujón y pasó dentro. Si el exterior parecía una cueva de ladrones, el interior era un estercolero. Una vez acomodados, Cí le solicitó el remedio. El hombre asintió con la cabeza y desapareció tras una cortinilla. Detrás se oyeron cuchicheos.
– No te preocupes. Es una rata, pero de fiar -dijo el adivino.
Al poco regresó el hombre con el remedio. Cí lo probó. Era el correcto, aunque la cantidad era escasa. Le pidió más, pero el hombre dijo que era cuanto tenía. El hombre le exigió mil qián, pero se conformó con ochocientos.
– ¡Oye! Dale algo también para la pierna -le exigió Xu a su conocido.
– No necesito…
– Tranquilo, chico. Esto corre de mi cuenta.
El adivino pagó al hombre y salieron del tugurio. Comenzaba a llover y arreciaba el viento. Cí se dispuso a despedirse de Xu.
– Gracias por…
– No tiene importancia. Escucha… he estado pensando… Dijiste que no tenías trabajo…
– Así es.
– Verás… Lo cierto es que desde hace años mi verdadero oficio es el de enterrador. Una profesión bien pagada si sabes cómo tratar a los familiares de los difuntos. Trabajo en los Campos de la Muerte, en el Gran Cementerio de Lin’an. Lo de adivino es sólo un apaño. En cuanto engañas a un par de paletos, se corre la voz y el truco del grillo ya se ha jodido. Tengo que ir cambiando de zona, pero los cabrones del hampa lo controlan todo. O les pagas, o más vale que te largues a otro lado. Lin’an es grande, pero no tanto.
– Ya. Entiendo… -Tenía prisa, pero no quería parecer desagradecido.
– Al final, para sacar cuatro qián, tienes que vender dulces, reparar cacerolas, adivinar el porvenir o contar cuentos. Y lo que he ganado esta noche tampoco es tanto. ¡Joder! ¡Tengo familia, y el vino y las putas cuestan dinero! -Se rio.
– Perdona, pero…
– Vale, vale. ¿Hacia dónde vas? ¿Al sur? Venga, vamos. Te acompaño.
Cí le dijo que tomaría alguna barca en el Canal Imperial, ahora que podía permitírselo.
– Es la ventaja de ser rico. ¿Te gustaría ganar más dinero? -Se carcajeó y golpeó con el codo a Cí en las costillas, olvidando que lo habían pateado.
– Vaya pregunta. ¡Por supuesto!
– Pues como te decía, lo de los grillos tan sólo cubre gastos… En cambio, tú y yo juntos… Yo conozco los mercados, los rincones. Sé embaucar a la gente, y tú con ese don… Podríamos hacernos de oro…
– ¿A qué te refieres?
– Sí, hombre. Lo haríamos con cuidado. No como con ese gigante, no. Buscaremos chulos, bravucones y perdonavidas, charlatanes y fanfarrones borrachos… El puerto está lleno de imbéciles dispuestos a apostar su pellejo contra un muchacho imberbe. Los desplumaremos y, antes de que se den cuenta, estaremos lejos con su dinero.
– Te agradezco la oferta, pero lo cierto es que tengo otros planes.
– ¿Otros planes? ¿Lo dices por el reparto? Si es por eso, estoy dispuesto a cederte la mitad de las ganancias. ¿O acaso crees que podrías hacerlo tú solo? ¿Es eso? Porque si es eso, te equivocas, muchacho. Yo…
– No. No es eso. Es que prefiero un empleo menos arriesgado. He de dejarte. Ten. Tu piel -dijo mientras se acercaba a la barcaza que cubría el trayecto.
– Da igual. Quédatela. Espera… ¿Cómo te llamas?
Cí no le contestó. Le dio las gracias por todo, se encaramó a la barca de un salto y se perdió entre las brumas.
El trayecto de vuelta se le antojó odiosamente interminable, como si por más que avanzara, los dioses se empeñaran en alejar una y otra vez el horizonte. Cuando desembarcó junto a la pensión, sólo pensaba en su hermana Tercera. Desconocía el motivo, pero tenía la horrible sensación de que algo malo le había sucedido. Subió las escaleras a trompicones sin reparar en su pierna herida. No había faroles y apenas se veía nada. Al llegar a la puerta encontró la cortina echada. Sólo escuchó los latidos de su corazón. El silencio le pareció tan inquietante como el de un sepulcro profanado. Apartó la cortina despacio. La lluvia entraba por el agujero de la pared encharcándolo todo.
Llamó a Tercera, pero no contestó nadie.
Mientras se acercaba al escondrijo en el que la había ocultado, sus manos comenzaron a temblar. Rezó para que Tercera estuviera dormida. Lentamente, separó las ramas de bambú. Detrás, apareció un bulto agazapado, inmóvil, inerte. A Cí se le heló el corazón. Aguardó un instante temiendo lo peor. Intentó pronunciar su nombre, pero la voz se le quebró en la garganta. Lentamente, alargó la mano, despacio, como si temiese tocarla, hasta que sus dedos rozaron el enredo de trapos que descansaban sobre el suelo. Entonces su garganta dejó escapar un grito de horror.