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– ¿Es para ti? -Le miró entornando los párpados.

Cí miró nervioso de un lado a otro.

– Sí.

– ¿Estudiaste aquí?

– Leyes, señor.

– Muy bien. ¿Necesitas las calificaciones o sólo el certificado?

– Ambas cosas. -Cí cumplimentó la solicitud con sus datos.

El funcionario la leyó con dificultad. Luego miró al joven y asintió.

– De acuerdo. Entonces he de acudir a otro despacho. Espera aquí -le informó.

Cuando el hombre regresó, su rostro amable había desaparecido. Cí pensó que habría descubierto algo, pero el funcionario apenas le miraba. En realidad, sólo tenía ojos para el expediente que sujetaba en sus manos, el cual releía una y otra vez con estupor. Cí dudó si esperar, pero el hombre seguía absorto, sin despegar la mirada de unos documentos sellados por la prefectura.

– Lo siento -dijo al fin-. No puedo emitir el certificado. Tus notas son excelentes, pero la honorabilidad de tu padre… -Se calló.

– ¿Mi padre? ¿Qué sucede con mi padre?

– Léelo tú. Hace seis meses, durante una inspección rutinaria, se descubrió que había malversado fondos en la judicatura en la que había trabajado. El peor delito de un oficial. Aunque se encontraba en excedencia por luto, fue degradado y expulsado.

* * *

Cí leyó el informe atropelladamente mientras retrocedía tambaleándose. Necesitaba aire. Apenas si podía respirar. Los documentos se le escaparon de las manos y se desperdigaron por el suelo. Su padre, condenado por corrupción… ¡Por eso se había negado a regresar! Feng se lo habría comunicado durante su visita. De ahí su cambio de opinión y su repentino silencio.

De repente, todo cobraba un patético sentido; una ironía que le salpicaba para marcarle como un estigma. Se sentía sucio por dentro, contaminado de la ignominia de su padre. Las paredes le daban vueltas. Le entraron ganas de vomitar. Dejó caer el expediente y corrió escaleras abajo.

Mientras deambulaba por los jardines, lamentó su estupidez. Vagaba de un lado a otro con la mirada perdida, chocándose con los estudiantes y los profesores como si fueran estatuas errantes. No sabía a dónde iba ni qué hacía. Tropezó con un puesto de libros y lo volcó. Intentó recoger el destrozo, pero el dueño empezó a insultarlo y él le respondió. Un guardia próximo se acercó para aclarar el suceso, pero Cí se alejó antes de que le alcanzara.

Salió del recinto mirando de un lado a otro, temeroso de que en cualquier momento alguien le detuviera. Por fortuna, nadie reparó en él, de modo que saltó a la barcaza que cubría el trayecto desde la universidad hasta la plaza de los Oficios y permaneció inmóvil camuflado entre los viajeros hasta que llegó a su destino. Una vez allí, miró la sarta de su cintura, en la que bailaban doscientas monedas. Después de haber pagado a Luna por ocuparse de Tercera y de abonar los trayectos en barca, era cuanto le quedaba. Buscó una herboristería clandestina y adquirió un tónico para la fiebre. Cuando entregó su última moneda, Cí supo que había tocado fondo. Hasta ese momento había alimentado la esperanza de emplearse en los alrededores de la universidad impartiendo clases a alguno de los estudiantes que, sobrados de recursos y acuciados por las fechas, contrataban a profesores que les abriesen las puertas de la gloria. Pero sin certificado de aptitud, todo ese sueño se había derrumbado. Seguía necesitando dinero para pagar el hospedaje y la comida, un dinero que le sería requerido sin falta aquella misma noche.

Necesitaba trabajar ya.

«Sí, ¿pero de qué?».

Elaboró un esquema mental de las tareas que presumía que sería capaz de desempeñar con eficiencia, y de éstas desestimó aquéllas por las que nadie le pagaría. Cuando terminó, repasó el listado y llegó a la conclusión de que era un inepto. En un mercado abarrotado de braceros, sus conocimientos legales no le servirían ni para distinguir un pez comestible de uno envenenado. Por lo demás, apenas si dominaba otro oficio manual que el propio de los campesinos, y convaleciente como estaba, dudaba que tuviera fuerzas para trabajar de mozo de carga. Aun así, tras ser rechazado en varios comercios, se acercó a un almacén de sal y pidió una oportunidad.

El encargado que le atendió lo miró como si le ofrecieran comprar un burro cojo. Tocó sus hombros sopesando cuánto resistiría y guiñó un ojo a su ayudante. Luego subió a una escalera e indicó a Cí que se colocara debajo.

Cuando el primer fardo cayó sobre sus espaldas, las costillas le crujieron como ramas secas. Al segundo saco, Cí dobló el espinazo y cayó de bruces bajo la carga.

Los dos hombres estallaron en carcajadas. Luego, el más grande apartó los sacos de sal y empujó a Cí como si fuera otro fardo, para seguidamente continuar acarreando sacos como si nada hubiera pasado.

Cí se arrastró hasta la calle mientras intentaba recuperar el resuello. No percibía dolor físico, pero las secuelas de las heridas le habían hecho mella. Pese a saber que difícilmente obtendría un empleo sin formar parte de los gremios que controlaban hasta el más calamitoso de los oficios, se levantó y continuó recorriendo negocios, talleres, almacenes y muelles, pero no logró que nadie le ofreciese trabajo ni siquiera a cambio de comida.

Tampoco le extrañó. Si alguna cosa sobraba en Lin’an, además de delincuentes y muertos de hambre, eran mozos robustos dispuestos a dejarse la piel de sol a sol por un mísero tazón de arroz.

Hasta la corporación municipal de recogida de excrementos, cuyas cuadrillas batían a diario los canales para vender las inmundicias a los agricultores, le negó un empleo. Suplicó al oficial al mando un día de prueba a cambio de alimento, pero el hombre denegó con la cabeza mientras le señalaba los cientos como él que malvivían pidiendo.

– Si quieres recoger mierda, tendrás que cagarla primero.

Cí no malgastó saliva. Simplemente, se la tragó. Echó a andar por un callejón perpendicular a la avenida Imperial y continuó sin rumbo fijo hasta plantarse al otro lado de las murallas. Llevaba vagabundeando un rato cuando un griterío procedente de un recodo junto a los baluartes atrajo su atención.

Bajo un tendal mugriento varias personas sujetaban a un niño que se debatía semidesnudo ante el regocijo de los presentes. Los alaridos del crío se tornaron aún más agudos cuando un hombre armado con un cuchillo se acercó a él.

Cí comprendió al punto que se trataba de una castración. Sin advertirlo, había llegado al lugar donde habitualmente se apostaban los cuchilleros de las murallas, barberos especializados que por una módica cantidad convertían a pequeños indigentes rebosantes de vida en los futuros eunucos del emperador. Lo sabía porque junto a Feng había contemplado los cadáveres de decenas de ellos tras morir consumidos por las fiebres, gangrenados o simplemente vacíos de sangre como cabritos degollados. Y por el aspecto de aquel barbero y de su descuidado instrumental, todo hacía presagiar que aquel chiquillo pasaría pronto a engrosar las fosas de los cementerios.

Apartó como pudo a un par de pordioseros y se hizo un hueco entre el público que se apostaba frente al espectáculo. Entonces Cí palideció.

El barbero, un anciano sin dientes que apestaba a licor, había intentado seccionar los genitales al niño infiriéndole un corte que, en lugar de los testículos, había sajado parcialmente su pequeño pene. Cí imaginó que el anciano jamás concluiría la intervención con éxito. Ahora tendría que incluir el pene en la amputación, y ésa era una operación que exigía una destreza de la que las manos temblorosas del anciano parecían carecer. Mientras el niño se desgañitaba como si le estuvieran abriendo en dos, Cí se acercó hasta la que parecía ser su madre, quien entre sollozos pedía a su hijo que mantuviera la calma. Cí dudó de la conveniencia de lo que iba a hacer, pero finalmente se atrevió.