Como si supiera lo que debía hacer, Xu se acercó a la pira.
– ¿Es éste? -preguntó, y le hizo una seña a Cí para que se aproximara. Luego pidió a los presentes que le dejaran espacio suficiente para examinar el cadáver-. No quise contártelo para no alarmarte -le susurró a Cí mientras palpaba descuidadamente los miembros del muerto-, pero esta momia era el jefe de una de las bandas de delincuentes más poderosas de la ciudad. Los que nos rodean son sus hijos y quieren que averigüemos quién le mató.
– ¿Y cómo pretenden que hagamos eso? -Su voz fue otro bisbiseo.
– Porque ayer les aseguré que tú podrías hacerlo.
– ¿Tú? ¿Acaso has perdido el juicio? Pues diles que te equivocaste y marchémonos -susurró.
– No puedo hacer eso.
– ¿Por qué?
Xu tragó saliva.
– Porque ya cobré el dinero.
Cí observó a los familiares. Sus miradas eran frías y cortantes como el filo de las dagas que empuñaban. Imaginó que si fallaba, habría más de un cadáver en la sala.
Con gesto de desaprobación, pidió más luz y se adelantó a Xu mientras rezaba para aprovechar correctamente las experiencias aprendidas con el juez Feng.
Acercó el farol al rostro del muerto, un amasijo de carne y sangre reseca al que le faltaba una oreja y parte de los pómulos. Un caso de violencia innecesaria. Sin embargo, ninguna de las heridas parecía mortal. Por la rigidez de sus miembros y la coloración de su piel estimó que el fallecimiento se habría producido al menos cuatro días antes. Solicitó vinagre en abundancia e interrogó a los presentes sobre las circunstancias en que había sido encontrado. También preguntó si algún juez había inspeccionado antes al difunto.
– Nadie lo ha examinado. El cadáver apareció en el jardín de su casa, en el fondo de un pozo. Lo encontró el único criado que estaba de servicio en ese momento -dijo uno de los presentes, quien recordó a Cí que Xu les había asegurado que adivinaría el nombre del asesino.
Cí hinchó sus pulmones. Si permitía que aquellos hombros dieran por cierta su infalibilidad, después no habría forma de alegar lo contrario. Pensó en cómo solucionar el contratiempo.
– No todo depende de mí -dijo elevando la voz para cerciorarse de que le escuchaban-. Es cierto que puedo adivinar cosas, pero por medio siempre estarán los dioses y sus designios. -Y miró hacia el gran monje en busca de su aprobación.
El monje asintió con una reverencia e hizo lo propio ante unos familiares que no se inmutaron por la declaración.
Cí tragó saliva. Se volvió hacia el muerto y continuó con la inspección. El cuello se apreciaba intacto, pero al separar la manta que cubría su torso, una miríada de gusanos se estremeció sobre el grasiento paquete intestinal, que aparecía desparramado sobre su costado derecho. Un hedor se atascó en su garganta y descendió hacia su estómago hasta hacerle vomitar. Xu le auxilió. Cuando se recuperó, pidió unas hilas de algodón empapadas en aceite de cáñamo que introdujo en sus fosas nasales tan pronto como las tuvo en sus manos. Entonces, como por arte de magia, la fetidez desapareció. Luego encargó a Xu que cavasen un agujero en el que poder introducir el cuerpo.
– El hombre era budista. Desean quemarlo -advirtió Xu.
Cí explicó a Xu que precisaba la fosa para calentar el cuerpo. Era algo que había visto hacer en innumerables ocasiones a su maestro Feng, pero, sobre todo, algo que les proporcionaría tiempo. Mientras varios monjes comenzaban a cavar, Cí inició el examen detallado. Pidió a los familiares que se apartaran para hacerse valer.
– Con el permiso del primogénito, me encuentro ante un honorable varón de unos sesenta años, de estatura y complexión medianas y constitución habitual para su edad. No se aprecian cicatrices o marcas antiguas que revelen enfermedad grave o mortal. -Les miró-. Su piel es blanda y depresible, pero se desgaja al tirar con fuerza. Tiene el cabello ralo y cano, que igualmente se desprende al tirar. Presenta numerosas contusiones en cabeza y rostro, producidas sin duda por el impacto de un objeto romo.
Se detuvo al observar los labios del muerto. Memorizó un detalle y continuó.
– El torso aparece arañado, probablemente al haber sido arrastrado por el suelo. El vientre… -Intentó disimular un gesto de asco-. En el vientre se aprecia una herida cortante que avanza desde la base del pulmón izquierdo hasta la ingle derecha, dejando la mayoría de las vísceras fuera. -Se interrumpió para aguantar una arcada-. Tiene los intestinos hinchados por humores, aunque no así el vientre. Su tallo de jade es normal. Las piernas no presentan rasguño alguno…
Miró a los familiares, confiando en que encontraran la información satisfactoria. Sin embargo, éstos se mantuvieron impasibles, expectantes, como quien aguarda ante un largo espectáculo la revelación de un final sorprendente.
«¿En dónde me has metido, Xu? Si bastante difícil es que averigüe la causa de la muerte, ¿cómo pueden imaginar que sabré el nombre del culpable?».
Cí instó al adivino a que interrumpieran la zanja y le ayudara a girar el cadáver. Una vez dispuesto boca abajo, conminó a los monjes a que concluyeran la fosa. Por desgracia, una vez examinada, la espalda del difunto apenas ofrecía información relevante con la que completar su teoría, así que cubrió el cuerpo y comenzó a enumerar sus conclusiones.
– A los ojos de cualquiera, este hombre fue asesinado merced al enorme tajo que le abrió el vientre. La herida provocó la evisceración que…
– ¡No hemos pagado para que nos cuentes lo que hasta un ciego sería capaz de adivinar! -le interrumpió un anciano, e hizo un gesto a un joven espigado con un costurón en la cara.
Sin mediar palabra, el desfigurado se acercó a Xu, lo agarró por el pelo y apoyó su daga sobre su garganta. El anciano prendió una vela diminuta y la depositó junto a Cí.
– Tenéis de plazo hasta que se extinga la llama. Si para entonces no habéis pronunciado el nombre del asesino, tú y tu socio lo lamentaréis.
Un temblor frío recorrió a Cí. Aún desconocía el origen del deceso, así que miró a Xu en busca de una respuesta que éste no le devolvió. Contempló el parpadeo débil de la llama mientras descendía lenta pero inexorablemente.
Xu ayudó a terminar el agujero. En cuanto concluyeron, Cí ordenó que lo llenaran con ascuas que mandó a buscar a las cocinas. Cuando los rescoldos se apagaron, colocó una esterilla sobre ellos, la roció con el vinagre y pidió que trasladaran el cadáver a la fosa. Una vez dentro, lo cubrió con la manta y esperó nervioso.
La vela languideció al ser zarandeada por la brisa. Cí sintió su estómago palpitar.
Tomó aire y repasó sus opciones. A lo sumo, podría aventurar la causa, pero de ahí a deducir el nombre del culpable mediaba un abismo imposible de sortear. Y, por supuesto, desconocía si tal respuesta sería suficiente para aplacar la ira de aquellos hombres. Se tomó un tiempo que no tenía para destapar el cadáver y adoptó un gesto solemne. Luego examinó sus tobillos.
– Como decía -buscó con la mirada a los presentes-, a ojos de cualquier observador, este hombre murió como consecuencia de la brutal herida que le despedazó el vientre… Pero tal evidencia sólo demuestra la astucia y la perversidad de su asesino. -Acarició con sus dedos los tobillos del muerto-. Un hombre taimado, frío e inquietante que no sólo dispuso del tiempo necesario para perpetrar el crimen, sino que después manipuló el cadáver para hacernos creer que ocurrió algo distinto a lo sucedido.
Los presentes escucharon con atención. Sin embargo, Cí sólo tenía ojos para el parpadeo de la vela, que desaparecía a pasos agigantados. Intentó apartar la mirada y concentrarse en su alocución.