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– Cuando os pregunté antes, me comentasteis que la noche de su desaparición el difunto se encontraba custodiado por hombres dignos de confianza. Este hecho descarta una posible conspiración y a su vez nos conduce hacia un único responsable. Un ser cruel y violento, cobarde en exceso, como un chacal.

– El tiempo se extingue -le advirtió el hombre que amenazaba a Xu.

Cí miró de reojo la cera. Apretó la mandíbula y se acercó al hombre de la daga.

– Pero este hombre no murió apuñalado. Desde luego que no, como así lo demuestra la piel cortada que bordea el tajo. -La señaló-. Si la observáis con detenimiento, comprobaréis que los gusanos han respetado los cortes de la herida, una herida que en el momento de ser inferida no derramó sangre. Y no sangró, porque cuando abrieron en canal a este desdichado, llevaba ya horas muerto.

Un rumor recorrió la caverna hasta transformarse en un clamor de estupor.

Cí prosiguió.

– Curiosamente, tampoco murió ahogado, como demuestra el hecho de que su estómago se revele vacío al comprimirlo y que tanto sus fosas nasales como el interior de su boca, incluidos dientes y lengua, se hallen exentos de restos vegetales, de insectos o de la suciedad típica de los pozos, que sin duda habría tragado de haber estado vivo.

»Así pues, la única respuesta posible es que ya estuviese muerto cuando lo arrojaron al pozo. -Se giró hacia los familiares-. Lo que finalmente nos conduce a la cuestión del modo en que murió.

– Y si no fue acuchillado ni asfixiado, si ni tan siquiera llegó a ser golpeado, ¿cómo falleció entonces? -preguntó el hijo.

Cí sabía que de sus palabras podían depender sus vidas, así que las sopesó.

– Vuestro padre murió horriblemente despacio. Sin posibilidad de hablar. Sin capacidad para pedir ayuda. Vuestro padre murió entre estertores, envenenado. -Un nuevo murmullo se extendió por la cripta-. Así nos lo confirman sus dedos agarrotados y sus labios ennegrecidos, del mismo modo que su lengua oscura nos habla sin duda del cinabrio: el mortal elixir de los taoístas, la ponzoña de los alquimistas locos. -Cí hizo una pausa, justo antes de comprobar que la vela se debatía ya en su último aliento-. Una vez muerto -prosiguió-, y aprovechando la oscuridad de la noche, vuestro padre fue sujetado por los tobillos y arrastrado boca abajo hasta el pozo de su propio jardín, al que fue ignominiosamente arrojado. Pero no conforme con su acto, el asesino aún tuvo tiempo para rajar su estómago y mutilar su rostro con la única intención de ocultar la verdadera causa de la muerte.

– ¿Cómo puedes saber eso? -interrumpió uno de los presentes.

Cí no se arredró.

– Porque las marcas reveladas por el vapor de vinagre no dejan lugar a dudas. -Las señaló en los tobillos-. Por eso sé que fue arrastrado sobre su vientre, aún agonizante, como atestiguan sus uñas, las cuales se astilló mientras intentaba aferrarse a la vida. -Mostró las uñas llenas de tierra, que apostó a que coincidiría con la presente en su jardín.

Cí advirtió que la vela desfallecía. El hombre del cuchillo tensó sus músculos cuando la llama exhaló su último suspiro.

– Impresionante -admitió el pariente más viejo-, pero aún no has pronunciado el nombre del asesino. -E hizo un gesto al desfigurado del cuchillo-. ¡El nombre! -exigió.

Desesperado, Cí miró a su alrededor buscando una salida. No había ventanas ni pasadizos. Tan sólo roca desnuda. Dos hombres armados custodiaban la única puerta que comunicaba con el exterior y Xu estaba preso. Cualquier decisión que pudiera salvarles debería tomarla allí.

El hombre del cuchillo oprimió el arma sobre el cuello de Xu. Sus ojos insensibles revelaban su determinación. Cí comprendió que si no le daba un nombre, degollaría al adivino.

Transcurrieron unos instantes de silencio en los que sólo escuchó su respiración.

El más anciano no aguantó. Dio orden al desfigurado y éste alzó el brazo para descargar el cuchillo sobre el cuello de Xu. Entonces Cí gritó.

– ¡El Hombre de la Gran Mentira! -inventó.

El desfigurado se detuvo desconcertado. Buscó en el rostro del anciano una señal de aprobación.

– Ése es el culpable que buscáis -insistió Cí, tratando de mantenerse sobre la telaraña que intentaba tejer.

Mientras aguardaba, miró a Xu. Esperaba que el adivino dijera algo, que hiciera un gesto que le mostrara un camino, un indicio que le revelase cómo salir de aquel atolladero, pero Xu mantenía los párpados cerrados, apretados como cerrojos.

– Mátalo -sentenció el anciano.

– ¡Fue Chang! ¡Chang lo asesinó! -gritó de repente Xu.

El anciano palideció.

– ¿Chang? -Sus labios se agitaron. Luego, sus manos temblorosas buscaron entre sus ropajes un cuchillo que relució a la luz de los faroles. Lentamente, sin mediar palabra, avanzó hacia uno de los presentes, que retrocedió aterrado hasta que varios hombres lo detuvieron agarrándolo por los brazos. El despavorido era Chang. El mismo a quien Xu acababa de señalar. El acusado negó el crimen, pero cuando le arrancaron las uñas, confesó que no había pretendido hacerlo y suplicó perdón entre sollozos. Su rostro era el de un transfigurado. La imagen de quien comprende que su vida ya se extingue, de quien se sabe muerto antes de que llegue a suceder.

No se resistió.

Su ejecución fue lenta. El anciano seccionó con destreza las venas de su cuello para que el asesino apreciara cómo moría. Cuando exhaló con un último estertor, los hombres se volvieron hacia Cí y le cumplimentaron con una reverencia. Después, el anciano le entregó al adivino una bolsa con monedas.

– Tu segundo pago. -Se inclinó. Xu le devolvió el saludo mientras recuperaba el aliento-. Y ahora, si nos lo permitís, debemos honrar a nuestros muertos.

Xu iba a retirarse, pero Cí se lo impidió.

– ¡Escuchadme todos! -exhortó-. Los dioses han hablado por mi boca. Sus designios han hecho posible la revelación del asesino y, con el mismo poder que me han otorgado, os conmino a que guardéis silencio sobre cuanto habéis presenciado. Que ningún alma distinta a la vuestra conozca este secreto. Que nadie permita que su lengua traicione este prodigio o de lo contrario os aseguro que los espectros de los infiernos os perseguirán a vosotros y a vuestras familias hasta el día en que caigáis en vuestra tumba.

El anciano guardó silencio mientras fruncía los labios. Luego se inclinó otra vez y se retiró con todo su séquito. Después, el mismo monje que les había conducido hasta la cripta les acompañó a la salida.

Cí y Xu emprendieron el camino de vuelta a la ciudad, descendiendo de la colina de la Gran Pagoda por su ladera oriental. Se adivinaba el despuntar del amanecer allá donde el mar se fundía con el horizonte. Un sol que para Cí apenas existía. Caminaron sin dirigirse la palabra, cada cual meditando sobre lo sucedido. Poco antes de franquear la muralla que defendía la ciudad, Xu se encaró a Cí.

– ¿Por qué demonios les has dicho eso? -masculló-. Teníamos en nuestras manos el negocio de nuestras vidas y tú lo has echado a perder. ¿En qué estabas pensando cuando les amenazaste? A esa gente la conoce todo el mundo. De no ser por tu estúpido sermón, dentro de unas horas todo Lin’an sabría lo ocurrido, nos lloverían los clientes y habríamos ganado lo suficiente como para comprar nuestro propio cementerio.

Cí no podía contarle a Xu que un alguacil le perseguía y que lo que menos necesitaba era que todo Lin’an se enterara de que un joven de manos quemadas trabajaba en el cementerio. Aun así, se le revolvieron las tripas. Habían estado a punto de morir, y en lugar de agradecerle que le hubiera salvado, Xu sólo pensaba en recriminarle que hubiera perjudicado el futuro de su negocio.