Cuando el tejado en llamas se precipitó sobre la nave, los muros de la iglesia envolvieron el fuego como las paredes de un horno. La mayoría de las mujeres no murieron asfixiadas, sino que ardieron entre el fragor y la luz cegadora de las llamas. Al final, el fuego llegó a calcinar por completo las puertas y a fundir los herrajes. Pero eso fue horas más tarde.
La madre y la hija sobrevivieron porque la madre hizo lo que había que hacer, aunque fuera por motivos equivocados. Cuando el pánico hizo presa en las mujeres, no pudo aguantar más allí abajo y huyó a la tribuna. No le importaba estar más cerca de las llamas; sólo quería estar sola, lejos de aquellas mujeres que gritaban y se arremolinaban envueltas en llamas. La tribuna era estrecha, tanto que las vigas incendiadas apenas la rozaron al caer. La madre y la hija se quedaron acurrucadas contra la pared, viendo y oyendo las llamas. Al día siguiente no se atrevieron a bajar ni a salir de la iglesia. Por la noche tampoco, pues temían perder pie al bajar por la escalera o extraviarse en la oscuridad. Al amanecer del día siguiente, cuando salieron de la iglesia, se encontraron con unos cuantos aldeanos que, pasmados y mudos de asombro, les dieron ropa y comida y las dejaron marchar.
9
– ¿Por qué no abrió usted la puerta?
El juez, hizo la misma pregunta a todas las acusadas, una tras otra. Y ellas dieron una tras otra la misma respuesta: no podían. ¿Por qué? Una dijo que porque había resultado herida al caer la bomba en la casa del párroco. Otra, que se encontraba bajo un fuerte choque emocional debido al bombardeo. Otra, que, después de caer las bombas, había estado ocupándose de los soldados y las otras guardianas, sacando heridos de entre las ruinas, aplicando vendajes, cuidando a las víctimas. Otra, que no se le ocurrió pensar en la iglesia y no vio el incendio ni oyó los gritos, porque no estaba por aquella parte.
Y a todas las acusadas, una tras otra, el juez les replicó lo mismo: no era eso lo que se deducía del informe. La frase estaba formulada con calculada prudencia. No podía afirmarse que el informe de las SS negara directamente las alegaciones de las acusadas, pero de algún modo parecía desmentirlas. Nombraba a todos los muertos y heridos de la casa del párroco, y especificaba quiénes habían transportado a los heridos en camión al hospital de campaña y quiénes les habían seguido en otro vehículo militar. Añadía que varias guardianas se habían quedado en el lugar de los hechos para esperar a que se extinguieran los incendios, impedir que se extendieran y prevenir los intentos de fuga que pudieran tener lugar al amparo de las llamas. También mencionaba la muerte de las prisioneras.
El hecho de que los nombres de las acusadas no apareciesen en el informe indicaba que formaban parte del grupo que se había quedado en el pueblo. Y, a su vez, el hecho de que les hubieran encargado impedir los posibles intentos de fuga indicaba que cuando se acabó de rescatar a los heridos de la casa del párroco y el camión se puso en marcha hacia el hospital, las prisioneras todavía estaban vivas. Del informe se deducía que las guardianas que se habían quedado en el pueblo habían dejado que ardiera la iglesia sin intervenir, es decir, sin abrir las puertas. Y se deducía también que entre ellas estaban las acusadas.
No, dijeron todas las acusadas una tras otra, no fue así. El informe estaba plagado de errores. Lo demostraba el simple hecho de que entre las tareas que se les habían encomendado figurase la de impedir que se extendieran los incendios. ¿Cómo habrían podido hacerlo? Era absurdo, y también lo era esperar que previniesen los intentos de fuga al amparo de las llamas. ¿Intentos de fuga? Cuando acabaron de ocuparse de sus propios compañeros, podrían haber prestado atención a las prisioneras, pero ya no quedaba ninguna con vida. No, el informe deformaba los hechos de aquella noche y no reflejaba sus méritos y sus padecimientos. ¿Cómo podía ser que el informe desfigurase la realidad de aquella manera? No lo sabían, dijeron.
Hasta que le tocó el turno a la gallina clueca de lengua viperina. Ella sí lo sabía.
– ¡Pregúntele a ésa! -exclamó señalando con el dedo a Hanna-. Fue ella la que escribió el informe. Ella tuvo la culpa de todo, ella y nadie más, y con el informe quiso cubrirse las espaldas y echarnos la culpa a nosotras.
El juez se lo preguntó a Hanna. Pero ésa fue su última pregunta. La primera fue:
– ¿Por qué no abrió usted la puerta?
– Estábamos… Teníamos… -tanteó Hanna, en busca de una respuesta-. No supimos qué hacer.
– ¿No supieron qué hacer?
– Había varios muertos, y los otros se marcharon. Dijeron que iban a llevar a los heridos al hospital y luego volverían, pero no tenían la menor intención de volver, y nosotras lo sabíamos. A lo mejor ni siquiera fueron al hospital, al fin y al cabo no había ningún herido grave. Nosotras también queríamos irnos, pero nos dijeron que necesitaban sitio en el camión para los heridos. Y además no querían… no les apetecía llevarse a tantas mujeres. No sé adonde se fueron.
– ¿Y qué hicieron ustedes entonces?
– No sabíamos qué hacer. Fue todo tan rápido… La casa del párroco estaba ardiendo, y el campanario de la iglesia también, y los hombres desaparecieron con los coches, visto y no visto, y de repente nos encontramos solas con las mujeres encerradas en la iglesia. Nos habían dejado unas cuantas armas, pero no sabíamos utilizarlas, y aunque hubiéramos sabido, no nos habría servido de nada. Éramos un puñado de mujeres solas. Las prisioneras eran muchas más, ¿cómo íbamos a vigilarlas? Aunque hubiéramos conseguido mantenerlas a todas juntas, se habría formado una fila larguísima, y para vigilar una fila así hace falta algo más que media docena de mujeres.
Hanna hizo una pausa.
– Luego empezaron a chillar, cada vez más fuerte. Si hubiéramos abierto la puerta en aquel momento, habrían salido todas en desbandada, y…
El juez esperó unos instantes.
– ¿Tuvieron miedo? ¿Tuvieron miedo de que las prisioneras se les echasen encima?
– ¿De que se nos echasen encima? No… Pero ¿cómo habríamos podido poner orden en aquel desbarajuste? Se habría armado un lío tremendo, no habríamos podido controlarlas. Y si hubieran intentado escaparse…
El juez volvió a esperar, pero Hanna no concluyó la frase.
– ¿Tenían miedo de que, si las prisioneras huían, a ustedes las arrestaran, las juzgaran y las fusilaran?
– ¡Es que no podíamos dejarlas escapar así, por las buenas! Era nuestra responsabilidad… Quiero decir que, si no, ¿para qué habíamos estado vigilándolas hasta entonces, en el campo, y durante el viaje? Para eso estábamos allí, para vigilar que no se escapasen. Y por eso no supimos qué hacer. Tampoco sabíamos cuántas habrían podido sobrevivir en los días siguientes. Habían muerto tantas ya, y las que quedaban vivas estaban tan débiles…
Hanna se dio cuenta de que con sus palabras se estaba poniendo las cosas aún más difíciles. Pero no podía decir otra cosa. Sólo podía intentar explicarse mejor, describir mejor lo que estaba contando. Pero cuanto más hablaba, más se complicaba su situación. Se quedó encallada y volvió a dirigirse al juez.
– ¿Qué habría hecho usted?