Pero esta vez hasta ella misma sabía que no habría respuesta. No la esperaba. Nadie la esperaba. El juez meneó la cabeza en silencio.
Por un lado, todos los que estábamos allí podíamos hacernos cargo del desconcierto y la impotencia que Hanna describía: la noche, el frío, la nieve, el fuego, los gritos de las mujeres en la iglesia, la desaparición de los que daban las órdenes y de los que las acompañaban a todas partes. Estaba claro que las guardianas se habían encontrado ante una situación muy difícil. Pero, por otro lado, la dificultad de la situación no borraba el horror ante lo que habían hecho, o dejado de hacer, las acusadas. No se trataba, por ejemplo, de un accidente de tráfico en una carretera solitaria, en una noche fría de invierno, con heridos y coches destrozados por todas partes. En un caso así, podía comprenderse que una persona no supiera qué hacer. Ni tampoco se trataba de un conflicto entre dos deberes iguales. Era posible imaginarse así la situación que Hanna describía, pero nadie estaba dispuesto a hacerlo.
– ¿Fue usted quien escribió el informe?
– Entre todas nos pusimos a pensar lo que convenía escribir. No queríamos echarles la culpa a los que se habían ido. Pero tampoco queríamos reconocer que nos habíamos equivocado.
– O sea que lo pensaron entre todas. ¿Y quién lo escribió?
– ¡Tú! -gritó la otra acusada, señalando de nuevo a Hanna con el dedo.
– No, no fui yo. ¿Tan importante es el detalle de quién lo escribiera?
Uno de los fiscales propuso requerir los servicios de un experto para comparar la letra del informe con la de la acusada Schmitz.
– ¿Mi letra? ¿Quieren comparar mi letra con…?
El juez, el fiscal y el abogado de Hanna se pusieron a discutir si sería posible que una prueba caligráfica permitiera comprobar la identidad de una persona después de pasados quince años. Hanna les escuchaba, haciendo de vez en cuando amagos de ir a decir o a preguntar algo.
Se la veía cada vez más preocupada. Y luego, por fin, dijo:
– No hace falta que llamen a ningún experto. Confieso que el informe lo escribí yo.
10
No guardo ningún recuerdo de las clases de los viernes. Aunque tengo muy presente el discurrir del juicio, no consigo acordarme de los aspectos que tratábamos en el seminario. ¿De qué hablábamos? ¿Qué se suponía que teníamos que aprender? ¿Qué nos enseñó el profesor?
Pero en cambio me acuerdo muy bien de los domingos. Al salir del tribunal me sentía invadido por un ansia, nueva para mí, de disfrutar de los colores y los aromas de la naturaleza. Los viernes y los sábados los dedicaba a recuperar lo que perdía los demás días de la semana, para poder por lo menos mantenerme al día en los ejercicios y sacar adelante el curso. Y los domingos salía.
El Heiligenberg, la Michaelsbasilika, la Bismarkturm, el Philosophenweg, las orillas del lío: cada domingo hacía el mismo recorrido, con mínimas variaciones. No me resultaba monótono: me bastaba con ver cómo el verde se hacía semana a semana más intenso, con ver la llanura del Rin unas veces enturbiada por el calor, otras velada por cortinas de lluvia y otras coronada por nubes de tormenta, y oler las bayas y las flores en el bosque cuando el sol las calentaba, y la tierra y las hojas mustias del año anterior cuando llovía. En general no necesito ni busco demasiada variedad. El siguiente viaje lo hago un poco más lejos que el anterior; las siguientes vacaciones las paso en el lugar que descubrí durante las últimas y que tanto me gustó; durante un tiempo creí que me vendría bien un poco más de osadía, y me forcé a viajar a Sri Lanka, a Egipto y a Brasil, antes de decidir que prefería profundizar en las regiones del mundo que ya me eran famillares. Es en ellas donde veo más cosas.
He vuelto a encontrar el lugar del bosque en el que se me reveló el secreto de Hanna. El lugar no tiene ni tenía por entonces nada de especial, no hay ningún árbol ni roca de formas singulares, ni una vista excepcional de la ciudad y la llanura, nada capaz de despertar asociaciones inesperadas. Mientras pensaba en Hanna, rondando semana tras semana por los mismos itinerarios, un embrión de idea se había singularizado, había evolucionado a su manera y finalmente había desembocado en una conclusión. Cuando la idea estuvo madura, cayó por su propio peso; podría haber sido en cualquier otro lugar, o por lo menos en cualquier otro entorno y circunstancias lo bastante familiares para que fuera a sorprenderme una revelación que no llegaba de fuera, sino que había crecido en mi interior. Y fue en un camino escarpado que asciende por la falda de la montaña, cruza la carretera, pasa por delante de una fuente y, tras cruzar una arboleda alta y oscura, se interna en un bosque ralo.
Hanna no sabía leer ni escribir.
Por eso quería que le leyeran en voz alta. Por eso, durante nuestra excursión en bicicleta, me había dejado a mí todas las tareas que exigieran escribir y leer, y por eso aquella mañana en el hotel, al encontrar mi nota, se desesperó, comprendiendo que yo esperaba que la hubiera leído y temiendo quedar en evidencia. Por eso se había negado a que la ascendieran en la compañía de tranvías; su punto débil, que en el puesto de revisora podía ocultar fácilmente, habría salido a la luz en el momento de iniciar la formación para el puesto de conductora. Por eso rechazó el ascenso en Siemens y se convirtió en guardiana en el campo de concentración. Por eso confeso haber escrito el informe, para no verse confrontada con el grafólogo. ¿Sería también por eso por lo que había hablado mas de la cuenta en el juicio? ¿Por qué no había podido leer ni el libro de la hija ni el texto de la acusación, y por lo tanto ignoraba las posibilidades que tenía de defenderse y no se había podido preparar convenientemente? ¿Sería por eso por lo que enviaba a sus protegidas a Auschwitz? ¿Para cerrarles la boca en caso de que descubrieran su punto débil? ¿Sería por eso que escogía a las más débiles?
¿Por eso? Yo podía comprender que se avergonzase de no saber leer ni escribir, y que hubiera preferido comportarse de una manera inexplicable conmigo antes que permitir que la desenmascarase. Al fin y al cabo, yo sabía por propia experiencia que la vergüenza puede forzarlo a uno a mostrarse esquivo, a ponerse a la defensiva, a ocultar y desfigurar las cosas, incluso a herir a los demás. Pero ¿era posible que la vergüenza explicara también el comportamiento de Hanna durante el juicio y en el campo de concentración? ¿Qué prefiriera ser acusada de un crimen a pasar por analfabeta? ¿Cometer un crimen por miedo a pasar por analfabeta?
¡Cuantas veces me hice entonces y he seguido haciéndome esas mismas preguntas! Si el móvil de Hanna era el miedo a ser desenmascarada, ¿por qué prefería un desenmascaramiento inofensivo, el de su analfabetismo, a otro muchísimo peor, el de sus crímenes? ¿O quizá creía posible salir delante de algún modo sin que la desenmascarasen nunca? ¿Era simplemente estúpida? ¿Y de verdad era tan vanidosa y malvada como para convertirse en una criminal con tal de no quedaren ridículo?
En aquel momento me negué a creer posible tal cosa y he seguido negándome luego. No, me dije, Hanna no se había decidido por el crimen. Se había decidido contra e ascenso en Siemens y había ido a parar de rebote a la SS. Y si enviaba a Auschwitz a las chicas débiles y delicadas no era porque las hubiera escogido para la muerte, sino al contrario, las había escogido para hacerles más grato el último mes de su vida, ya que de todos modos iban a acabar en Auschwitz. Y durante el juicio no estuvo dudando entre pasar por analfabeta o por criminal. No hacía cálculos, no tenía una táctica. Simplemente, daba por sentado que iban a castigarla, y no quería, encima, quedar en evidencia. No velaba por sus intereses: luchaba por su verdad, por su justicia. Y como siempre tenía que disimular un poco, y nunca podía ser del todo franca, del todo ella misma, aquella verdad y aquella justicia eran lamentables, pero eran las suyas, y la lucha por ellas era su lucha.