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David se despertó de golpe y, durante unos momentos, no supo dónde estaba. Se creía de nuevo en su cama, y miró a su alrededor en busca de sus libros y juegos, pero no estaban por ninguna parte. Entonces lo recordó todo rápidamente, se sentó y vio que habían echado más madera a la chimenea mientras dormía. Los restos de la cena y los platos que había usado también habían desaparecido, incluso la bañera y la sartén, y todo sin que él se despertara.

David no tenía ni idea de la hora, pero suponía que todavía era de noche. Le daba la sensación de que el castillo seguía dormido y, cuando miró por la ventana, vio una luna pálida coronada de volutas de nube. Algo le había despertado. Estaba soñando con su casa y, en su sueño, había oído voces que no encajaban; al principio había intentado incorporarlas, igual que a veces los timbrazos de su despertador se convertían en un teléfono en su imaginación si estaba muy cansado y profundamente dormido. En aquel momento, sentado en su cama blandita, rodeado de almohadas, oyó con claridad el murmullo de dos hombres hablando y supo con certeza que habían pronunciado su nombre. Apartó las mantas de la cama y se acercó con sigilo a la puerta, donde intentó escuchar por la cerradura, pero las voces estaban demasiado ahogadas para entenderlas bien, así que abrió haciendo el menor ruido posible y miró afuera.

Ya no estaban los guardias que patrullaban la galería, y las voces provenían de la sala del trono. Manteniéndose al amparo de las sombras, David se escondió detrás de una gran urna de plata llena de helechos y miró a los dos hombres que hablaban abajo. Uno de ellos era el rey, pero no estaba sentado en el trono, sino en los escalones de piedra, vestido con una bata morada encima de un camisón blanco y dorado. Tenía la coronilla calva y moteada, y unos largos mechones de pelo blanco le colgaban sobre las orejas y el cuello de la bata. El monarca temblaba de frío en la gran sala.

El Hombre Torcido estaba sentado en el trono del rey, con las piernas cruzadas y los dedos de las manos unidos delante de él, formando una punta. No parecía contento con algo que había dicho el rey, porque escupió, asqueado, en el suelo de piedra. David oyó el siseo y el crepitar del escupitajo al caer.

– No podemos forzarlo -decía el Hombre Torcido-. Unas cuantas horas no te matarán.

– Al parecer, no me va a matar nada -respondió el rey-. Me prometiste acabar con esto. Necesito descansar, dormir, quiero tumbarme en mi cripta y convertirme en polvo. Me prometiste que por fin podría morir.

– Él cree que el libro le ayudará -repuso el Hombre Torcido-. Cuando descubra que no tiene valor, atenderá a la razón, y así los dos obtendremos nuestra recompensa.

El rey cambió de postura, y David vio que tenía un libro en el regazo; estaba encuadernado en cuero marrón, y parecía muy viejo y destrozado. El monarca acarició con cariño la cubierta, y su rostro se convirtió en la viva imagen de la tristeza.

– Tiene valor para mí -dijo.

– Entonces, puedes llevártelo contigo a la tumba -contestó el Hombre Torcido-, porque no le servirá a nadie más. Hasta entonces, déjalo donde su presencia pueda tentarlo.

El rey se levantó con gran dificultad y se tambaleó escaleras abajo, después se acercó a un hueco en la pared y colocó cuidadosamente el libro en un cojín dorado. David no lo había visto antes porque, durante su reunión con el rey, el hueco había estado tapado con unas cortinas.

– No te preocupes, Majestad -dijo el Hombre Torcido, con la voz cargada de sarcasmo-, nuestro provechoso trato está a punto de concluir.

– No ha sido provechoso -respondió el rey, con el ceño fruncido-, ni para mí, ni para la persona que tomaste para garantizarlo.

El Hombre Torcido saltó del trono y, de un solo bote, aterrizó a escasos centímetros del rey, pero el anciano no se acobardó ni intentó alejarse.

– No hiciste nada que no desearas hacer -repuso el Hombre Torcido-. Te di lo qué querías y te dejé claro lo que esperaba a cambio.

– Era un niño -protestó el rey-, estaba enfadado, no entendía el daño que estaba causando.

– ¿Y crees que eso te disculpa? De niño sólo veías las cosas en blanco y negro, bueno o malo, lo que te daba placer y lo que te producía dolor. Ahora lo ves en distintos tonos de gris. Ni siquiera puedes cuidar de tu reino, porque no estás dispuesto a decidir lo que está bien y lo que está mal, ni siquiera deseas reconocer que puedes distinguir lo uno de lo otro. Sabías lo que estabas haciendo el día que cerramos el trato. El arrepentimiento te nubla la memoria, y ahora quieres culparme por tus debilidades. Cuida tu lengua, viejo, o tendré que recordarte el poder que todavía ejerzo sobre ti.

– ¿Qué me puedes hacer que no me hayas hecho ya? -preguntó el rey-. Sólo me queda la muerte, y tú sigues negándomela.

– Recuerda y recuérdalo bien-contestó el Hombre Torcido, acercándose tanto al rey que sus narices se tocaron-: hay muertes fáciles y muertes difíciles. Puedo conseguir que tu fallecimiento sea tan pacífico como una siesta a media tarde, o tan doloroso y largo como tu cuerpo marchito y tus huesos frágiles puedan soportar. No lo olvides nunca.

El hombrecillo se volvió y caminó hasta la pared que estaba detrás del trono. Un tapiz con la imagen de una caza de unicornios se movió brevemente a la luz de las antorchas, y, después, el rey se quedó solo en la sala del trono. El anciano se acercó al hueco, abrió de nuevo el libro y contempló durante un rato lo que revelaban sus hojas; después lo cerró de nuevo y se fue por una puerta que quedaba debajo de la galería. David se quedó solo; esperó a que regresaran los guardias, pero no lo hicieron. Al cabo de cinco minutos, viendo que todo seguía tranquilo, bajó las escaleras que llevaban a la sala del trono y recorrió en silencio el cuarto hasta llegar al libro.

Así que aquél era el libro del que habían hablado el Leñador y Roland, El libro de las cosas perdidas. Pero el Hombre Torcido había afirmado que no tenía valor, aunque el rey parecía tenerle más aprecio que a su corona. «Quizás el Hombre Torcido esté equivocado -pensó David-. Quizá no entienda lo que contienen sus páginas.»

David cogió el libro y lo abrió.

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XXVIII. Sobre El libro de las cosas perdidas

La primera página que se encontró David al abrir el libro estaba decorada con el dibujo infantil de una casa grande: había árboles, un jardín y grandes ventanas; un sol sonriente iluminaba el cielo, y las figuras de palitos de un hombre, una mujer y un niño se cogían de la mano junto a la puerta principal. David pasó a la página siguiente y encontró la entrada partida de un espectáculo en un teatro de Londres. Debajo, la mano de un niño había escrito: «¡Mi primera obra!». En la página de al lado había una postal de un muelle marino; la cartulina, muy vieja, parecía más marrón y negro que blanco y negro. Entre las hojas también vio flores secas, un mechón de pelo de perro («Lucky, un buen perro»), fotos, dibujos, un trozo de vestido de mujer y una cadena rota, bañada para parecer de oro, pero con la base metálica visible debajo. Había una página de otro libro, en la que se veía cómo un caballero mataba a un dragón, y un poema sobre un gato y un ratón, escrito con letra de niño. El poema no era muy bueno, pero, al menos, rimaba.