De las dos mitades del Hombre Torcido salieron todas las cosas desagradables que hayan existido: bichos, escarabajos, ciempiés, arañas y pálidos gusanos blancos; todos corrieron por el suelo hasta que, cuando el último grano de arena cayó por el cuello del reloj y el Hombre Torcido murió, ellos también quedaron inmóviles.
Leroi, sonriente, contemplaba aquella porquería. David empezó a cerrar los ojos, preparado para morir, cuando el loup, de repente, se estremeció. Abrió la boca para hablar, y la mandíbula se le cayó de golpe, aterrizando en las piedras del suelo. La piel se le desmenuzó en escamas, como si fuese yeso viejo, y, aunque intentó moverse, las patas ya no lo soportaban y se le partieron a la altura de las rodillas. Así que Leroi cayó al suelo, y unas grietas empezaron a aparecerle en la cara y en el dorso de las manos. Intentó arañar las piedras, pero los dedos se le hicieron añicos, como si se tratase de cristal. Sólo los ojos permanecieron idénticos, pero en ellos sólo se veía dolor y perplejidad.
David lo vio morir, y sólo él comprendió lo que pasaba.
– Eras la pesadilla del rey, no la mía -dijo-. Matarlo ha sido un suicidio.
Los ojos de Leroi parpadearon, sin comprender nada, y después dejaron de moverse. Se convirtió en la estatua rota de una bestia, sin el miedo de otro para darle vida. Unas fisuras diminutas lo cubrieron por completo, y el loup se deshizo en mil pedacitos y desapareció para siempre.
Los otros loups que había por la sala del trono también se deshacían en polvo, y los lobos normales, ya sin líderes, empezaron a retirarse por el túnel, mientras otros guardias entraban en la sala con los escudos en alto, formando una pared de acero por la que asomaban las puntas de las lanzas, como si fuese un erizo. No hicieron caso de David, que recogió la espada y corrió por los pasillos del castillo, pasando junto a sirvientes asustados y cortesanos perplejos, hasta que se encontró en el exterior. Subió a la almena más alta y contempló el paisaje que se extendía ante éclass="underline" el caos reinaba en el ejército de los lobos. Los aliados se volvían unos contra otros, luchando y mordiéndose, y los más veloces pisoteaban a los lentos en su prisa por huir y regresar a sus antiguos territorios. Ya se veían grandes columnas de lobos alejándose por las colinas. Lo único que quedaba de los loups eran las columnas de polvo que creaban fugaces remolinos antes de perderse a los cuatro vientos.
David notó que alguien le tocaba el hombro, y, al volverse, se encontró con una cara familiar. Era el Leñador. Tenía sangre en la ropa y en la piel, y las gotas de sangre que le caían del hacha formaban un charco oscuro en el suelo.
El niño no podía hablar; dejó caer la espada y la bolsa, y abrazó con fuerza al Leñador, que le puso una mano en la cabeza y le acarició el pelo con cariño.
– Creía que estabas muerto -suspiró David-, vi cómo los lobos te llevaban a rastras.
– Ningún lobo podría quitarme la vida -respondió el hombre-. Conseguí abrirme paso hasta la casita del criador de caballos, atranqué la puerta, y las heridas me dejaron inconsciente. Tardé muchos días en recuperarme lo suficiente para seguir tu rastro, y no logré atravesar las filas de los lobos hasta ahora. Pero debemos marcharnos de aquí de inmediato, porque esto no permanecerá en pie mucho tiempo.
David notó cómo las almenas temblaban bajo sus pies y vio que se abría un agujero en un muro. Otras grietas aparecieron en los edificios principales, y los ladrillos y la argamasa empezaron a caer sobre el suelo de adoquines. El laberinto de túneles que recorría la parte de abajo del castillo se estaba derrumbando, y el mundo de reyes y hombres torcidos se hacía añicos.
El Leñador condujo a David hasta el patio, donde les esperaba un caballo. El hombre le dijo que subiera al animal, pero David prefirió recoger a Scylla de la cuadra. La yegua, asustada por los sonidos de la batalla y el aullido de los lobos, relinchó de alivio al ver al chico. David le dio unas palmaditas en la frente y le susurró palabras amables, después se subió a lomos de la montura y siguió al Leñador hacia el exterior del castillo. Unos guardias a caballo hostigaban a los lobos en retirada, obligándolos a alejarse cada vez más de los muros, mientras un flujo continuo de gente salía por las puertas principales, sirvientes y cortesanos cargados de toda la comida y todas las riquezas que habían podido reunir, abandonando el castillo antes de que se convirtiese en ruinas. David y el Leñador tomaron una ruta que los alejó de la confusión, y sólo se detuvieron cuando estuvieron a una distancia segura de lobos y hombres; entonces observaron desde lo alto de una colina que daba al castillo. Desde allí vieron cómo la estructura se derrumbaba hasta quedar convertida en un gran agujero en el suelo, marcado por madera, ladrillos, y una nube de polvo sucio y asfixiante. Después se volvieron y cabalgaron juntos durante muchos días, hasta llegar por fin al bosque por el que David había entrado a aquel mundo. Ya sólo quedaba un árbol señalado con una cuerda roja, puesto que toda la magia del Hombre Torcido se había deshecho con su muerte.
El Leñador y David desmontaron delante del árbol.
– Ha llegado el momento -dijo el Leñador-. Ahora debes irte a casa.
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XXXII. Sobre Rose
David estaba en medio del bosque, mirando el trozo de cuerda y el hueco del árbol que, de nuevo, se revelaba ante ellos. Uno de los árboles cercanos había sufrido hacía poco las garras de un animal, y de la herida del tronco salía una savia sanguinolenta que formaba un charco sobre la nieve. Una brisa agitó a sus vecinos, cuyas ramas acariciaron la copa del herido, calmándolo y consolándolo, haciendo que fuese consciente de su presencia. Las nubes empezaban a abrirse, y la luz del sol se introducía por los huecos; el mundo cambiaba, transformado por el final del Hombre Torcido.
– Ahora que debo marcharme, no estoy seguro de querer irme -dijo David-. Siento que me quedan muchas cosas por ver, y no quiero que las cosas vuelvan a ser como antes.
– Hay personas esperándote al otro lado -respondió el Leñador-, y tienes que regresar con ellos. Te quieren, y sus vidas estarán más vacías sin ti. Tienes un padre, un hermano y una mujer que se convertirá en tu nueva madre, si la dejas. Debes regresar, si no quieres arruinar sus vidas con tu ausencia. En cierto modo, ya has tomado tu decisión, porque rechazaste el trato del Hombre Torcido: decidiste no vivir aquí, sino en tu propio mundo. -David asintió, porque sabía que su amigo tenía razón-. Te preguntarán muchas cosas si te presentas así -añadió el Leñador-. Tienes que dejar aquí todo lo que llevas puesto, incluso la espada. No la necesitarás en tu mundo.
David sacó de su bolsa el paquete en el que guardaba el pijama y la bata hechos jirones, y se los puso detrás de un arbusto. Su vieja ropa le resultaba extraña; había cambiado tanto que era como si perteneciese a otra persona, a alguien que le resultaba vagamente familiar, pero más joven y tonto. Era la ropa de un niño, y él había dejado de serlo.
– Dime algo, por favor -dijo David.
– Lo que quieras.
– Me diste ropa cuando llegué aquí, la ropa de un niño. ¿Alguna vez has tenido hijos?
– Todos eran hijos míos -respondió el Leñador, sonriendo-. Todos los que se perdieron, todos los que se encontraron, todos los que vivieron y todos los que murieron: todos, todos eran míos, en cierto modo.
– ¿Sabías que el rey era un traidor cuando me acompañabas a visitarlo? -le preguntó David. Era una pregunta que lo había incomodado desde la reaparición del Leñador. No podía creerse que aquel hombre fuese capaz de ponerlo en peligro a sabiendas.