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– Sé que te gustan las historias y los libros -le dijo, mientras seguían a la camioneta de la mudanza hasta las afueras de la ciudad-. Supongo que te preguntas por qué a mí no me gustan tanto como a ti. Bueno, a mí también me gustan los cuentos, a mi manera, y eso es parte de mi trabajo. Sabes que a veces una historia parece tratar sobre una cosa, pero, en realidad, trata sobre otra muy distinta, ¿no? Tiene un significado oculto que hay que descubrir, ¿verdad?

– Como las historias de la Biblia -comentó David. Los domingos, el cura solía explicar las historias de la Biblia que acababa de leer en voz alta. El chico no siempre prestaba atención, porque el cura era un señor muy aburrido, pero resultaba sorprendente lo que podía ver en unas historias que, en principio, parecían muy sencillas. De hecho, al cura parecía gustarle complicarlas, seguramente porque así podía hablar más. David no disfrutaba mucho de la iglesia, porque todavía estaba enfadado con Dios por lo que le había sucedido a su madre, y por meter a Rose y Georgie en su vida.

– Pero algunas historias están pensadas para que no las entienda todo el mundo -siguió explicando el padre de David-, sino sólo un grupito de gente, así que ocultan muy bien su significado. Puede hacerse con palabras o con números, y, a veces, con ambas cosas, pero el objetivo es el mismo: evitar que cualquiera pueda interpretarlas. Si no sabes el código, no tienen significado.

»Pues bien, los alemanes utilizan códigos para enviar mensajes, y nosotros también. Algunos son muy complicados, y otros parecen muy sencillos, aunque, a menudo, ésos son los peores. Alguien tiene que averiguar lo que dicen, y eso es lo que hago yo: intento comprender los significados ocultos de las historias escritas por personas que no quieren que yo las entienda. -Se volvió hacia David y le puso una mano en el hombro-. Te estoy confiando un secreto; no puedes contárselo a nadie. -Se llevó un dedo a los labios-. Alto secreto, viejo amigo.

– Alto secreto -repitió David, imitando su gesto.

Y siguieron conduciendo.

El dormitorio de David estaba en lo más alto de la casa, en una habitación pequeña y de techo bajo que Rose había escogido para él porque estaba llena de libros y estanterías. Los libros del chico acabaron compartiendo estante con otros libros que eran más viejos o extraños que ellos. David hizo sitio para sus tomos lo mejor que pudo, y al final decidió ordenarlos todos por tamaño y color, porque así quedaban mejor. Aquello significaba que sus libros se mezclaban con los que estaban allí antes, de modo que unos cuentos de hadas acabaron comprimidos entre una historia del comunismo y un análisis de las últimas batallas de la Primera Guerra Mundial. David intentó leer un poco del libro sobre comunismo, sobre todo porque no estaba muy seguro de lo que era, salvo que su padre parecía considerarlo una cosa muy mala. Consiguió avanzar tres páginas antes de perder interés, porque su palabrería sobre que los «medios de producción debían ser propiedad de los trabajadores» y «la depredación de los capitalistas» le daba mucho sueño. La historia de la Primera Guerra Mundial era un poco mejor, aunque sólo fuera por los dibujos de viejos tanques que alguien había recortado de una revista ilustrada y había metido entre las hojas. También había un aburrido libro de vocabulario francés, y un libro sobre el imperio romano que tenía unos dibujos muy interesantes y parecía disfrutar describiendo las crueldades que los romanos le hacían a la gente, y lo que la gente le hacía a los romanos para vengarse.

Por otro lado, el libro de mitos griegos de David era del mismo tamaño y color que una antología de poesía cercana, así que a veces sacaba los poemas en vez de los mitos. Algunos no estaban mal, si se les daba una oportunidad. Uno trataba sobre una especie de rey (aunque, en el poema, se le llamaba «Childe»), y su búsqueda de una torre oscura y los secretos que contenía. Sin embargo, el poema no acababa como debiera, porque el caballero llegaba a la torre y, bueno, se acabó. David quería saber qué había en la torre y qué le pasaba al caballero después de encontrarla, pero estaba claro que al poeta no le había parecido importante. Aquello hizo que el chico se preguntara qué clase de personas se dedicaba a escribir poesía. Resultaba evidente para cualquiera que lo mejor del poema empezaba al llegar a la torre, pero, justo en ese momento, el poeta había decidido dejarlo y escribir otra cosa. Quizás hubiera pensado en volver a él más tarde y después se le olvidara, o quizá no encontró un monstruo lo suficientemente impresionante para la torre. David se imaginó al escritor rodeado de trocitos de papel con cientos de ideas para la criatura tachadas o garabateadas encima.

Hombre lobo.

Dragón.

Dragón muy grande.

Bruja

Bruja muy grande

Bruja pequeña.

El chico intentó darle forma a la bestia que anidaba en el centro del poema, pero descubrió que no podía, que era más difícil de lo que parecía, porque nada encajaba del todo. Sólo pudo evocar un ser a medio formar que se acurrucaba en los rincones llenos de telarañas de su imaginación, donde todas las cosas que temía se escondían y arrastraban en la oscuridad.

David fue consciente del cambio que se produjo en la habitación en cuanto empezó a llenar los huecos vacíos de los estantes, porque los libros nuevos parecían y sonaban incómodos junto a los otros libros del pasado. La apariencia de los antiguos resultaba intimidatoria, y hablaban con David en tonos polvorientos y sordos; estaban encuadernados en piel de becerro y cuero, y algunos guardaban conocimientos largo tiempo olvidados o que resultaron ser incorrectos al avanzar la ciencia y el proceso de descubrimiento de nuevas verdades. Los libros que contenían aquella vieja sabiduría nunca se habían reconciliado con la devaluación de su ciencia. En aquellos momentos eran peores que las historias, porque los relatos, en cierto modo, estaban pensados para ser invenciones y mentiras, pero aquellos otros libros habían nacido para empresas de mayor importancia. Hombres y mujeres habían trabajado en su creación, llenándolos con la suma de todo lo que sabían y todo lo que pensaban sobre el mundo. Los libros apenas podían soportar que aquellas personas se equivocasen y que sus hipótesis hubiesen perdido todo valor.

Un gran libro afirmaba, basándose en el análisis de la Biblia, que el fin del mundo tendría lugar en 1783, pero el pobre se había vuelto loco hacía tiempo, porque se negaba a creer que el año 1783 ya había pasado, ya que, si lo hacía, tendría que reconocer que todos sus contenidos estaban equivocados y que, por tanto, la única razón de su existencia era convertirse en una simple curiosidad. Un delgado trabajo sobre las civilizaciones de Marte en la actualidad, escrito por un hombre con un buen telescopio y mejor vista que fue capaz de discernir los senderos de los canales donde no había fluido canal alguno, parloteaba constantemente sobre cómo los marcianos se habían ocultado bajo la superficie y estaban construyendo grandes motores en secreto. En aquellos instantes se encontraba entre varios libros sobre el lenguaje de los sordos que, por suerte para ellos, no podían oír nada de lo que les decía.

Pero David también descubrió otros libros muy parecidos a los suyos. Eran gruesos volúmenes ilustrados de cuentos de hadas y populares, con los colores todavía vivos en el interior, y fue en aquellas obras en las que se centró durante los primeros días que pasó en su nuevo hogar, tumbado en el asiento de la ventana mirando de vez en cuando hacia los árboles, como si esperase que los lobos, brujas y ogros de las historias se materializasen de repente en el exterior, ya que las descripciones de los libros se parecían tanto al bosque que rodeaba la casa que resultaba casi imposible no creer que se refiriesen al mismo lugar. Aquella impresión se veía reforzada por el aspecto de los libros, porque algunas de sus historias estaban añadidas a mano, y los dibujos de dentro los había creado alguien con bastante talento para el arte. David no encontró ningún nombre que identificase al autor de las adiciones, y algunos de los cuentos no le resultaban familiares, aunque le recordaban a los que conocía casi de memoria.