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– Padre, déjame ir a buscar el agua -le dijo, mientras pensaba para sí: «Si mi hermano está muerto, el reino será mío».

Al principio, el rey tampoco quiso que fuera, pero al final cedió, y el príncipe tomó el mismo camino que su hermano, y él también se encontró con el hombrecillo, que lo detuvo para preguntarle adonde iba con tanta prisa.

– Renacuajo, eso no es de tu incumbencia -respondió el príncipe, y siguió cabalgando sin mirar atrás. Pero el enano lo embrujó, y él, como su hermano, entró en el barranco y no pudo salir. Tal es el destino de los arrogantes.

Como el segundo hijo no regresaba, el más joven le suplicó a su padre que le permitiese ir a por el agua, y, al final, el rey se vio obligado a dejarlo. Cuando se encontró con el enano, y éste le preguntó adonde se dirigía tan deprisa, el príncipe se detuvo y le dio una explicación:

– Voy en busca del agua de la vida, porque mi padre está enfermo de muerte.

– Entonces, ¿sabes dónde se encuentra lo que buscas?

– No -respondió el príncipe.

– Como te has comportado como es debido y no con arrogancia, como tus falsos hermanos, te daré la información y te explicaré cómo puedes obtener el agua de la vida -repuso el enano-. Nace de una fuente en el patio de un castillo encantado, pero no podrás llegar hasta él si no te doy una varita de hierro y dos pequeñas rebanadas de pan. Golpea dos veces en la puerta de hierro del castillo con la varita y así se abrirá: dentro encontrarás dos leones con las fauces abiertas, pero, si le tiras una rebanada de pan a cada uno, se quedarán tranquilos. Después debes apresurarte a recoger el agua de la vida antes de que el reloj dé las doce, porque, de no hacerlo, la puerta se cerrará de nuevo y quedarás atrapado.

El príncipe le dio las gracias, cogió la varita y el pan y siguió su camino. Cuando llegó, todo era como el enano había dicho. La puerta se abrió al tercer golpe de varita y, después de calmar a los leones con el pan, entró en el castillo y llegó a un enorme y lujoso salón, donde se encontró con unos príncipes hechizados, a los que les quitó los anillos que llevaban en los dedos. Allí había una espada y una rebanada de pan, así que lo cogió todo. Después entró en una cámara en la que una preciosa doncella se alegró al verlo, lo besó y le dijo que la había salvado, que le daría todo el reino y que, sí regresaba al cabo de un año, celebrarían su boda; también le dijo dónde estaba el agua de la vida, y él se apresuró a buscarla antes de que el reloj diese las doce.

Siguió adelante, y por fin entró en una habitación en la que había una espléndida cama recién hecha, y, como estaba muy cansado, sintió la necesidad de descansar un poquito. Así que se tumbó y cayó dormido. Cuando se despertó estaban dando las doce menos cuarto. Se levantó de un salto, corrió hacia la fuente, recogió un poco de agua en una copa que había cerca y se alejó a toda prisa, pero, justo cuando atravesaba la puerta de hierro, el reloj dio la doce, y la puerta se cerró con tanta violencia que se llevó parte de su talón. Sin embargo, el príncipe, alegre por haber obtenido el agua de la vida, se dirigió a casa y de nuevo pasó junto al enano. Cuando éste vio la espada y el pan, dijo:

– Con ellos has logrado una gran riqueza; con la espada podrás vencer a ejércitos enteros, y el pan nunca se acabará.

Pero el príncipe no quería volver junto a su padre sin sus hermanos, y repuso:

– Querido enano, ¿no podrías decirme dónde están mis hermanos? Partieron antes que yo en busca del agua de la vida, pero no regresaron.

– Están atrapados entre dos montañas -respondió el enano-. Los he condenado a permanecer allí, porque son demasiado arrogantes.

Entonces el príncipe suplicó hasta que el enano los soltó, no sin antes advertirle al muchacho lo siguiente:

– Ten cuidado con ellos, porque no tienen buen corazón.

Cuando sus hermanos llegaron, él se alegró mucho y les dijo lo que le había pasado, que había encontrado el agua de la vida, que llevaba una copa llena, que había rescatado a una bella princesa que estaba dispuesta a esperarlo un año, y que después celebrarían su boda y él obtendría un gran reino. Después de contárselo todo, cabalgaron juntos y llegaron a una tierra en la que reinaban la guerra y el hambre, y el rey pensaba ya en su muerte, porque había mucha necesidad.

Entonces el príncipe se presentó ante él y le dio la rebanada de pan, con la cual el monarca pudo alimentar a todo su reino, y después el príncipe le dio la espada, con la que el rey pudo acabar con las hordas enemigas y así vivir en paz. Cuando todo se solucionó, el príncipe recogió su pan y su espada, y los tres hermanos siguieron su camino. Pero, después de aquello, pasaron por otros dos países en los que reinaba la guerra y el hambre, y en ambas ocasiones el príncipe entregó su pan y su espada a los reyes, con lo que logró salvar tres reinos. A continuación subieron a un barco y se hicieron a la mar.

Durante la travesía, los dos hermanos mayores conversaron en secreto y dijeron:

– El más joven ha encontrado el agua de la vida, y nosotros no; nuestro padre le dará el reino que nos pertenece, y nosotros quedaremos sin fortuna.

Así que empezaron a planear su venganza, tramando para destruirlo. Esperaron hasta que estuvo profundamente dormido, sacaron el agua de la vida de la copa y se la quedaron ellos, echando en su lugar agua salada del mar.

De este modo, cuando llegaron a casa, el más joven le llevó su copa al rey enfermo para que pudiese beber de ella y curarse, pero, en cuanto hubo tomado un traguito del agua salada, el monarca se puso peor. Cuando se lamentaba de ello, los dos hermanos mayores entraron y acusaron al joven de intentar envenenarlo, diciendo que ellos tenían la verdadera agua de la vida. Se la dieron, y, en cuanto la probó, el rey notó que la enfermedad lo abandonaba, y se puso tan fuerte y sano como en los días de su juventud.

Después de su engaño, los dos hermanos fueron a ver al pequeño, se burlaron de él y le dijeron:

– Sin duda encontraste el agua de la vida, pero tú te quedas con las culpas y nosotros con las disculpas; tendrías que haber sido más astuto y haber tenido los ojos abiertos. Te la quitamos en el mar, mientras dormías, y, cuando pase un año, uno de nosotros irá a buscar a esa bella princesa. Procura no contarle nada de esto a nuestro padre; él desconfía de ti, y, si le dices una sola palabra, perderás la vida; en cambio, si guardas silencio, te la perdonaremos como premio.

El viejo rey estaba enfadado con su hijo menor, ya que pensaba que había planeado asesinarlo, así que reunió a la corte e hizo que le condenasen a morir ejecutado en secreto. Un día, el príncipe estaba de caza, montado en su caballo, sin sospechar nada malo, acompañado por el cazador del rey; como el príncipe notó que el hombre parecía muy triste, le preguntó:

– Querido cazador, ¿qué te preocupa?

– No os lo puedo decir, aunque debiera -respondió el cazador.

– Dilo abiertamente y te perdonaré.

– ¡Ay! -exclamó el cazador-. Tengo que mataros de un disparo, porque el rey me ordenó hacerlo.

– Querido cazador -repuso el príncipe, perplejo-, déjame vivir. Toma, te entregaré mi traje real a cambio de tu ropa común.

– Estaré encantado de aceptar -contestó el cazador-; lo cierto es que no habría podido dispararos.

Así que intercambiaron la ropa, y el cazador regresó a casa; el príncipe, por el contrario, se adentró más en el bosque. Al cabo de un tiempo, el rey recibió tres carros cargados de oro y piedras preciosas dirigidos a su hijo menor, enviados a modo de agradecimiento por los tres reyes que habían derrotado a sus enemigos gracias a la espada del príncipe y que habían mantenido a su gente gracias a su pan.

El viejo rey pensó entonces: «¿Es posible que mi hijo fuese inocente?». Así que le dijo a su gente:

– Ojalá siguiera vivo. ¡Cuánto lamento haberlo hecho matar!

– Sigue vivo -respondió el cazador-. Vuestro encargo me pesaba, y no logré cumplirlo. -Después le explicó al rey cómo había sucedido; el corazón del monarca se liberó de un gran peso, y proclamó en todos los países que su hijo podía regresar a casa, que sería bienvenido.