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– Ahora, niños, tumbaos junto al fuego y descansad, que nosotros iremos al bosque a cortar árboles. Cuando terminemos, volveremos a recogeros.

Hansel y Gretel se sentaron junto a la hoguera, y, cuando llegaron las doce del mediodía, cada uno se comió un trocito de pan; como oían los golpes del hacha de su padre, creyeron que el hombre estaba cerca. Sin embargo, no era el hacha, sino una rama que el leñador había atado a un árbol marchito que el viento agitaba. Así que allí estuvieron sentados largo rato, con los ojos cerrados de cansancio, hasta que se quedaron dormidos. Cuando por fin despertaron, ya era noche oscura. Gretel empezó a llorar y a lamentarse:

– ¿Cómo vamos a salir ahora del bosque?

– Espera un poco, hasta que salga la luna, y pronto encontraremos el camino -la tranquilizó Hansel.

Cuando la luna llena subió al cielo, Hansel cogió a su hermanita de la mano y siguió las piedrecitas, que brillaban como monedas de planta recién acuñadas, mostrándoles el camino.

Caminaron toda la noche y, al romper el nuevo día, llegaron a la casa de su padre. Llamaron a la puerta, y, cuando la mujer la abrió y vio que eran Hansel y Gretel, exclamó:

– Qué niños más desobedientes, ¿por qué habéis dormido tanto rato en el bosque? ¡Creíamos que no ibais a volver!

Sin embargo, el padre se alegró, porque abandonarlos en el bosque le había roto el corazón.

No mucho después, una gran escasez volvió a adueñarse de la zona, y los niños oyeron cómo su madre le decía por la noche a su padre:

– Nos hemos vuelto a quedar sin comida, sólo nos queda media rebanada de pan, nada más. Los niños deben irse; los llevaremos más lejos, para que no encuentren el camino de vuelta. ¡Sólo así podremos salvarnos!

– Sería mejor para ti que compartieras el último bocado con tus hijos -repuso el padre, con pesar.

Sin embargo, la mujer no quería escuchar sus palabras, y lo regañó y le hizo reproches. Nunca digas nunca jamás, y, de igual manera que cedió la primera vez, el leñador tuvo que ceder una segunda.

Los niños, que seguían despiertos, habían oído la conversación. Cuando los mayores se durmieron, Hansel se levantó de nuevo para recoger más guijarros, como la vez anterior, pero la mujer había cerrado la puerta con llave, así que el niño no pudo salir. De todos modos, tranquilizó a su hermana, diciendo:

– No llores, Gretel, duerme tranquila, que el buen Dios nos ayudará.

Por la mañana temprano, la mujer los despertó y los sacó de la cama. Les dio su trozo de pan, pero era más pequeño que el anterior. De camino al bosque, Hansel deshizo el pan en su bolsillo, parándose de vez en cuanto para soltar una migaja.

– Hansel, ¿por qué te paras y miras a tu alrededor? -le preguntó el padre-. Sigue andando.

– Estoy mirando a mi palomita, que está sentada en el tejado y me quiere decir adiós -respondió Hansel.

– ¡Tonto! -exclamó la mujer-. Ésa no es tu palomita, sino el sol de la mañana, que brilla sobre la chimenea.

Sin embargo, Hansel fue tirando poco a poco las migas por el camino.

La mujer llevó a los niños a un lugar más profundo del bosque, un sitio en el que nunca antes habían estado. Entonces encendieron una gran fogata, y ella dijo:

– Sentaos aquí, niños, y, cuando os canséis, podéis dormir un poco; nosotros iremos al bosque a cortar leña y, por la tarde, cuando terminemos, vendremos a por vosotros.

Al mediodía, Gretel compartió su trozo de pan con Hansel, que había esparcido el suyo por el camino. Después se quedaron dormidos y pasó la tarde, pero nadie fue a recoger a los pobres niños. No se despertaron hasta que fue de noche, y Hansel tranquilizó a su hermanita:

– Espera a que salga la luna, Gretel, y entonces veremos las migas de pan que he tirado por el camino y así volveremos a casa.

Pero, cuando salió la luna, no encontraron las migas, porque los miles de pájaros que volaban por el bosque y los campos se las habían comido.

– Pronto encontraremos el camino -le aseguró Hansel a Gretel, pero no lo hicieron. Caminaron toda la noche y todo el día siguiente hasta caer la tarde, pero no lograron salir del bosque, y tenían mucha hambre, porque no habían comido más que un par de bayas que crecían en la tierra. Como, además, estaban tan cansados que las piernas no podían seguir sosteniéndolos, se tumbaron bajo un árbol y se quedaron dormidos.

Ya habían pasado tres mañanas desde que abandonaran la casa de su padre. Empezaron a caminar de nuevo, pero no dejaban de adentrarse en el bosque, y, sí no encontraban ayuda pronto, iban a morir de hambre y cansancio. Al mediodía vieron un bello pájaro blanco como la nieve, sentado en una rama, cantando una melodía tan deliciosa que se quedaron a escucharlo. Cuando terminó su canción, el pájaro abrió las alas y se alejó volando delante de ellos, y ellos lo siguieron hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se había posado; cuando se acercaron más a la casita, vieron que estaba hecha con pan y cubierta de pasteles, y que las ventanas eran de azúcar transparente.

– Con esto tendremos una buena comida -dijo Hansel-. Yo me comeré un trocito del tejado, y tú, Gretel, puedes comerte parte de la ventana, que estará dulce.

Hansel alargó una mano y rompió un trocito del tejado para probarlo, y Gretel se apoyó en la ventana y mordisqueó el cristal. Entonces oyeron una voz suave que provenía del salón:

– Muerde, muerde la ratita; ¿quién se come mi casita?

– El viento, el viento; nada más que el viento -respondieron los niños, y siguieron comiéndose la casa.

Como a Hansel le había gustado el sabor del tejado, arrancó un buen pedazo, mientras Gretel sacó el cristal de una ventana redonda, se sentó y se entretuvo con él. De repente, la puerta se abrió, y de ella salió una mujer más vieja que las colinas, apoyada en muletas. Hansel y Gretel estaban tan asustados que dejaron caer lo que tenían en las manos. Sin embargo, la anciana asintió con la cabeza y dijo:

– Oh, queridos niños, ¿quién os ha traído hasta aquí? Entrad, entrad y quedaos conmigo, que no os pasará nada.

Así que los cogió de la mano y los metió en la casita, donde les sirvió una buena comida: leche y tortitas con azúcar, manzanas y nueces. Después preparó dos bonitas camitas con sábanas blancas, y Hansel y Gretel se tumbaron en ellas, creyendo estar en el Cielo.

La anciana sólo había fingido ser amable porque, en realidad, era una bruja malvada que esperaba a que apareciese algún niño, y sólo había construido la casita de pan para atraerlos. Cuando un niño caía entre sus garras, ella lo mataba, lo cocinaba y se lo comía, y aquel día era un banquete para ella. Las brujas tienen ojos rojos y no ven mucho, pero también cuentan con un agudo sentido del olfato, como los animales, y saben cuándo tienen seres humanos cerca. Cuando Hansel y Gretel se acercaron a su casa, ella soltó una risa malvada y dijo con sorna:

– Los tengo, ¡no se me volverán a escapar!

Por la mañana temprano, antes de que los niños se despertaran, ella se levantó y, al verlos dormidos y tan bonitos, con sus mejillas gorditas y sonrosadas, murmuró para sí:

– Serán un delicioso bocado.

Después cogió a Hansel con su mano arrugada, lo llevó a un pequeño establo y lo encerró detrás de una puerta con barrotes. Por mucho que gritó, el niño no logró nada. Después, la bruja fue a por Gretel, la sacudió para despertarla y gritó:

– ¡Levántate, perezosa, ve a por agua y cocina algo bueno para tu hermano, que está en el establo de fuera! Quiero ponerlo gordo para comérmelo.

Gretel empezó a llorar con amargura, pero todo fue en vano, porque no pudo más que hacer lo que la malvada bruja le pedía.

Así que Hansel recibió las mejores comidas, pero Gretel tenía que contentarse con los caparazones de los cangrejos. Cada mañana, la mujer se acercaba al establo y gritaba:

– ¡Hansel, saca un dedo para que vea si ya estás gordo!

Sin embargo, Hansel sacaba un huesecillo de la comida, y la anciana, que veía poco, creía que era el dedo de Hansel y se asombraba de que fuese tan difícil engordarlo. Al cabo de cuatro semanas, al ver que Hansel seguía delgado, se le acabó la paciencia y no quiso esperar más.