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– Ahora, Gretel -le gritó a la niña-, prepárate y trae agua. Me da igual que Hansel esté gordo o flaco, mañana lo mataré y lo cocinaré.

Ay, cuánto lamentó la pobre hermanita tener que recoger el agua, y cómo le caían las lágrimas por las mejillas.

– Dios mío, ayúdanos -lloraba-. Si los animales salvajes del bosque nos hubiesen devorado, al menos habríamos muerto juntos.

– No hagas tanto ruido -la reprendió la vieja-, que no te va a servir de nada.

Por la mañana temprano, Gretel tuvo que salir a colgar el caldero con el agua y encender el fuego.

– Primero hornearemos -dijo la anciana-. Ya he calentado el horno y preparado la masa. -Apartó a la pobre Gretel del horno, que ya lanzaba llamas-. Métete dentro y comprueba si está bien caliente, para que podamos meter el pan.

Una vez Gretel estuviera dentro, la bruja pretendía cerrar la puerta del horno y dejar que se asase, para así comérsela también, pero Gretel adivinó lo que tenía en mente, y dijo:

– No sé cómo hacerlo; ¿cómo voy a caber?

– No seas tonta -respondió la anciana-, la puerta es lo bastante grande; mira, ¡si quepo hasta yo!

Tras decir aquello, la bruja metió la cabeza dentro del horno. Entonces, Gretel le dio un empujón, cerró la puerta de hierro y echó el cerrojo. Oh, la bruja empezó a lanzar terribles aullidos, pero Gretel salió corriendo, y la malvada bruja murió abrasada.

Gretel corrió como un rayo hasta donde estaba Hansel, abrió el establo y gritó:

– ¡Hansel, estamos salvados! ¡La vieja bruja ha muerto!

Entonces, Hansel salió volando de su jaula, como si fuese un pajarillo. ¡Qué gran abrazo se dieron, y cómo bailaron y se besaron! Como ya no tenían miedo de la vieja, volvieron a la casa, y encontraron baúles llenos de perlas y piedras preciosas por todas partes.

– ¡Esto es mucho mejor que los guijarros! -exclamó Hansel, y se llenó los bolsillos todo lo que pudo.

– Yo también me llevaré algo -repuso Gretel, y se llenó de tesoros el delantal.

– Pero ahora debemos marcharnos -dijo Hansel-, para que podamos salir del bosque de la bruja.

Después de caminar dos horas llegaron a una gran extensión de agua.

– No podemos cruzar -afirmó Hansel-. No veo ni pasarelas, ni puentes.

– Y tampoco hay transbordador -añadió Gretel-, pero ahí hay un pato blanco. Si se lo pido, seguro que nos ayudará a cruzar.

Así que gritó:

Patito, patito, ¿acaso no ves

que Hansel y Gretel no saben qué hacer?

no hay tabla ni puente con que cruzar,

¿no nos puedes tú en el lomo llevar?

El pato se acercó a ellos, y Hansel se sentó en su lomo y le pidió a su hermana que se sentase con él.

– No -contestó ella-, pesaríamos demasiado para el patito; te llevará primero a ti y después a mí.

El buen patito así lo hizo, y, una vez a salvo al otro lado, después de caminar un rato, el bosque empezó a resultarles cada vez más familiar hasta que, al final, vieron su casa a lo lejos. Entonces empezaron a correr, entraron en el salón y se tiraron en brazos de su padre. El hombre no había vivido en paz desde que había abandonado a los niños en el bosque; sin embargo, la mujer había muerto. Gretel se vació el delantal hasta que todas las perlas y piedras preciosas rodaron por la habitación, y Hansel se sacó un puñado tras otro de joyas del bolsillo. Así terminaron todos sus problemas, y vivieron juntos y felices para siempre.

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Los tres cabritos

«David nunca se había imaginado que llegaría a ver un trol de verdad, aunque siempre le habían fascinado. En su mente, existían como figuras oscuras que moraban bajo puentes y ponían a prueba a los viajeros con la esperanza de comérselos si fallaban. Las formas que trepaban por el borde del cañón con antorchas en las manos no eran lo que él esperaba. Eran más pequeñas que el Leñador, pero muy anchas, y su piel parecía la de un elefante, dura y arrugada.»En la espalda tenían unas placas de hueso que les recorrían la columna, como las de los lomos de algunos dinosaurios, pero sus rostros resultaban simiescos; unos simios muy feos, sí, y con problemas de acné, pero simios al fin y al cabo. En cada puente se colocó un sonriente trol. Tenían unos ojillos rojos que brillaban de forma siniestra en la oscuridad que, poco a poco, caía sobre ellos…»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XII

Sobre los trols y Los tres cabritos

Creo que la historia de los tres cabritos es uno de los primeros cuentos de hadas que recuerdo. Está claro por qué les gusta a los niños: tiene una estructura sencilla, y es bastante repetitivo y fácil de recordar. A pesar de ello, siempre me pareció un poco siniestro, ya que los cabritos se traicionan con bastante facilidad, y mi único consuelo era creer que sabían que el último era lo bastante fuerte para derribar al trol. En realidad, tampoco les enseña mucho a los niños, salvo que es buena idea hacerse amigo de alguien más grande que tú para tratar con posibles matones, y que no pasa nada si tienes que vender a tus amigos si la ocasión lo requiere. A un amigo mío le molestó mucho esta interpretación, porque su madre le había contado que la moraleja de la historia era que los fuertes deben proteger a los débiles. Si tal fuera el caso, el cabrito más grande debería encabezar la marcha. También sugiere una fe errónea en la capacidad de los trols para esperarse a una recompensa posterior. Existe la posibilidad de que los cabritos se pusieran en peligro a sabiendas, pensando que el mayor de ellos podría aniquilar a cualquier trol con el que se encontraran, de modo que los animales podrían ser una versión peluda de Charles Bronson en El justiciero de la ciudad, que acaba con los atracadores de Nueva York utilizando con buen juicio un calcetín relleno de monedas…

Sin embargo, siempre me ha gustado la imagen del trol debajo del puente, y la amenaza de morir devorado que la criatura representaba. El libro de las cosas perdidas adopta la convención del puente, el reto (en este caso, un acertijo) y los trols, y la utiliza de una forma bastante tradicional. La virtud del cuento original radica en su sencillez: una amenaza y un desafío que hay que superar con el ingenio.

Los tres cabritos gruñones

Tradicional

Érase una vez tres cabritos que iban a subir a la ladera para ponerse gordos, y todos ellos se llamaban Gruñón.

En su camino se encontraron con un puente que cruzaba un arroyo y su cascada, y bajo el puente vivía un trol alto y feo, con ojos como platos y una nariz tan grande como un atizador.

Así que el más joven de los cabritos se dispuso a cruzar.

Tip, tap, tip, tap, hacía el puente.

– ¿Quién pasa sobre mi puente? -rugió el trol.

– Oh, sólo soy yo, el cabrito Gruñón más pequeño, y voy a la ladera a ponerme gordo -respondió el cabrito, con una voz muy fina.

– Pues te voy a engullir de un bocado -dijo el trol.

– ¡Oh, no! Por favor, no me comas, porque soy demasiado pequeño, sí -le aseguró el cabrito-. Espera un momento a que llegue el segundo cabrito Gruñón, que es mucho más grande.

– Bueno, pues sigue adelante -respondió el trol.

Poco después apareció el segundo cabrito Gruñón y se dispuso a cruzar.

¡Tip, tap, tip, tap!, hacía el puente.

– ¿Quién pasa sobre mi puente? -rugió el trol.

– Oh, sólo soy yo, el segundo cabrito Gruñón, y voy a la ladera a ponerme gordo -respondió el cabrito, con una voz no tan fina.

– Pues te voy a engullir de un bocado -dijo el trol.

– ¡Oh, no! Por favor, no me comas, porque soy demasiado pequeño, sí -le aseguró el cabrito-. Espera un momento a que llegue el tercer cabrito Gruñón, que es mucho más grande.