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En uno de ellos, una princesa tenía que pasarse la noche bailando y el día durmiendo por culpa de un hechicero, pero, en vez de rescatarla la intervención de un príncipe o un criado inteligente, la princesa moría, aunque su fantasma regresaba para atormentar al hechicero hasta tal punto que el hombre se tiraba a un abismo abierto en la tierra y moría abrasado en sus fuegos. Un lobo amenazaba a una niña que caminaba por el bosque, y, al huir, la pequeña se encontraba con un leñador con un hacha, pero, en aquella historia, el leñador no se contentaba con matar al lobo y llevar a la niña con su familia, no: le cortaba la cabeza al lobo, se llevaba a la niña a su cabaña en lo más profundo y oscuro del bosque, y la encerraba allí hasta que era lo bastante mayor para casarse con él; se casaban en una ceremonia celebrada por un búho, aunque ella no había dejado de llorar por sus padres en todos los años que él la había tenido prisionera. Después daba a luz a los hijos del leñador, y el leñador los criaba para que cazasen lobos y buscasen a todo el que se saliera de los senderos del bosque, matando a los hombres y quitándoles sus posesiones, pero raptando a las mujeres para llevárselas a su padre.

David leía los cuentos día y noche, acurrucado entre las mantas para protegerse del frío, porque la casa de Rose nunca se calentaba: el viento se abría paso a través de las rendijas de los marcos de las ventanas y las puertas que no encajaban, y movían las hojas de los libros abiertos, como si buscasen alguna información que necesitasen desesperadamente. Los grandes tallos de hiedra que cubrían la casa por delante y por detrás habían atravesado las paredes con el paso de las décadas, así que los zarcillos salían de las esquinas del techo del dormitorio de David o se pegaban a la parte inferior del alféizar. Al principio, David había intentado cortarla con las tijeras y tirar los restos, pero, al cabo de unos días, la hiedra volvía con aspecto más fuerte y largo, agarrándose con más tenacidad a la madera y el yeso. Los insectos también aprovechaban los agujeros, de modo que la frontera entre el mundo natural y el mundo de la casa empezó a volverse borrosa y difusa. Descubrió escarabajos congregados en el armario y tijeretas explorando el cajón de los calcetines. Por la noche oía a los ratones corriendo bajo los tablones del suelo: era como si la naturaleza estuviese reclamando para sí el cuarto de David.

Lo peor era que, cuando dormía, cada vez soñaba más con la criatura a la que había decidido llamar el Hombre Torcido, que caminaba por bosques muy similares al que había al otro lado de la ventana. El Hombre Torcido se acercaba hasta el límite de los árboles y contemplaba una extensión de césped verde en la que había una casa como la de Rose. Hablaba con David en sueños, con una sonrisa burlona, pero sus palabras no tenían sentido.

– Estamos esperando -decía-. Le damos la bienvenida, majestad. ¡Viva el nuevo rey!

IV. Sobre Jonathan Tulvey, Billy Golding y los hombres que moran junto a las vías del tren

El cuarto de David tenía un diseño curioso: el techo era bastante bajo y parecía construido de cualquier modo, bajando en sitios en los que no debería bajar y ofreciendo amplias oportunidades para que las arañas más aplicadas tejiesen sus redes. En su afán por explorar los rincones oscuros de las estanterías, David se había encontrado más de una vez con la cara y el pelo llenos de hilos de seda de araña, tras hacer que la residente de la red en cuestión saliese corriendo a ocultarse en una esquina, perdida en sus siniestras ansias de venganza arácnida. En una esquina había una caja de juguetes de madera, y un gran armario en la otra. Entre ellos estaba la cómoda, con un espejo encima. Habían pintado la habitación de un azul tan pálido que, cuando hacía sol, parecía formar parte del mundo exterior, sobre todo con la hiedra asomándose por la pared y los insectos que de vez en cuando alimentaban a las arañas.

La única ventanita daba al césped y al bosque. Si se ponía de pie en el asiento de la ventana, también se veía la aguja de una iglesia y los tejados de las casas del pueblo de al lado. Londres estaba al sur, pero igual podría haber estado en la Antártida, porque los árboles y el bosque ocultaban por completo la casa del mundo exterior. El asiento de la ventana era su lugar favorito para leer; los libros seguían susurrando y hablando entre ellos, pero él ya sabía cómo hacerlos callar con una sola palabra si estaba de buen humor, y, en cualquier caso, solían guardar silencio cuando estaba leyendo. Era como si se alegrasen cuando él consumía historias.

Volvía a ser verano, así que David tenía mucho tiempo para leer. Su padre había intentado animarlo a hacerse amigo de los niños que vivían por allí, de los cuales algunos eran evacuados de Londres, pero David no quería mezclarse con ellos, y ellos, a su vez, veían algo triste y distante en él que los mantenía alejados. Los libros ocuparon el lugar de los amigos. Los viejos libros de cuentos de hadas, en concreto, tan extraños y siniestros con sus adiciones manuscritas y sus nuevos dibujos, no habían hecho más que aumentar la fascinación que sentía David por aquellas historias. Todavía le recordaban a su madre, pero en un sentido positivo, y todo lo que le recordaba a su madre lo ayudaba a mantener a Rose y a su hijo, Georgie, a distancia. Cuando no estaba leyendo, el asiento de la ventana le ofrecía una vista perfecta de una de las curiosidades de la propiedad: el jardín hundido que estaba en el césped del patio, cerca de donde comenzaban los árboles.

Parecía una piscina vacía, con cuatro escalones de piedra que bajaban hasta un rectángulo de hierba, rodeado de un sendero de losetas. Aunque el señor Briggs, el jardinero que iba los jueves a cuidar de las plantas y ayudar en lo necesario, cortaba la hierba con regularidad, las partes de piedra del jardín hundido estaban descuidadas. Había grandes grietas en las paredes, y una esquina se había derrumbado por completo, dejando un hueco lo bastante grande para que David entrase, de haber querido hacerlo. David sólo había llegado a asomar la cabeza. El espacio que había al otro lado estaba oscuro y mohoso, lleno de todo tipo de cosas ocultas y escurridizas. El padre de David había sugerido que el jardín hundido podría ser un lugar adecuado para construir un refugio antiaéreo, si decidían que era necesario contar con uno, pero, por el momento, sólo había llegado a apilar sacos llenos de arena y láminas de chapa ondulada en la caseta del jardín, lo que molestaba mucho al señor Briggs, que tenía que esquivar todo aquello para llegar hasta sus herramientas. El jardín hundido se convirtió en el sitio privado de David fuera de la casa, sobre todo cuando quería alejarse de los susurros de los libros o de las intromisiones molestas, aunque bien intencionadas, de Rose.

David no se llevaba bien con Rose. Aunque siempre intentaba ser amable, como su padre le había pedido, no le gustaba aquella mujer y lamentaba que formase parte de su mundo. No era simplemente que hubiese ocupado o intentase ocupar el lugar de su madre, aunque eso ya era de por sí malo. Cuando trataba de preparar la comida que a él le gustaba para la cena, a pesar de los problemas con el racionamiento, David se irritaba. Rose quería caerle bien, y eso hacía que a él le gustase cada vez menos.